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     Misteriosamente mi madre enseña las fotografías de sus hijos a la familia durante sus permisos. Nosotros no queremos tener tratos con esa familia. Mis hermanos no la conocieron. Al principio mi madre, me arrastraba, a mí, la pequeña, a visitarla. Y después dejé de ir, porque mis tías, debido a mí escandalosa conducta, ya no querían que sus hijas me vieran. Entonces, a mi madre sólo le quedan las fotografías para enseñar, entonces mi madre las enseñas, lógicamente, razonablemente, enseña a sus primas hermanas los hijos que tiene. Se siente obligada a hacerlo y por lo tanto lo hace,sus primas es todo lo que queda de la familia,entonces les enseña las fotos de la familia. ¿Se descubre algo de esa mujer a través de esa manera de ser? ¿A través de esa predisposición que tiene para ir hasta el fondo de las cosas y nunca imaginar que podría renunciar, dejar todo, las primas, las dificultades, los incordios? Creo que sí. En ese valor de la especie, absurdo, reconozco la gracia profunda.
     Ya vieja, los cabellos blancos, también ella fue el fotógrafo, fue sola, se hizo fotografiar con su hermoso traje rojo oscuro y sus dos joyas, su largo collar y su broche de oro y jade, un trozo de jade engastado en oro. En la foto está bien peinada, ni una arruga, una imagen. Los indígenas acomodados iban también al fotógrafo, una vez en su vida, cuando veían que la muerte se aproximaba. Las fotos eran grandes, todas tenían el mismo formato, estaban enmarcadas en bonitos marcos dorados y colgaban cerca del altar de los antepasados. Toda la gente fotografiada, he visto a mucha, da casi la misma foto, su parecido era alucinante. No sólo es debido a que la vejez se parece, sino también a que los retratos se retocaban, siempre, y de tal modo que las particularidades del rostro, si aún quedaban, se atenuaban.
Los rostros se preparaban del mismo modo para afrontar la eternidad, aparecían engomados, uniformemente rejuvenecidos. Era lo que la gente deseaba. Este parecido -está discreción- debía vestir el recuerdo de su paso a través de la familia, testimoniar la singularidad de éste y a la de su efectividad. Cuando más se parecían más patente debía resultar la pertenencia a la casta familiar. Además, todos los hombres llevaban el mismo turbante, las mujeres el mismo moño, los mismos peinados tirantes, hombres y mujeres el mismo traje de cuello alto. Todos presentaban el mismo aspecto que yo reconocería aún entre todos. Y ese aspecto que mi madre tenía la fotografía del traje rojo era el suyo, era ése, noble, dirían algunos, y algunos otros, desdibujado.

   Nunca más habla del asunto. Está acordado que él no intentará nada más ante su padre para casarse. Que el padre no tendrá piedad alguna para con su hijo. No la siente por nadie. De todos los emigrados chinos que tienen el comercio del puesto en sus manos, el de las terrazas azules es el más terrible, el más rico, aquél cuyos bienes se extiende más lejos, Más allá de Sadec, hasta Cholen, la capital china de La Indonesia francesa. El hombre de Cholen sabe que la decisión de su padre y la de la pequeña son la misma y que son inapelables. En último terminó empieza a comprender que la partida que lo separará de la pequeña es la oportunidad de su historia. Que no está hecha para casarse, que escapara a todo matrimonio, que tendrá que dejarla, olvidarla, devolverla a los blancos, a sus hermanos.

      Desde que él enloquecía por su cuerpo, la niña ya no sufría por tenerlo, por su delgadez y, al mismo tiempo, extrañamente, su madre ya no se inquietaba como lo hacía antes, como si también hubiera descubierto que ese cuerpo era finalmente plausible, aceptable, igual que otro. El hombre, el Amante de Cholen, cree que el desarrollo de la pequeña blanca ha causado el calor demasiado fuerte. También ha nacido y ha crecido en este calor. Descubre que tiene ese parentesco con ella. Dice que todos esos años pasados aquí, en este calor intolerable, son la causa de que se haya convertido en una muchacha de ese país de Indochina. Que posee la finura de sus muñecas, sus cabellos tupidos de los que diríase que han acaparado en casi todo el vigor, largos como los suyos, y, sobre todo, esa piel, esa piel de todo el cuerpo que es producto del agua de la lluvia que aquí se guarda para el baño de las mujeres y de los niños. Dice que las mujeres de Francia, a su lado, tienen la piel del cuerpo dura, casi áspera. Añade que la alimentación pobre de los trópicos, hecha de pescados, de frutas, sirve también para algo. Y también los algodones y las sedas de las que están hechos los vestidos, esos vestidos siempre anchos, que dejan el cuerpo lejos de la tela, libre, desnudo.
   El amante de Cholen se ha acostumbrado a la adolescencia de la niña blanca hasta perderse. El placer que cada tarde recibe de ella ha dominado su tiempo, su vida. Ya casi no le habla. Quizá cree que la pequeña no comprendería lo que le diría respecto a ella, respecto a ese amor que aún no conocía y del que no sabe decir nada. Quizá descubre que nunca se han hablado, excepto cuando se llaman entre los gritos de la habitación, por la noche. Sí, creo que él no sabía, descubre que no sabía.

   La mira. Con los ojos cerrados la sigue mirando. Respira su rostro. Respira la niña, con los ojos cerrados respira su respiración, ese aire cálido que ella exhala.
Distingue cada vez menos claramente los límites de su cuerpo, no es como los otros, no está acabado, en la habitación sigue creciendo, aún no ha alcanzado las formas definitivas, se hace a cada instante, no sólo esta ahí donde lo ve, también está en otras partes, se extiende más allá de la vista, hacia el juego, la muerte, es flexible, se lanza todo entero al placer como si fuera mayor en edad, carece de malicia, es de una inteligencia terrible.

    Contemplaba lo que hacía de mí, como mi se servía de mí y yo nunca había pensado que pudiera hacerse de este modo, iba más allá de mis esperanzas y conforme al destino de mi cuerpo. Así me convertía en su niña. Para mí él se había convertido en otra cosa. Empezaba a reconocer la dulzura indecible de su piel, de sus sexo, más allá de el mismo. La sombra de otro hombre debió cruzar también por la habitación, la de un joven asesino, pero yo no lo sabía aún, nada de eso parecía aún ante mis ojos. La de un joven cazador debió de cruzar también por la habitación, pero en lo que se refería a ésta, si, lo sabía, a veces estaba presente en el placer y se lo decía, al amante de Cholen, le hablaba de su cuerpo y también de su sexo, de su inefable dulzura, de su valor en la selva y en los ríos de las desembocaduras de las panteras negras. Todo eso provocaba su deseo y le incitaba a tomarme. Me había convertido en su niña. Era con su niña con quien hace el amor cada tarde. Y, a veces, tenía miedo, de repente se inquietaba por su salud como si descubriera que era mortal y como si se le ocurriera la idea de que podía perderla. Porque es tan delgada, también le entra miedo de repente por eso, brutalmente. Y también por ese dolor de cabeza que a menudo le hace desfallecer, lívida, inmóvil, una venda húmeda en los ojos. Y también por esa desgana que a veces le inspira la vida, cuando no la domina, y piensa en su madre y de repente grita y llora de rabia ante la idea de no poder cambiar las cosas, hacer feliz a su madre antes de que muera, matar a quienes han provocado ese daño. El rostro de la pequeña en el suyo, el hombre toma sus llantos, los aplasta, loco de deseo por sus lágrimas, por su rabia.

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¡Chicos nos estamos acercando al final! En estos momentos estamos congelados.
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