Capítulo 1. Mujercitas

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Navidad sin regalos no va a parecer Navidad —comentó Jo acostada delante de la chimenea.

—¡Qué triste es ser pobre! —reflexionó Meg mirando su viejo vestido.

—No veo justo que unas muchachas puedan disponer de todo tipo de cosas bonitas, mientras a otras nos falta todo —agregó la pequeña Amy.

—Tenemos a nuestros padres y además nos tenemos a nosotras mismas, —contestó alegremente Beth.

—Sí —dijo Jo—, pero es una pena no tener a papá aquí y no lo tendremos mientras esté en la guerra.

Nadie habló por un momento hasta que con voz alterada murmuró Meg:

—Mamá propuso que por esta Navidad prescindiéramos de regalos porque el invierno va a ser duro para todos y especialmente para los hombres que están en el frente. Nuestra ayuda no puede ser mucha, pero sí podemos hacer pequeños sacrificios. En verdad me parece que yo no los podré hacer.

—La verdad que es muy poco lo que nosotras podemos gastar. Cada una tiene unos cuantos pesos, con tan poco dinero no recibirá mucha ayuda el ejército. ¡Deseo tanto comprar un libro para mí! —señaló Jo.

—Pues yo he decidido gastar mi dinero en música nueva —anunció Beth suspirando.

—Yo me compraré unos lápices de dibujo que me hacen falta para dibujar —dijo Amy.

—Mamá no ha dicho nada del dinero que nosotras ganamos y que bastante trabajo nos cuesta. Compremos algo para darnos un gusto cada una —propuso Jo.

Vaya si cuesta estar todo el día enseñando a esos chicos fastidiosos —repuso Meg en tono quejoso.

—Eso no se compara con tener que pasarse el día con una vieja caprichosa e histérica —comentó Jo—, que la tiene a una corriendo de aquí para allá, siempre inconforme con lo que haces.

—Fregar pisos y arreglar la casa es el trabajo más desagradable del mundo. Las manos quedan ásperas y no puedo tocar bien el piano. —Beth se contempló las manos enrojecidas y suspiró.

—No, ninguna sufre lo que yo, teniendo que ir a la escuela con niñas que defaman a tu papá porque no es rico.

—Se dice difamar y no defaman —aclaró Jo, riendo.

—No tienes por qué criticarme —contestó Amy dignamente.

—Niñas, no discutan, ¡qué lindo sería tener el dinero que perdió papá cuando éramos pequeñas! —reflexionó Meg, recordando la época en la que la familia vivió holgadamente.

Jo se paró y comenzó a silbar, metiendo las manos en los bolsillos.

—No hagas eso, Jo, que pareces un niño.

—Pues por eso lo hago —dijo Jo, y las dos hermanas se pusieron a discutir.

—Las dos merecen un regaño —dijo Meg— con su tono de hermana mayor —Tú, Jo, olvidas que eres una señorita.

—Odio pensar que tengo que crecer, usar vestidos largos y verme tan esplendorosa como una estrella. ¡Me gustaría tanto ser hombre! Me muero por ir a la guerra y pelear al lado de papá.

—Si Jo es un chiquillo y Amy una presumida, ¿me quieren decir qué soy yo? —preguntó Beth.

—Tú eres un encanto y nada más —contestó cálidamente Meg, y nadie protestó, porque realmente era la consentida de la familia. La habitación era un lugar muy cómodo, aunque la alfombra y los sillones ya estuvieran muy viejos y maltratados. Flotaba una agradable atmósfera de hogar feliz.

Margaret, la más grande de todas, tenía dieciséis años y era muy hermosa. Josephine (Jo) tenía quince  y era muy alta, delgada y morena. Tenía gesto de decisión, ojos grises y larga cabellera que llevaba siempre atada con redecilla.

Elizabeth (Beth), era una hermosa niña de trece años y su conducta era la de una persona calmada y tímida, pero activa y satisfecha. Su padre la adoraba y parecía siempre que Beth vivía en un mundo aparte, del que salía sólo para hablar con sus seres queridos.

Amy, siendo la menor, era la persona más importante, al menos en su opinión. Pálida y delgada se conducía en toda ocasión como una dama, cuidando sus modales.

Sonaron las seis en el reloj. Mamá iba a llegar y todas se apresuraron para darle la bienvenida. Jo acercó unas zapatillas viejas al fuego para calentarlas. Todas se quedaron pensando qué le regalarían a su madre en Navidad.

—Que piense mamá que vamos a comprarnos algunas cosas y le daremos una sorpresa —dijo Jo—. Meg: hay mucho que hacer para la pieza que representaremos la noche de Navidad.

—No pienso tomar un papel después de esta vez— observó Meg.

—No dejarás de hacerlo —repuso Jo—. Eres la mejor actriz que tenemos; y ya es hora de ensayar.

Las niñas se dispusieron a ensayar el texto elaborado por Jo. Hacia el final del ensayo Mega exclamó:

—¡Miren las parrillas con las zapatillas de mamá encima en lugar del pan! ¡Beth está embobada por la escena! Y todo terminó con una carcajada general.

—Bueno, queridas mías ¿cómo la han pasado hoy? —dijo la señora March desde la puerta—. Todas corrieron hacia ella y mientras hablaba maternal mente a sus hijas, la señora March se ponía las zapatillas calientes. Meg preparó la mesa para el té, Jo trajo la leña y puso las sillas, Beth iba y venía de la cocina y Amy daba consejos a todas, sentada con las manos cruzadas.

—Tengo una grata sorpresa para ustedes —dijo la señora March mientras se sentaba en la mesa.

—¡Carta! ¡Carta! ¡Tres vivas para papá!

—Creo que papá hizo una cosa magnífica marchando como capellán cuando era demasiado viejo para ser soldado —dijo Mega.

Todas se acercaron al fuego alrededor de la madre. En la carta se decía poco de las molestias sufridas y peligros afrontados y sólo al final brotaba el amor paternal:

“Mi cariño y un beso para cada una. Diles que pienso en ellas durante todo el día, recuérdales que mientras esperamos, todos podemos trabajar en lo nuestro y, que cuando vuelva, podré estar orgulloso de mis mujercitas”

Las niñas no podían ocultar sus lágrimas.

—¡Todas trataremos de ser mejores! —exclamó Meg.

—Trataré de ser una mujercita como él dice —afirmó Jo—. Cumpliré aquí con mi deber sin desear estar en otra parte.

—¿Se acuerdan de «El peregrino» que representaban cuando eran pequeñas? —dijo la señora March—. Nada les gustaba tanto como que les pusiera hatillos a la espalda para representar la carga de debían transportar desde la ciudad de la Destrucción, que era la bodega, hasta la buhardilla donde podían encontrar todas las cosas bonitas para construir una Ciudad Celestial. Es un juego al cual, siempre jugamos de una manera u otra. Nuestras cargas están aquí, nuestro camino está delante de nosotras y debemos buscar la Ciudad Celestial que es la paz. Ahora peregrinitas mías, vamos a comenzar de nuevo, no para divertirnos sino de veras, hasta que vuelva su padre.

—Pero mamá, ¿dónde están nuestras cargas? —preguntó Amy.

Cada una explico lo que entendía por «su carga», que eran en realidad la tarea que individualmente debían realizar.

La vieja Hanna levantó la mesa y las niñas se pusieron a coser las sábanas para su mamá, pensando que debían cumplir con todo entusiasmo.

Después Beth tocó el piano como de costumbre y todas cantaron:

Brillen, brillen estrellitas...

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