Confesión #11

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Confieso que me hace gracia la hipocresía que impera en nuestra sociedad.

Vivimos en un mundo extraño.

Un mundo en el que no está mal pensar ciertas cosas, pero en el que llevarlas a cabo suena a disparate.

Un mundo en el que, sin lugar a dudas, la hipocresía es deporte olímpico.

Y es que vamos a la iglesia para golpearnos el pecho y, pasados unos minutos, engañamos, tratamos con desprecio y criticamos a nuestro prójimo.

Decimos que Dios es todopoderoso y omnisciente, pero le tomamos por imbécil a diario con actitudes y comportamientos impropios de un cristiano.

Criticamos al sistema y a sus temibles garras, pero hablamos mal de aquellos que se atreven a ser diferentes, a romper esquemas, a ser felices.

Nos posicionamos contra el bullying, pero comentamos con saña si tal chica está gorda o si esa prenda le queda bien.

Decimos que el amor es la más bella expresión que el ser humano puede ofrecer y no podemos evitar esbozar sonrisas burlonas cada que vemos a dos hombres tomados de la mano.

Nos oponemos al aborto pero cuando ese niño nace, somos indiferentes con él. Nos importa un bledo su vida. Y al final resulta que solo teníamos ganas de joder. Que solo nos importaba cuando estaba en el vientre de su madre.

Maldecimos con todas nuestras fuerzas el machismo, pero cada que se da una violación, preguntamos con morbo cómo estaba vestida la chica y hasta la culpamos por beber tanto alcohol.

Yo también fui hipócrita.

Yo también criticaba y luego vivía.

Hasta que llegó él.

Y lo cambió todo.

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