Capítulo 7: La tumba en la montaña

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—¿Qué creen que sea? —Los ojos de Tania revelaban una profunda intriga; de aquellas que no pueden resolverse sólo con palabras. Nunca en toda su vida había visto a un animal tan raro. El grupo había formado un círculo en torno a él y todos se preguntaban lo mismo.

—Creo que es un roderbak —dijo Ísgalis, tomándose el mentón—. Pero nunca había visto a uno así.

—¿Te referís a la sombra del niño? —preguntó Tiziano.

—¡Por supuesto que se refiere a eso, zopenco! —replicó Baruj, duplicando su voz—. Por Dios, ¡qué irritante sos con tus preguntas tan tontas! ¡No puedo creer que seas mi amigo!

—¡Y yo no puedo creer que me haya preocupado por vos cuando estuvimos a punto de perderte! Tendríamos que haberte dejado en la Nubestrella...

—¡Oh, no! —exclamó Baruj, posando una mano sobre su frente y teatralizando los movimientos de su cuerpo y el sonido de su voz—. ¡Vas a matarme con tus palabras tan crueles, Tizi! Son como espinas sobre mi corazón...

—Ustedes dos: ¡dejen de hacer berrinche! —los regañó Roderic—. Compórtense como dos niños grandes. O, al menos, como dos que no se mojen en sus pañales.

—¿Qué se supone que haremos ahora? —inquirió Jayden, restándole importancia a la extraña cría de roderbak—. Por si no lo notaron, está cayendo el sol y, en kilómetros a la redonda, no se ven más que arbustos y montañas. Está descendiendo la temperatura y necesitamos encontrar un refugio. Tenemos que parar a descansar.

—Ella tiene razón —ratificó Roderic—. Todos estamos agotados y, si no recuperamos energías, el frío de la noche nos matará.

—Está bien —asintió Ísgalis—. Si seguimos las huellas de la parvada de roderbaks, estoy segura de que encontraremos algún refugio. Las aves tienen que usarlo para guarecerse por las noches. En marcha.

Después de tres horas de caminata, avistaron algo a la distancia.

—¡Allá! —dijo Tiziano, señalando con el dedo—. ¡En la ladera de las montañas!

—¡Es cierto! —exclamó Roderic—. ¡También lo veo!

—Yo no veo nada —dijo Jayden.

—Yo tampoco —coincidió la Guardiana.

—Es por la niebla —advirtió Roderic—. Es muy densa. Ahora también lo perdí de vista. ¡Vamos, de prisa! Por este camino.

Corrieron en la dirección que les señaló el muchacho. Llegaron a los pies de una escalera de granito.

—¡¿Qué demonios hace una escalera acá?! —profirió Tiziano, sorprendido.

—Tal vez, nos conduzca a la ciudad de los mienandis.

—¡Por favor, Roderic! Los mienandis son una leyenda —discrepó Jayden, escéptica—. No sé de dónde hayas sacado esa loca idea de que encontraremos la antigua ciudad de Kenatzá y la Gran Pirámide Solar de Zhata, pero estas regiones son desiertas. El profesor Drake lo explicó claramente en clase de geografía ardoriana, semanas antes de que destruyeran el Villorrio.

—De todos modos, puede que arriba encontremos donde cobijarnos —acotó Ísgalis—. Andando.

Al final de las escaleras, dieron con un pequeño pueblo de casas de piedra.

Estaba abandonado. No había indicios de sus habitantes por ninguna parte.

—¿Qué les habrá pasado a los que vivían acá? —preguntó Tiziano, nervioso—. No es habitual que la gente deje sus hogares así nada más. Y, mucho menos, que un poblado entero desaparezca.

Árdoras: La Princesa Roja [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora