Confesión #2

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Confieso que me gusta madrugar. Ya sea leyendo un libro, sentada sobre mi escritorio tomando una taza de café o escribiendo, en ningún momento del día encuentro más paz que cuando el silencio se torna ensordecedor.

A veces incluso salgo a mi balcón para respirar ese aire nocturno que tanto necesito para saciar mis ansias de vitalidad e inspiración. Me quedo ahí, dejando que la brisa golpee mi rostro, mientras me lo imagino acercándose a mí, abrazándome por la espalda y besándome en la mejilla.

A él no le gusta la madrugada... y no me quiere decir por qué. Simplemente, una vez pasada la medianoche se va, se esfuma como cualquier pensamiento fugaz.

Las estrellas también entran en la ecuación. ¿Quién no las ama? ¿Quién no ha ansiado alguna vez tocarlas? ¿Quién no las ha puesto en algún momento en el altar de las limitaciones?

La luna es un tema aparte. Ella es mi ejemplo a seguir. Con esa luz que irradia y esa presencia imponente, es todo lo que yo quisiera ser y nunca seré. La luna es única, tenaz e ingobernable. Y yo solo soy una chica de diecisiete años con más inseguridades que certezas, una chica que solo lo tiene a él... a él y a nadie más que a él.

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