LA BIBLIOTECA CAP I

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________ se detuvo en la esquina de la Quinta Avenida con la calle Cuarenta y dos. La gente la empujaba a izquierda y derecha en su prisa por pasar.

Los transeúntes se movían como olas rompiendo contra una roca. Tras un mes en Nueva York, aún no se había acostumbrado a la hora punta.

Así y todo, no permitió que la gente la distrajera. Era su primer día en el trabajo de sus sueños e iba a saborear cada minuto. Un mes después de finalizar un máster de posgrado en Bibliotecas e Informática en la Universidad de Drexel, se dirigía a la biblioteca más magnífica de todo el país.

Alzó la vista hacia el hermoso edificio, una asombrosa obra de arquitectura en piedra caliza blanca y mármol. _____________ no podía imaginar que existiera un lugar más perfecto que la Biblioteca Pública de Nueva York.

—¿Estás mirando a los gemelos? —le preguntó una anciana.

Tenía el pelo tan blanco que parecía casi rosa y llevaba un traje azul verdoso con unos brillantes botones dorados.

Sujetaba una correa con cristales incrustados, al final de la cual estaba atado un perrito blanco.

—¿Perdón? —dijo __________.—Los leones —aclaró la mujer.

Ah, los leones. A cada lado de la amplia escalinata de piedra que subía hasta la biblioteca había la estatua de un león de mármol blanco. Eran unas criaturas de aspecto regio, que, sentadas sobre unos pilares de piedra, parecían custodiar el conocimiento que albergaba el edificio.

—Me gustan los leones —afirmó _________.

Su compañera de habitación le había advertido muy seria que no debía responder a todos los pirados que le hablaran en la calle. Pero ________ era de Pensilvania y se sentía incapaz de ser maleducada.

—Paciencia y Entereza —contestó la mujer—.Ésos son sus nombres.

—¿De verdad? —exclamó ________—. No lo sabía.
—Paciencia y Entereza —repitió la mujer y se marchó.

______ no supo cómo decirle a su nueva jefa Park Sunmi que no necesitaba una visita guiada por la biblioteca, porque había ido allí con frecuencia desde que era niña. Pero Sunmi, una rubia alta y fría del Upper East Side, le había parecido intimidatoria durante la entrevista y, de algún modo, se lo parecía aún más ahora que había conseguido el trabajo.

—¿No quieres tomar notas mientras caminamos? —le preguntó Sunmi.

_______ abrió el bolso y buscó un papel y un boli. Siguió a la mujer por el gran vestíbulo de mármol, cuyo estilo Beaux-Arts siempre le recordaba las fotografías de los grandes edificios de Europa. Pero su padre le había dicho muchas veces que no tenía sentido comparar la sede central de la Biblioteca Pública de Nueva York con nada, ya que, como obra de arquitectura, era única.

—Y ésta es la Sala del Catálogo Público—anunció Sunmi.

La magnífica sala, oficialmente llamada la Sala del Catálogo Público Bill Blass, estaba flanqueada por mesas bajas de madera oscura, provistas de las lámparas de bronce distintivas de la biblioteca, con pantallas de metal rematadas en bronce oscuro. Los ordenadores parecían estar fuera de lugar en una estancia que, por lo demás, evocaba la época de principios del siglo XX.

—Estos ordenadores no tienen acceso a Internet — comentó Sunmi, claramente aburrida por la explicación que, sin duda, habría dado infinidad de veces—. Su única finalidad es permitir que los visitantes busquen los libros que necesitan, los números de referencia y demás información, para luego solicitarlos en préstamo.

Por supuesto, __________ conocía ese sistema mejor que nada en la vida. (Si algo adoraba era un buen sistema. Para ella, el orden estaba por encima de todo.) Después de buscar los libros, los visitantes escribían los títulos y los números de referencia en un papel con los pequeños lápices que tenían a su disposición en los botes de ambos extremos de las largas mesas. A _______ le parecía reconfortante el hecho de que en esa época en que todo se hacía por SMS o correo electrónico, la Biblioteca Pública de Nueva York fuera el único sitio donde la gente aún tuviera que coger papel y lápiz.

