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    Recuerdo mal los días. La luminosidad solar empañaba los colores, aplastaba. De las noches me acuerdo. El azul estaba más lejos que el cielo, estaba detrás de todas las densidades,  recubría el fondo del mundo. El cielo, para mí, era esa estela de pura brillantez que atraviesa el azul, esa fusión fría más allá de cualquier color. A veces,  en Vinhlong, cuando mi madre estaba triste, hacía enganchar el tílbiru e íbamos al campo a ver la noche de la estación seca. Tuve esa suerte, la de esas noches, la de esa madre. La luz caía del cielo en cataratas de pura transparencia, en trombas de silencio y de quietud. El aire era azul, se cogía con la mano. Azul. El cielo era esa palpitación continua de la brillantez de la luz. La noche lo iluminaba todo, todo el campo a cada orilla del río hasta donde alcanzaba la vista. Cada noche era particular, cada una podía denominarse según el tiempo de su duración. El sonido de las noches era el de los perros del campo. Aullaban al misterio. Se contestaban de pueblo a pueblo hasta la total consumación del espacio y del tiempo de la noche.

    En las avenidas del patio las sombras de los manzanos caneleros son de tinta china. El jardín esta totalmente petrificado  en una inmovilidad de mármol. La casa igual, monumental, fúnebre. Y mi hermano menor que caminaba a mi lado y que ahora mira con insistencia hacia el pórtico abierto a la avenida desierta

   Un día no está delante del instituto. El chófer esta solo en el coche negro. Me dice que el padre esta enfermo, que su joven señor  ha regresado a Sadec. Que él, el chófer, ha recibido órdenes de quedarse en Saigón para llevarme al instituto y acompañarme al pensionado. El joven señor regresó al cabo de unos días. De nuevo estaba en la parte trasera del coche negro, el rostro vuelto para no ver las miradas, siempre con el miedo. Nos besamos, sin pronunciar palabra, abrazados, ahí, hemos olvidado, delante del instituto, abrazados. En el beso lloraba. El padre seguiría viviendo.  Su última esperanza se desvanecía. Se lo había pedido. Le había suplicado que le dejara retenerme con el contra su cuerpo, le había dicho que debía comprenderle,  que también  él debía haber vivido al menos una vez una pasión como esa en el transcurso de su larga vida, que era imposible que hubiera sido de otro modo, le había rogado que le permitiera vivir, a su vez, una vez, una pasión semejante, esa locura, ese amor loco de la chiquilla blanca, le había pedido que le dejara el tiempo de seguir amándola antes de volver a mandarlo a Francia, de dejársela aún, aún un año quizá, porque no le era posible dejar ya ese amor, era demasiado nuevo, demasiado fuerte todavía, todavía demasiado en su violencia naciente, que todavía era demasiado terrible separarse de su cuerpo, y más teniendo en cuenta, el padre lo sabía perfectamente, que eso nunca más volvería a producirse.

      El padre le había repetido que prefería verlo muerto.
      Nos bañamos juntos con el agua fresca de las tinajas, nos besamos, lloramos y volvió a ser algo para morirse, pero esta vez, ya, de un inconsolable goce. Y después le dije, le dije que no había que arrepentirse de nada, le recordé lo que había dicho, que me iría a todas partes, que  no podía decidir mi conducta. Dijo que incluso eso le daba igual en lo sucesivo, que todo se había desbordado. Entonces le dije que yo era de la misma opinión que su padre. Que me negaba a seguir con él. No aduje razones.

     Es una de las largas avenidas de Vinhlong que termina en el Mekong. Es una avenida siempre desierta por la noche. Esa noche, como casi cada noche, hay una avería eléctrica. Todo empieza ahí. En cuanto llego a la avenida, el portal cerrado a mis espaldas, sobreviene la avería de la luz. Corro, corro porque tengo miedo de la oscuridad. Corro cada vez más de prisa. Y de repente creo oír otra carrera detrás de mí. Y de repente tengo la seguridad de que alguien corre tras mis pasos, detrás de mí. Sin dejar de correr me vuelvo y miro. Es una mujer muy alta, muy flaca, flaca como la muerte y que ríe y que corre. Va descalza,  corre detrás de mi para alcanzarme. La reconozco, es la loca del puesto, la de Vinhlong. La oigo por primera vez, habla por la noche, duerme de día, y aveces ahí, en esta avenida, delante del jardín. Corre gritando en una lengua que no conozco. El miedo es tal que no puedo gritar. Debo de tener ocho años. Oigo su risa aulladora y sus gritos de alegría, seguro que se divierte conmigo el recuerdo es de un miedo central. Decir  que ese miedo supera mi entendimiento, mi fuerza, es poco decir. Lo más aproximado es el recuerdo de la certeza de saber a ciencia cierta que si la mujer me toca, aunque sea ligeramente con la mano, pasaré a mi vez, a un estado mucho peor que el de la muerte, el estado de la locura. Llegué al jardín de los vecinos, la casa, subí las escaleras y me desplome en la entrada. Después estoy muchos días sin poder contar nada de lo que me ha sucedido.

     Tarde en mi vida sigo con el miedo de agravarse un estado de mi madre -sigo sin dar nombre a ese estado- que la pondría en situación de ser separada de sus hijos. Creo que me corresponderá a mi saber lo que ocurrirá llegado el día, no a mis hermanos, porque mis hermanos no sabrán calibrar ese estado.

      Era unos meses antes de nuestra separación definitiva, era en Saigón, tarde por la noche, estábamos en la gran terraza de la casa de la Rue Testard. Estaba Dô. Mire a mi madre. La reconocí mal. Y luego, en una especie de desvanecimiento repentino, de caída, brutalmente deje de reconocerla del todo. Hubo de pronto, allí, cerca de mi, una persona sentada en el lugar de mi madre, no era mi madre. Tenía un aire ligeramente alelado, miraba hacia el parque, determinado lugar del parque, acechaba al parecer la inminencia de un acontecimiento del que yo nada sospechaba. Había en ella juventud en los rasgos, en la mirada, una felicidad que reprimía debido a un pudor que por costumbre había hecho suyo. Era hermosa. Dô estaba a su lado. Dô parecía no haberse percatado de nada. El terror no provenía de lo que digo de ella, de sus rasgos, de su aspecto de felicidad, de su belleza, provenía de que estuviera sentada allí donde estaba sentada mi madre en el instante en que produjo la sustitución, de que yo sabía que nadie más que ella estaba allí en su lugar, pero de que precisamente esta identidad que no podía ser reemplazada por ninguna otra había desaparecido y de que yo no disponía de medio alguno para hacer que ella volviera, que empezará a volver.
Nada ya se proponía para habitar la imagen. Me volví loca en plena razón. El tiempo de gritar. Grité. Un grito débil, una llamada de auxilio para que se rompiera aquel espejo en el que permanecía mortalmente fija toda la escena. Mi madre se volvió.

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