Esa mañana, despegar los párpados se me hizo una tarea difícil, aunque no podía decir que estaba sorprendida: se me había ido la noche (casi) entera imaginando escenas que nos tenían a Étienne y a mí por protagonistas. Había intentado detenerme, pero mi mente era más fuerte que yo («¡Eso sí que no! No me eches la culpa a mí.» ¡Shh! Si no fue tu culpa, ¿entonces de quién más?). Mi imaginación me había llevado a una playa paradisíaca, de esas que tienen arena blanca. Nos vi caminar por allí, tomados de las manos, disfrutando del atardecer.
Me estaba poniendo cada vez peor.
En el otro lado de la habitación, Amélie hacía tanto ruido que parecía estar luchando con un tigre. Gruñí y me tapé la cabeza con la almohada. Debí haber dormitado unos cinco minutos, porque lo siguiente que escuché fue a mi hermana tratando de despertarme... A los gritos. Me dieron muchas ganas de coserle la boca.
—¡Vamos, Ara! ¡Levántate! —Tironeó de la almohada hasta lograr hacerse con ella. La descartó por ahí, mientras que yo me cubría con la sábana, en busca de unos minutos más de sueño.
—Son las ocho de la mañana, Amélie —me quejé—. Déjame en paz.
—Normalmente, lo haría. Pero hoy toca Río, y nos están esperando para desayunar.
Salté de la cama. Con una sonrisa burlona, observó mis movimientos desesperados. En dos minutos debía hacer lo que me habría llevado dos horas. Tenía que ducharme, cambiarme y, además, guardar en mi mochila todas las cosas que necesitaba para nuestra corta (cortísima) estadía en Río de Janeiro.
De las tres paradas que haríamos en territorio brasileño, Río se jactaba de ser la primera. A su vez, era la más particular de todas: estaríamos allí por dos días y una noche. Aunque teníamos la posibilidad de regresar al crucero por la noche, los excéntricos de mis padres no quisieron saber nada al respecto, por lo que —atentos a lo que sigue— reservaron, de antemano, tres habitaciones en un hotel del centro de la ciudad. Con actitudes como estas, no entendía por qué me sorprendía que mi hermano hubiera decidido casarse en un crucero.
Un rato más tarde, cuando ya estuve medianamente presentable, nos encontramos con nuestros padres en una de las cafeterías de la cubierta doce. La fachada estaba hecha de tablones de madera color café oscuro, y el nombre del local estaba escrito en unas grandes letras luminosas: Café Destinée. Rodé los ojos.
Los encontramos sentados en una de las mesas. El desayuno ya estaba dispuesto: cuatro tazas de café con leche, unos cuencos con cereales, un plato con pedazos de fruta, y mi cosa favorita: una bandeja con medialunas (una especie de croissant, pero versión argentina).
—¿Emocionadas? —Fue lo primero que nos preguntó papá cuando nos sentamos.
—Sí, mucho —respondió Amélie, extendiendo el brazo para tomar unos sobrecitos de endulzante. No le gustaba el azúcar. Bah, en realidad, sí. Pero no la consumía porque no quería "engordar".
Mi hermana era inteligentísima, pero la cuestión corporal era su talón de Aquiles.
Yo, por mi parte, tomé dos sobres de azúcar. Mi mamá me dio una mirada desaprobadora, esa que siempre usaba cuando hacíamos algo que le parecía mal, pero la ignoré. Tomé una medialuna, sabiendo que eso la irritaría aún más (y, de hecho, fue lo que pasó).
Mientras tanto, papá —ajeno a todo— se colocó las gafas y sacó su móvil.
—Bueno, según Google, hoy deberíamos visitar...
—El Pan de Azúcar, los Arcos de Lapa, las playas... —Enlistó mi hermana, la sabihonda. Papá llevaba hablando de todo lo que haríamos en Río de Janeiro desde antes de subir al crucero, algo que me molestaba de sobremanera cuando seguíamos en casa—. Lo sabemos. De memoria, de hecho.
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Atrapados en el Mar (Atrapados #1)
Teen FictionTodo parece perfecto... Cuando el hermano de Arabelle y su prometida deciden tener una boda simbólica arriba de un crucero, lo primero que Ara quiere hacer es salir corriendo. Tiene sentido: nadie querría pasar veinte días en un crucero en lugar de...