Capítulo 15. Un telegrama

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Conversaban las hermanas cuando Beth, sentada a la ventana, dijo:

—Dos cosas agradables van a suceder enseguida. Mamá bien por la calle y Laurie está cruzando por el jardín como si tuviera algo interesante que decirnos.

Ambos entraron y la señora March preguntó como de costumbre: «¿Hay carta de papá, niñas?» Laurie se ofreció para hacerle un favor a la señora March y ella le pidió que fuera por el correo. En ese momento sonó la campana y un minuto después Hanna entró con un telegrama en la mano. La señora March lo cogió rápido y leyó las dos líneas que contenía «Señora March: su esposo está enfermo de gravedad. Venga enseguida. S. Hale, Hospital Blanco. Washington».

La inmovilidad más grande cayó sobre todos mientras escuchaban, hasta que la madre dijo con una voz que no olvidaron nunca:

—¡Tengo que ir enseguida! ¡Oh, hijas, ayúdenme a soportarlo!

Por un momento se oyeron sollozos y palabras de consuelo, hasta que Hanna, que fue la primera en reponerse, dijo decidida:

—No hay que perder el tiempo llorando; voy a arreglar sus cosas enseguida, señora.

—Tienes razón. No hay tiempo para llorar ahora. Tranquilicense, hijas mías, y déjenme pensar. ¿Dónde está Laurie?

—Aquí estoy señora —contesto el muchacho, deseoso de ayudar.

—Telegrafía diciendo que voy enseguida.

Laurie partió montando en su caballo de prisa, como si le fuera en ello la vida, y la señora March comenzó a dar toda clase de instrucciones a sus hijas y a Hanna. Todas se esparcieron como hojas sacudidas por el viento y la familia se vio repentinamente desbandada. El señor Laurence llegó también a ofrecer sus servicios diciendo que podía acompañar a la señora March en su viaje; pero ella se opuso, ya que no quería que le ocurriera ningún contratiempo al anciano señor. Al rato llegó Brooke, quien se topó con Meg, que llevaba una taza de té a su madre.

—El señor Laurence me ha hecho algunos encargos —dijo—. Tengo que hacer en Washington y estaré muy contento de poder prestar algún servicio a tu madre.

Meg, un poco turbada, lo miró con expresión de gratitud.

Al poco rato volvió Laurie con el dinero que la tía Rousse había dado y su mensaje de recriminación , donde decía lo de siempre: que había sido ridículo que March fuera al ejército, etc., Etc. La señora March quemó la carta y tomó el dinero. Todas se movían de un lado al otro, pero faltaba Jo. De pronto entró y, dejando de perpleja a la familia, depósito sobre la mesa un manojo de billetes.

—Ésta es mi  contribución para ayudar a traer a casa a papá —dijo.

—¡Hija mía!, ¿dónde has obtenido esto? ¡veinticinco pesos!

—Lo obtuve honradamente, no lo he mendigado, ni robado.

Al decir esto, Jo se quitó el sombrero y vieron con asombro que su abundante cabellera había sido cortada.

—¡Hija mía, tu hermosa cabellera! — suspiró la madre.

—Esto no afecta la suerte de la nación. Con que nadie se lamente. Será bueno para mi vanidad.

Esa noche Beth tocó al piano el himno favorito de su madre.

Todas comenzaron a cantar valientemente, pero una tras otra se echaron a llorar hasta que Beth quedó sola en el consuelo de la música. Ya en la cama, Amy y Beth se durmieron, pero Jo, aunque estaba orgullosa de lo que había hecho, sollozó por su cabello perdido; Meg la consoló mientras pensaba en un par de ojos castaños y hermosos, como los de Brooke.

La madre las besó a todas cuando estaban dormidas y fue a la ventana a mirar la luna tras las nubes.

—¡Ánimo, corazón mío! —pensó—. Siempre hay luz detrás de las nubes.

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