Capítulo 2: De idiota y otros insultos

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Mi recuerdo más claro sobre los preparativos de la boda databa de cinco meses antes de subir a bordo: André y Victoria, los tórtolos que estaban buscando por cielo y tierra la opción más romántica para su casamiento, quedaron maravillados ante la idea de una ceremonia simbólica arriba de un crucero. Vinieron a preguntarnos personalmente a Amélie y a mí si nos mareaba viajar en barco.

Amélie, que había ido de viaje en crucero con sus compañeros de escuela el año anterior, fue capaz de responder que no con la misma rapidez con la que hubiese respondido cuánto era dos más dos. Ahora, yo... ¿Qué tanto podía saber si nunca en mi vida había pisado un barco?

Respondí que no sabía, que tendría que descubrirlo algún día... Y el día, lamentablemente, había llegado. Esto no estaba tan mal, al menos si lo comparaba con los aviones, los cuales me provocaban náuseas.

Por supuesto, todo tiene sus contras.

Cinco meses antes, ni André ni Victoria juntos estaban tan emocionados con la idea del casamiento en un crucero como yo: ¿acaso existía cosa más romántica y especial que una ceremonia en el mar? Solo yo creía que no estaban dementes... Si no, tan solo, locos de amor.

Por esta razón no hubo quien no se sorprendiera cuando, al ellos confirmar la fecha de partida, mi postura tuvo un giro de ciento ochenta grados. ¿De verdad tenía que coincidir justo con la semana en la que mis amigos y yo nos iríamos de vacaciones antes de comenzar el último año de secundaria? ¡Había estado tachando los días del calendario para llegar a la playa!

Tras eso, surgió otra incógnita, aún peor que la anterior: ¿qué sería de mí en un crucero con mi familia cuando no tragaba ni a la mitad de las personas que la componían? No era mi exacta representación de unas vacaciones mínimamente aceptables.

Recostada en la cama y con los ojos en el océano, suspiré. Mirar el agua a través del gran ventanal me daba serenidad y, a su vez, me hacía reflexionar: estaba aquí, ¿verdad? Mi viaje a la playa ya estaba arruinado y quedarme encerrada haciendo nada no lo recompondría. Al menos, podía salir a disfrutar del ese hermoso día que tenía el sol en lo más alto del cielo y una temperatura que haría temblar de envidia al Caribe. Más tarde, en la cena, podía seguir quejándome frente a mi familia por arruinar mis planes y obligarme a estar allí arriba (porque, bueno: dramática se nace, no se hace).

Estaba terminando de colocarme el traje de baño cuando Amélie abrió la puerta.

—¿No estabas en la piscina? —Dije al voltear hacia ella. Llevaba el bolso en una mano y el teléfono en la otra.

—Estaba —respondió. Continuó la charla gritando desde el otro lado de la habitación—: Pero tienes que escuchar esto: estaba hablando con un chico hermoso en la piscina y me preguntó si ya había probado el simulador de surfeo. ¿Puedes creerlo? ¿Un simulador de surfeo? Quiero. Necesito. Ya.

André y Victoria sí que no se andaban con pequeñeces al elegir el crucero. ¿Qué era? ¿Una ciudad en miniatura? Hasta tenía un Starbucks y más bares de los que puedo contar con los dedos de la mano (sí, se descubren muchas cosas deambulando perdida por ahí).

—Así que cosa va, cosa viene... Propuso que podíamos ir juntos. ¡Me está esperando afuera!

Guau. Simplemente, guau.

—¿Por qué pareciera que sacas chicos como de una galera?

—Yo no los hago aparecer: vienen solos.

—¿Y qué hay de Jaime? —Me sentía como Pepito Grillo: la voz de la conciencia.

—Hoy sí que la traes con Jaime... Él está perfecto en la a punto de irse a Pinamar, y yo estoy perfecta aquí, bien acompañada por... ¿Cómo era su nombre? ¿Thomas? Bueno, algo así. —Y mi hermana era una negadora de dicha voz.

Atrapados en el Mar (Atrapados #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora