Capítulo 9. Meg visita la feria de las vanidades

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Annie Moffat invitó a Meg a pasar unos días en su casa. La señora March había consentido con cierta dificultad, porque los Moffat tenían un estilo mundano, lo que podía afectar a la sencilla Meg. Ella al principio se sintió un poco intimidada, pero a pesar de su vida frívola, los Moffat eran gente agradable y la hicieron sentirse agusto. Cuanto más veía las cosas bonitas de Annie, más la envidiaba; suspiraba por ser rica y su casa le parecía desnuda y triste cuando la recordaba. Iban a tiendas, paseaban, andaban a caballo, iban al teatro o a la ópera, porque Annie Moffat tenía muchísimos amigos y sabía cómo divertirlos.

Cuando llegó la noche del pequeño baile, Meg sintió vergüenza de su pobre vestido de muselina, porque las otras chicas se engalanaron hermosamente. Sin embargo, cuando entró la doncella con una cajita de flores para ella, todas lanzaron exclamaciones al ver de quién era.

—La carta es de mamá y las flores de Laurie —dijo Meg sencillamente.

—¿De veras? —preguntó Annie, con mirada sospechosa.

Aquella noche se divirtió mucho porque bailó cuanto quiso, pero oyó una conversación que la perturbó. Dos personas hablaban y sugerían que la señora March tenía «planes» para sus hijas, entre los cuales podía estar la relación con los Laurence. Laurie podía ser un buen candidato para las chicas. También se refirieron al vestido de Meg, comentando que se vería más hermosa si se vistiera más modernamente.

Meg se disgustó con aquellas palabras;  su amistad inocente con Laurie había sido estropeada por la conversación tonta que había oído; la confianza en su madre había sido un poco sacudida por los proyectos mundanos que le atribuía la señora Moffat. Para el próximo baile que se organizó en la casa, invitaron a Laurie y convencieron a Meg de que se dejara pintar, rizar el cabello y usar un hermoso traje azul de Annie.

—Eres muy amable —dijo Meg a Annie, pero no me importa usar mi vestido viejo, si es lo mismo para ti.

—No, dame el placer de vestirte a la moda. Entraremos súbitamente al baile como cenicienta y madrina.

Meg aceptó proque no podía resistir la tentación de verse «encantadora». El día del baile, le pusieron el traje azul de seda muy ajustado a la cintura y de gran escote, zapatos de tacones altos y un abanico de plumas. Todo el mundo, viejos y jóvenes, volvió sus ojos hacia ella, y Meg se sintió como una reina hasta que tropezó con la mirada de Laurie.

—No pareces la misma, pero estás bonita. Aunque no me gustan las presunciones ni las plumas.

—Jamás he visto un chico más descortés —se enfadó ella. Y luego le pidió que no dijera nada a sus hermanas, que ella les contaría todo cuando regresara.

—Pero esta noche no soy Meg; soy una muñeca que hace toda clase de tonterías.

Meg bailó, coqueteó, charló y rió de nada como hacían las demás. El comandante Lincoln que estaba presente, notó cómo se burlaban de aquella muchachita sencilla, a la que habían convertido en una muñeca.

Estuvo enferma todo el día siguiente, y el sábado volvió a casa completamente cansada de sus dos semanas de placer y hastiada de la atmósfera de lujo que había aspirado. Su madre se alegró de que Meg se sintiera a gusto otra vez en su hogar.

Ella relató sus aventuras, pero no dijo todo, hasta que un día confesó ante su madre y hermanas que había dejado que la vistiera como una muñeca y la pudieran en ridículo, que había bebido champaña y coqueteando de una manera detestable. También relató las murmuraciones que había oído con respecto a Laurie y a su madre. Ante esto, Jo se indignó.

—¡En mi vida he oído mayores estupideces! —dijo

La madre, con mucha calma, explicó a sus hijas cuales eran los verdaderos proyectos que ella tenía y que no importaban todas las tonterías que pudiera decir cierta gente amable, pero mundana, mal educada y llena de ideas vulgares acerca de los jóvenes.

—Quiero que mis hijas sean hermosas, distinguidas y buenas —señaló la señora March sentada en rueda con las muchachas—, que se hagan querer y respetar; que se casen bien y prudentemente. Hijas mías, soy ambiciosa para ustedes, pero no deseo que se casen con hombres ricos sólo por su dinero o que vivan en palacios si en ellos falta el amor. El dinero es cosa útil, preciosa y noble cuando se emplea bien, pero no quiero que lo consideren, como el único premio a ganar. Preferiría verlas casadas con hombres pobres, si son felices, que reinas sin propia estimación ni paz. Hijas, siempre estaré disponible si desean consultarme algo, y tanto su padre como yo somos sus amigos.

—Lo seremos, mamá, lo seremos —exclamaron ellas con todo su corazón, mientras su madre les daba las buenas noches.

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