Capítulo 19. El testamento de Amy

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Mientras sucedían estas cosas, Amy pasaba malos ratos en casa de la tía March. Se le hacía muy duro el destierro y por primera vez se dio cuenta de lo mimada que la tenían en su casa. Todos los días tenía que fregar tazas, limpiar el polvo del cuarto y dar de comer al loro, como le exigía la tía Rousse. Sin la ayuda de Laurie y Ester, la vieja doncella, no hubiera podido aguantar todo ese tiempo. Ester era una francesa que había vivido muchos años con «Madame», como le decía. Ella dejaba jugar a Amy con un bargueño lleno de cajoncitos y lugares secretos dónde la tía Rousse guardaba todas sus joyas, algunas de las cuales habían sido regalo de boda.

Un día Ester ayudó a Amy a confeccionar un pequeño tocador en su cuarto, con una mesita y un cuadro de la virgen, para que la niña pudiera recogerse a solas y orar  pidiendo al buen Dios que sanara a su hermana. Pero Amy  era muy peregrina joven, con una carga que se le hacía muy pesada. Durante sus primeros esfuerzos por ser buena, decidió hacer su testamento, como lo había hecho la tía Rousse; de modo que si cayese enferma y muriese; sus bienes pudieran ser justa y generosamente repartidos.

—Deseo que me hagas el favor de leer esto y decirme si es llegar y correcto —le dijo a Laurie cuando fue a verla.

Laurie se sonrió al leer el testamento de Amy y lo firmó al igual que lo había hecho Ester, ya que se necesitaban dos testigos. Antes de que Laurie se retirara, Amy preguntó preocupada por Beth. Él le contestó que había que tener esperanzas. Amy fue su capillita y oró, con los ojos llenos de lágrimas y con todo su corazón.

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