Sunmi continuó andando y los tacones de sus zapatos ingleses de cordones resonaron en el suelo de mármol. Llevaba la melena lisa recogida en una pulcra coleta baja y vestía de pies a cabeza de Ralph Lauren. Al igual que la compañera de piso de _________, Sunmi la miró de arriba abajo y apenas pudo ocultar su veredicto: «Mal, mal, todo mal». _______ se preguntó si en Manhattan habría algún código secreto para vestir que todo el mundo conociera menos ella. Desde que se había mudado a la ciudad, se sentía como uno de los extraterrestres de La invasión de

los ladrones de cuerpos; casi parecía una neoyorquina más, pero todo aquel que la miraba con suficiente atención veía que no era así.

—Y aquí tenemos el corazón de la biblioteca, la Sala Principal de Lectura.

El padre de ________ iba con frecuencia a Nueva York por negocios y se la llevaba con él. Viajaban en tren, comían en Serendipity y visitaban la sede central de la Biblioteca Pública de Nueva York, en la Quinta Avenida; un ritual para estrechar lazos afectivos. El leve olor a cerrado de la Sala Principal de Lectura le recordaba a su padre de un modo tan vívido e
intenso que siempre necesitaba un momento para recuperarse.

Se detuvo para leer la inscripción que había sobre la puerta, una protesta contra la censura de 1644 del Areopagitica de Milton: «Un buen libro es la preciosa savia para un espíritu magistral, embalsamado y atesorado con el propósito de dar vida más allá de la vida».

La sala era impresionante; sólo con su tamaño lograba deslumbrarla. El techo tenía unos quince metros de altura, sólo tres metros menos alto que los típicos edificios de piedra caliza de Manhattan. La sala medía veinticuatro metros de ancho y noventa de largo, aproximadamente la longitud de todo un bloque de pisos. Por las enormes ventanas en arco entraba la luz del sol. Y luego estaba el techo, una pintura de un cielo con nubes de Yohannes Aynalem, rodeada por ornamentadas tallas doradas de madera de querubines, delfines y volutas. Pero su parte favorita de aquella sala eran las lámparas de cuatro hileras de alto, de madera oscura y latón, con máscaras de sátiros talladas entre las bombillas.

Sunmi se detuvo frente al mostrador de préstamos que presidía la sala. Era más que un mostrador: la ornamentada pieza de madera oscura abarcaba la mitad del largo de la estancia y era, básicamente, el centro de mando. Estaba dividido en once espacios con una ventanilla en arco cada uno, separados por columnas dóricas romanas.

Sunmi se inclinó sobre uno de los huecos. —Aquí está, tu nuevo hogar—anunció. ________ se sintió confusa.

—¿Voy a trabajar en el mostrador de préstamos?
—Sí —respondió Sunmi.
—Pero... me he especializado en Archivos y Conservación.

Su jefa le dirigió una mirada de desaprobación, con una mano de uñas perfectamente arregladas sobre la cadera.

—No te precipites. Eres inteligente, como lo han sido todos los candidatos para este puesto. Podrás abrirte camino como todos los demás. Por otro lado, la biblioteca tiene los archivos cubiertos con Margaret. ¿Has tenido oportunidad de conocer a Margaret? Ella misma está muy bien conservada. Creo que lleva aquí desde que se colocó la primera piedra.

________ sintió una sensación de vacío en el estómago. Trabajar en el mostrador de préstamos no era una labor muy estimulante. Lo único que haría sería sentarse en su puesto, coger las peticiones de la gente, introducir la solicitud en el ordenador y esperar a que alguien trajera los libros de las diversas salas y plantas para poder entregárselos al visitante, que mientras lo habría aguardado en una mesa con un número.
Intentó no dejarse llevar por el pánico. Todo el mundo tenía que empezar en algún sitio, se dijo. Y podría ser peor: podrían haberla puesto en el mostrador de devoluciones.
Lo importante era que se encontraba allí. Al fin era bibliotecaria. Y demostraría que era digna de ese trabajo.

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