Encontré una fotografía de mi hijo a los 20 años. Está en California con sus amigas Erika y Elizabeth lennard. Es Delgado. Tanto que diríase también el un ugandés blanco. Observé en él una sonrisa arrogante. La expresión un poco burlona. Quiere adoptar una imagen desmadejada de joven vagabundo. Te gusta así. Pobre. Con esa pinta de pobre. Esa facha de joven flaco. Esta foto es la que más se aproxima a la que no se hizo a la joven del transbordador.
Ella fue quien compró el sombrero rosa de ala plana con una ancha cinta negra. Ella. Esa mujer de determinada foto. Es mi madre. La reconozco mejor ahí que en fotos más recientes. Qué es el patio de una casa en el pequeño lago de Hanoi. Estamos juntos. Ella y nosotros. Sus hijos. Tengo 4 años. Mi madre está en el centro de la imagen. Conozco perfectamente su incomodidad. Su sonrisa ausente. Sus ganas de que la foto acabe. Por su cara cansada. Por cierto desorden en su vestimenta. Por la somnolencia de su mirada. Sé que hace calor. Que está agotada. Que se aburre. Pero es la manera de ir vestidos nosotros. Sus hijos. Como pobres. Donde nota un cierto estado en el que mi madre caía a veces y del que ya. A la edad que teníamos en la foto. Conocíamos las señas precursoras. Ese modo. Precisamente qué de repente tenía de no poder lavarnos. Y a veces incluso de no poder alimentarnos. Mi madre pasaba cada día por esa tremenda desgana de vivir. Aveces duraba. Aveces desaparecía con la noche. He tenido la suerte de tener una madre desesperada por un desespero tan puro incluso la dicha de vivir. Por inmensa que fuera. Aveces no llegaba distraerla por completo. Lo que siempre ignore es la clase de hechos concretos que cada día la obligaban abandonarnos de ese modo. Esa vez. Quizá fuera la tontería que acaba de cometer. Esa casa que acababa de comprar. La de la fotografía. Que no necesitábamos Y eso cuándo Mi padre estaba ya muy enfermo. Tan a punto de morir. Al cabo de pocos meses. Acaso acababa de enterarse que también ella a su vez estaba enferma del mismo mal del que el moriría. Las fechas coinciden. Lo que ignoro. Igual que debía de ignorarlo ella. Es la naturaleza de las evidencias que la asaltaban y Qué hacían aparecer ese desánimo. Era la muerte de mi padre. Ya presente. O la del día. El hecho de poner en tela de juicio ese matrimonio. Ese marido. Esos hijos. Algo más general que todo ese haber.
Era diario. De eso estoy segura. Debía de ser brutal. Esa desesperación se manifestaba en un momento dado del día. Y después seguía la imposibilidad de seguir avanzando. O el sueño. O aveces nada. U otras veces por el contrario. Las compras de casas. Las mudanzas. Aveces también ese humor. Sólo ese humor. Ese abatimiento. A veces. Una reina. Todo cuanto se le pedía. Todo cuanto se le ofrecía. La casa en el lago. Sin ninguna razón. Mi padre ya moribundo. O ese sombrero de ala plana porque la pequeña lo deseaba tanto. O también esos zapatos de lamé dorados. O nada. O dormir. Morir.Nunca había visto ninguna película con esas indias que llevan esos mismos sombreros de ala plana y trenzas por delante del cuerpo. Ese día también yo llevo trenzas. No las he recogido Cómo hago normalmente pero no son iguales. Llevo dos largas trenzas delante de mi cuerpo como esas mujeres de las películas que nunca he visto. pero son trenzas de niña. Desde que tengo el sombrero. Para poder ponérmelo. Ya no recojo mis cabellos. Desde hace algún tiempo me estiró el cabello. Lo peinó hacia atrás. Me gustaría que fuera lacio. Que se viera menos. Cada noche lo peinó y antes de acostarme re hago mis colas tal como mi madre me enseñó. Mis cabellos son abundantes. Flexibles. Dolorosos. Una mata cobriza que me llega a la cintura. Con frecuencia me dicen que es lo más bonito que tengo y yo pienso que eso significa que no soy guapa. Me recordarás extraordinaria melena en París. A los 23 años. 5 años después de haber dejado a mi madre. Dije corte. Cortó. Todo de un solo gesto. Para pulir la obra la fría tijera roso la piel de la nuca. Cayó al suelo. Me preguntaron si quería llevarmelo. Dije no. Después ya no me han dicho que tengo un hermoso cabello. Quiero decir que ya no me lo han dicho tanto. Como le decían antes de cortarmelo. Después. Más bien dicho. Tiene una mirada bonita. La sonrisa también no está mal.
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El Amante
RomanceNarración autobiográfica de marguerite duras. En la que se expresa la intensidad del deseo en una historia de amor entre una adolescente de 15 años y un rico comerciante chino de 26. Historia ganadora del prestigioso premio goncourt. Noviembre de...