Capitulo 13

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Mientras contemplaba como se llevaban el cuerpo de Amanda, Nathan sintió cómo la cólera que había creído muerta volvía a renacer en su interior una vez más.  

            —Una parada cardiaca, ¿eh? —murmuró Steve, dando un puñetazo a la pared.

            No lo detuvo. Sabía como se sentía su amigo; lo sabía muy bien. Había aceptado la muerte de Amanda, estaba acostumbrado a ver cómo desaparecían personas que le rodeaban constantemente, pero esta vez había sido distinto; había una esperanza. O, más bien, la había habido. Con Amanda muerta y Alyx secuestrada ya no la había. Su pequeño sentimiento se había desquebrajado y el dolor había vuelto a invadirlo con la misma intensidad de hace nueve años, cuando vio morir a un amigo por primera vez.

            —Todo está perdido —susurró para sí mismo.

            Movió en sus largas y bien formadas manos el pequeño obsequio que habían dejado en la frente de Amanda. Junto a una nueva y muy poco marcada herida se encontraba una pequeña pluma blanca. La estrujó en su puño y miró fijamente a lo lejos, como si intentara ver más allá de los altos edificios, más allá de la ciudad y, de algún modo, encontrar una solución a todo aquello.     

            —No, no lo está —dijo Steve con firmeza, apartándose de la pared.      

            Lo miró directamente y Nathan se mantuvo callado por temor a decir algo inapropiado. Aunque en su mente se agolpaban miles de ideas, de sugerencias, de preguntas y dudas, una sola cuestión relucía con el brillante resplandor de los rallos del sol en verano y, tal vez, ésta fuera lo único que importaba. No obstante, era precisamente la que Nathan no se atrevía a formular.

            Aguardó en silencio, sus ojos fijos en Steve que contemplaba la oscuridad que envolvía la habitación del hospital con rostro triste y melancólico.      

            Por fin Steve sacudió la cabeza, los negros cabellos cayendo por su rostro y sus pensamientos regresaron del mundo por el que había estado vagando.

            —¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó.

Steve no respondió, se encogió de hombros y volvió a sumergirse en su mundo.

            Se había hecho de noche. Las primeras estrellas nocturnas centelleaban en el cielo y parecía que los tejados chocaban contra ella. Steve permaneció en silencio durante tanto tiempo que la luna se alzó majestuosa, mostrando al mundo su belleza sobrehumana y vigilando el descanso de esas horas que le habían ordenado custodiar.

            A la vista de la luna, Nathan vio cómo una figura ensombrecía aún más la estancia.

            —¡Cuidado! —advirtió a Steve.

            Agarró a su amigo y tiró de él hacia atrás, interponiéndose entre él y la criatura. En décimas de segundo había sacado del bolsillo la bolsa de cuero y, tras sacar una de las piedras, había creado una espada larga y perfectamente afilada.

            —No soy tu enemigo, al menos, no ahora —dijo el ángel entrando por la ventana.

            Se movía con una ligereza alarmante y tenía las alas completamente plegadas, como si pretendiese esconderlas. Sus ojos eran extraordinariamente grandes y de un color ónice que parecían haber sido extraídos de la roca para colocados allí. Levantó las manos y se detuvo frente al filo de la espada. No había temor en sus ojos, tampoco vacilación; es más, un brillo sabio adornaba sus ojos y una mueca, que Nathan era incapaz de interpretar, se dibujaba en sus labios.

Cazadores de ángelesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora