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Por la tarde, a la salida del instituto, la limusina negra, el mismo sombrero insolente e infantil, los mismos zapatos de lamé y ella va, va a hacerse descubrir el cuerpo por el millonario chino, que la lavará en la ducha, detenidamente, como la pequeña hacia cada noche en casa de su madre, con el agua fresca de una tinaja que el hombre reserva para ella, y después la llevará mojada a la cama, pondrá el ventilador y la besara una y otra vez por todas partes y ella pedirá más y más, y después regresará al pensionado, y nadie la castigará, ni le pegará, ni la desfigurará, ni la insultará.

El se mató al final de la noche, en la gran plaza del puesto resplandeciente de luz. Ella bailaba. Después, amaneció. Había siluetado el cuerpo. Después, transcurrido un tiempo, el sol había deformado la forma. Nadie se había atrevido a acercarse. La policía lo hará. Al mediodía, después de la llegada de las chalupas, ya no habrá nada, la plaza estará limpia.

Mi madre dijo a la directora del pensionado: no importa, todo eso carece de importancia, ¿ve? ¿ve que bien le sientan esos vestidos usados, ese sombrero risa y esos zapatos dorados? Cuando habla de sus hijos la madre está ebria de alegría y, entonces, su encanto es aún mayor. Las jóvenes vigilantas del pensionado escuchan apasionadamente a la madre. Todos, dice la madre, todos la rondan, todos los hombres del puesto, casados o no, la rodean, requieren a esa niña, esa cosa, aún indefinida, miren, una niña aún. ¿Deshonrada, dice la gente? Y yo digo: ¿cómo se las arreglaría la inocencia para deshonrarse?
La madre habla, habla. Habla de la prostitución manifiesta y ríe, del escándalo, de esta payasada, de ese sombrero fuera de lugar, de esta elegancia sublime de la niña de la travesía del río, y ríe de esa cosa irresistible aquí, en las colonias francesas, hablo, dice, de esa piel blanca, de esa joven criatura que estaba hasta ahí escondida en los puestos de la selva y que de repente sale a la luz del día y se compromete en la cuidad a la vista y al conocimiento de todos, con el deshecho del millonario chino, diamante en el dedo como una joven banquera, y llora.

Cuando ella vio el diamante dijo con un hilo de voz: me recuerda un solitario que tuve del noviazgo con mi primer marido. Digo: el señor Oscuro. Reímos. Era su nombre, dice, con todo es cierto.
Nos miramos mucho rato y después tuvo una sonrisa muy dulce, ligeramente burlona, impregnada de un conocimiento tan profundo de sus hijos y de lo que les aguardaba más tarde que estuve a punto de hablarle de Cholen.
No lo hice. Jamas lo hice.
Esperó mucho tiempo antes de volver a hablarme, después lo hizo, con mucho amor: ¿sabes que se ha acabado, que nunca podrás casarte aquí, en la colonia? Me encojo de hombros, río. Digo: puedo casarme en todas partes, cuando quiera. Mi madre hace un gesto negativo. No. Dice: aquí todo se sabe, aquí ya no podrás. Me mira y dice cosas inolvidables: ¿le gustas? Respondo: eso es, les gusto a pesar de todo. Entonces, dice: le gustas también porque tú eres tú.
Aún me pregunta: ¿le ves sólo por el dinero? Dudo y luego digo que es sólo por el dinero. Aún me mira largamente, no me cree. Dice: no te me pareces, tuve más dificultades que tú para los estudios y era muy seria, lo he sido durante demasiado tiempo, demasiado tarde, he perdido el sabor de mi placer.
Era un día de vacaciones en Sadec. La madre descansaba en un rocking-chair, los pies encima de una silla, había provocado una corriente de aire entre las puertas del salón y del comedor. Estaba tranquila, nada aviesa. De repente había descubierto a su pequeña, tuvo ganas de hablarle.
No faltaba mucho para el final, para el abandono de las tierras del embalse. No faltaba mucho para la marcha a Francia.
La mirada mientras se dormia.

De vez en cuando mi madre decreta: mañana vamos al fotógrafo. Se queja del precio, sin embargo hace el gasto de las fotos familiares. Las fotos, las contemplamos, no nos contemplamos pero contemplamos las fotografías, cada una por separado, sin comentar una palabra, pero las contemplamos, nos vemos. Se ven los demás miembros de la familia, uno a uno, o juntos. Volvemos a vernos cuando éramos muy pequeños en las viejas fotos y nos contemplamos en las fotos recientes. La separación ha aumentado entre nosotros. Una vez contempladas, las fotos se guardan entre la ropa blanca, en el armario. Mi madre nos hizo fotografiar para poder vernos, ver si crecíamos con normalidad. Nos contempla durante un buen rato, como otras madres, otros hijos. Compara unas fotos con otras, habla del crecimiento de cada uno. Nadie le contesta.
Mi madre sólo hizo fotografiar a sus hijos. Nada más. Nunca. No tengo fotografías de Vinhlong, ninguna del jardín, ni del río, ni de las rectas avenidas bordeadas de los tamarindos de la conquista francesa, ninguna, ni de la casa, ni de nuestras habitaciones de asilo blanqueadas con cal, con las grandes camas de hierro negras y doradas, iluminadas como las clases del colegio con las bombillas rojizas de las avenidas, los tragaluces, las pantallas de chapa verde, ninguna, ninguna imagen de los lugares increíbles, siempre provisionales, más allá de toda fealdad, para huir, en los que mi madre acampaba en espera, decía, de instalarse de verdad, pero en Francia, en esas regiones de las que habló durante toda su vida y que se situaban según su humor, su edad, su tristeza, entre el Paso de Calais y Entre-deux-Mers. Cuando se detenga para siempre, cuando se instale en el Loira, su habitación será la réplica de la de Sadec, terrible. Habrá olvidado.

Nunca hacía fotos a los lugares, a los paisajes, sólo a nosotros, sus hijos, y la mayoría de las veces nos agrupaba para que la foto costará menos. Las pocas fotos de amateur que nos hicieron fueron realizadas por amigos de mi madre, colegas recién llegados a la colonia que tomaban vistas del paisaje ecuatorial, de los cocoteros y de los culís para enviarlas a la familia.

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¡Hola chicos! 🙌, ¿Cómo están?.
En realidad espero que lo estén disfrutando 😊.
Que tengan un lindo día 💕.

Nos leemos luego 💟.
Jacm.
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