Confesión #7

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Confieso que mi relación con mi madre es bastante extraña.

Cuando era pequeña, todo era color de rosa. Me ayudaba con mis deberes, me leía cuentos, me cantaba... Era mi aliada, mi todo.

Sin embargo, cuando mi padre se marchó de casa intempestivamente, todo cambió por completo. Lejos de estrechar lazos, sucedió todo lo contrario. Nuestras mañanas eran pesadas y nuestras noches, interminables.

Mi madre dejó de ser la mujer que solía ser para convertirse en estragos de su peor versión. Se volvió una persona paranoica, insegura, dependiente de ansiolíticos.

Un completo desastre.

Al ser hija única, mi pubertad la tuve que pasar prácticamente en soledad, encerrada en mi casa. La única persona en quien confiaba tanto como solía confiar cuando era una niña era Mariana, mi profesora de historia.

Ella me escuchaba. O al menos, fingía hacerlo.

Mientras me oía divagar, siempre me acomodaba el cabello y me acariciaba la mejilla.

Me sentía como en casa junto a ella.

De hecho, la extraño.

Es una lástima que ahora yo ya no vaya a la escuela. Y es que, aunque gracias a ello puedo pasar más tiempo con mi amor, es inevitable echar de menos a unos cuantos compañeros, pero sobre todo a Mariana, la madre que siempre añoré y nunca tuve.

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