PRÓLOGO

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PRIMERA PARTE: ROJO


La mente de Clint le exigía a gritos que abriera los ojos.

Le pesaban tanto los párpados que temió por un momento que jamás pudiera volver a abrirlos. Con gran esfuerzo comenzó a separarlos, despacio. Todo estaba muy oscuro a su alrededor y no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba inconsciente, pensó, dejando que un quejido saliera de sus labios. Un dolor lacerante se instaló en la base de su cráneo y, por unos instantes, temió que algo estuviera roto. Apretó con fuerza los dientes y se llevó las manos a las sienes, intentando de aquella manera protegerse del incesante malestar. Con un gesto espontáneo, se alejó de su propio roce al tocar la hinchazón sobre el ojo izquierdo. El golpe debió ser importante para producir semejante inflamación. Afortunadamente, el dolor comenzó a remitir, poco a poco, cuando cambió la posición, aunque dejando un eco incómodo en su memoria.

Estaba sentado, apoyado contra un muro de piedra. Notaba el frío traspasar el delgado tejido de la delgada camiseta que llevaba puesta. Le habían despojado de su chaleco y también de las botas, pues tenía los pies entumecidos, en parte a causa del frío y en parte al tiempo que debía llevar en aquella postura. Respiró profundamente y, al hacerlo, una nueva punzada de dolor le dijo que su cabeza no había sido el único lugar de su cuerpo que había sido vapuleado. Se llevó las manos a las costillas, tanteando con cuidado. No estaba muy seguro, pero le pareció que no tenía roto ningún hueso.

El olor a moho y a humedad le saturó las fosas nasales, revolviéndole ligeramente el estómago. En algún lugar, una gota de agua incidía sobre un charco en una frecuencia rítmica. El sonido del líquido le hizo caer en la cuenta de que tenía la boca seca. Intentó tragar saliva, pero su garganta reaccionó como si cientos de pequeñas agujas se clavaran en el fondo de ella. Pasó la lengua por sus labios resecos y agrietados, lamiendo los restos de sangre que quedaban en ellos.

El mero hecho de parpadear le estaba costando un dolor continuo y agudo. Cayó en la cuenta de que la visión del ojo izquierdo se había visto afectada por la hinchazón. Aún así abrió y cerró de nuevo los ojos, despacio, intentando que éstos se adaptaran a aquel ambiente, y fue entonces cuando advirtió que la oscuridad que él había creído en un principio no era tal: una vieja lámpara de aceite colgaba de la pared, a un par de metros del suelo sobre su cabeza. Encogió los ojos para fijarse mejor en ella. Debía llevar allí colgada desde siempre, recapacitó, pues el cristal que hacía las veces de tulipa estaba muy sucio, recubierto de una pátina verdosa y polvorienta. La llama era apenas visible y el resplandor que ofrecía era pobre pero suficiente como para no estar inmerso en la más absoluta negrura.

Intentó moverse y todos los músculos de su cuerpo gritaron al unísono. No había ni un solo resquicio en donde no hubiera sido golpeado. Al pretender mover las piernas un sonido metálico lo sorprendió, para descubrir que estaba encadenado.

Aún cuando cada movimiento le resultaba una tortura, estiró los brazos como pudo hasta sus tobillos y palpó en la penumbra. Las yemas de los dedos tocaron algo frío y pulido, ancho, como si de una banda de metal se tratara. Estaba absolutamente convencido de que eran unos grilletes. Continuó palpando y, a cada una de las argollas, habían soldado un eslabón grueso y, de él, salía una cadena pesada. Movió las piernas como pudo y la cadena de metal tintineó, arrastrándose y arañando el suelo. Frustrado, echó la cabeza hacia atrás, apoyándose contra el muro y cerró los ojos con fuerza, apretando los puños hasta que le dolieron los antebrazos por la presión ejercida. Quien quiera que lo hubiese encadenado allí había tenido el bonito detalle de dejarle las manos libres, pensó con acritud. Intentó mover un pie y el borde de la anilla de metal le erosionó la piel. Mascullando una maldición, cejó en su empeño de moverse mientras se pasaba una mano por el rostro. Tenía que pensar en algo para salir de allí. Y, de repente, la imagen de Natasha recaló en su mente.

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