Capítulo 12: Desayunos con una pizca de amor francés

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Decir que nuestro día en Salvador fue un desastre era poco. No le hacía justicia ni en lo más mínimo.

Tras aquella escena con Luciana y mis tíos, mi padre y yo estábamos en pie de guerra. Desde luego, me rehusaba a ser yo la primera en ceder. De todas maneras, él estaba esperando unas disculpas y mi orgullo no me permitía decir las palabras que él tanto esperaba, incluso si fuera solo para contentarlo y que las cosas volvieran a la "normalidad". Por lo tanto, nuestro núcleo familiar estaba partido al medio: mi mamá charlaba con él y Amélie, conmigo.

Según mis padres, yo era terca e irracional, como cuando de pequeña me enojaba con mi hermana si utilizaba uno de mis juguetes sin pedir permiso. Sin embargo, con semejante panorama, aplicarle la ley del hielo a mi padre era lo mínimo que podía hacer. Había hecho las cosas bien; no siempre lo hacía, por supuesto, pero creía que en esta ocasión así era.

Como si esto fuera poco, estaba sin teléfono. Y, a pesar de yo no llegaba a los extremos de Arianne, no podía negar que sentía que algo me faltaba. Además, sin mi teléfono, no podía escribirle a Étienne.

Para cuando embarcamos otra vez, ya era bien entrada la noche. Aunque no era una noche particularmente fría, tenía las manos metidas en los bolsillos de mi chaqueta blanca de algodón. Con esas pintas choqué contra Luciana, mientras regresaba al camarote después de cenar.

Me miró con burla por lo sucedido el día anterior. Podría haberle dicho algo, hacerle algún gesto que espantaría a más de una señora... Algo, lo que sea. Sin embargo, eso empeoraría las cosas y no tenía fuerzas para pelear con ella. Había sido un día bastante largo: estaba agotada y solo quería llegar a la cama.

La mañana siguiente, Amélie me despertó a las nueve. Por fortuna, como había caído rendida bastante temprano, no me tomó mucho trabajo levantarme.

—Ara... —Llamó, mientras yo me colocaba las zapatillas. Erguí la cabeza para mirarla, con las agujetas a medio atar—. Papá me dijo que te diera esto... No te lo di ayer porque ya estabas dormida cuando llegué.

Se acercó a mí y me entregó una pequeña caja. No se necesitaba ser un genio para saber de qué se trataba.

—Eh, gracias —dije, algo incómoda.

—Deberías decírselo a él —devolvió, encogiéndose de hombros—. No entiendo bien qué sucedió, pero esto de que no se hablen se está volviendo algo... Agotador, por decirlo de alguna manera.

Rodé los ojos, pero no respondí. En su lugar, terminé de atarme las zapatillas, abrí la caja y puse el aparato teléfono a cargar.

No había querido contarle nada a Amélie, puesto que el mero hecho de pensar en lo que había sucedido me ponía de mal humor.

Al abrir la puerta del camarote, nos topamos con Étienne. Estaba apoyado de costado contra la pared, esperando a que saliéramos.

—¡Hola! —Saludó, animadamente. Se acercó a nosotras y depositó un beso en la mejilla de cada una. Aún no llegábamos a esa etapa de saludarnos con un beso real y, menos, frente a mi hermana. Aquella exhibición en la piscina había sido suficiente por todo un viaje... O por todo un año.

—¿Qué haces aquí? —Pregunté, mientras nos echábamos a andar. Amélie no tardó en adelantarse un poco, fingiendo estar distraída con su teléfono mientras caminábamos.

—Ya que desayunaremos todos juntos, me pareció que sería una buena idea venir a buscarte.

Sonreí. Era tan dulce que, a veces, me encontraba pensando que nada de eso podía ser real, que aquel viaje no era más que un sueño. Quizás aún nos encontrábamos en Buenos Aires, yo me había golpeado la cabeza con algún objeto contundente y estaba en medio de una alucinación. Eso era más creíble que estar con Étienne.

Atrapados en el Mar (Atrapados #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora