Investigaciones

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Las cosas no estaban yendo para nada como ninguno de ellos dos podía haber supuesto el día anterior.

Celia, sentada en el asiento del avión, con el maletín cerrado sobre las piernas pero sin correr la cremallera, mantenía unidos los párpados mientras trataba de hallar una explicación a lo descubierto. No conseguía dar con una respuesta que la convenciera, y se frustraba por momentos.

Jer, tras debatirse un rato, decidió encender el ordenador y ver si podía dar con la identidad del propietario, para comunicarse con él y ver si, con suerte, se había llevado el suyo. Cuando el aparato dio muestras de encendido, apareció ante él la pantalla de selección de usuario, mostrando únicamente una pequeña imagen de perfil y, al lado, tres letras: Cel.

Hizo clic sobre la imagen y el ordenador cargó hasta mostrar el escritorio, sin solicitar contraseña alguna. De fondo de pantalla, una serie de amplias sonrisas captó su atención. Observó, entre icono e icono, los rostros de las personas que salían en la fotografía y pudo apreciar uno en concreto que se le antojó familiar. Era ella.

La mujer, por su parte, necesitaba saber qué había sido de su computadora. Varios impulsos de encenderla pasaron por su mente, sus manos se movieron hasta estar con un dedo sobre el botón de encendido, pero sabía que no debía. No era ético; no era suyo, no debía curiosear cosas ajenas y lo sabía bien. Pero ¿qué otras opciones tenía?

Bajó fuertemente la tapa del objeto, quizá con demasiada brusquedad, y puso todo su empeño en concentrarse en las posibilidades que, estaba segura, estaban pasando desapercibidas para ella en esos momentos.

Jer pululó por el sistema, sin querer profundizar demasiado. Tenía el convencimiento de que era, sin duda, de aquella mujer, porque bien se había encontrado con ella y ninguna otra de las personas de aquel fondo de pantalla le sonaban de nada. Encontró imágenes, carpetas llenas de ellas, las cuales casi evadió pues no le parecía bien mirar. Buscó algún currículo con la esperanza de hallar una dirección o un teléfono al que pudiera llamar para contactarla, pero no conseguía nada.

Sí encontró una serie de carpetas protegidas, con nombres compuestos simplemente por unas siglas y un número que las acompañaba. No supo qué contenían, pero tampoco le dio mayor importancia. Seguiría buscando, aunque parecía no haber datos de acceso posible que pudieran darle lo que necesitaba.

Celia, en el avión aún, pensó en cómo iba a proceder cuando tocase suelo firme. Tenía que ir a su nuevo trabajo a asumir su nuevo cargo y odiaba tener que llegar tarde. Pensar en ello la puso más de mal humor todavía, si es que eso era posible. Quiso dejar la mente en blanco y, de pronto, se le ocurrió la solución: terminaría de leer el libro que había empezado en el anterior vuelo y, si acababa y sobraba tiempo, quizá echase una cabezadita.

Al cerrar el ejemplar que tenía entre manos, pensó que, entre página y página, el tiempo se le pasó volando. Sonrió ante lo redundante de pensar eso mientras volaba y guardó el tomo en su bolso, con cuidado de no estropearlo. En una hora y poco estaba previsto el aterrizaje, así que se dispuso a descansar ese poco rato. Cerró los ojos y se dejó mecer por el leve movimiento del asiento mientras sus divagaciones se iban lejos y se relajaba gradualmente.

Jer, en esos momentos, estaba en plena incursión turística, metido en un grupo con guía que recorría el casco antiguo de Zúrich. Iba anotando en un cuadernillo todo aquello que le parecía interesante así como edificios, el trato recibido, accesos a minusválidos, curiosidades y demás. Se le pasó rápido el tiempo, aunque tenía la cabeza centrada mayormente en su desaparecido portátil.

Celia despertó cuando avisaron del inminente aterrizaje y se esforzó en espabilarse correctamente. Aquel ratito de descanso le había estado haciendo falta, pues tanto viaje la tenía cansada. Poco después, se encontraba saliendo del transporte aéreo, dirigiéndose a las cintas a recoger su equipaje mientras seguía a sus compañeros de vuelo. Cuando tuvo todas sus pertenencias con ella, caminó en dirección a la salida del aeropuerto dispuesta a conseguir un taxi que la llevase al hotel, dejar sus cosas, y dirigirse a la empresa.

Pero, inesperadamente, Celia se quedó petrificada con la vista fija en un reloj digital que, ante ella y aún dentro del edificio, indicaba la hora en color rojo y con grandes caracteres: 08:43.

Al verlo, además de asemejarse a una inerte roca, se cuestionó si no se suponía que llegaba a mediodía. Entonces, miró su reloj de muñeca, en el que no había reparado ni una sola vez desde antes de coger el avión en España. Éste indicaba que, efectivamente, eran cerca de las tres de la tarde. Y, con eso, se percató de algo que no podía creer que hubiese pasado por alto hasta ese instante: ¡no había contemplado la diferencia horaria!

No llegaba a primera hora, pero por poco. Podría ir a la empresa antes de lo previsto y quedaría menos mal ante los empleados que, ciertamente, no la esperaban hasta media tarde, tal y como ella avisó por teléfono. Entonces, como prendida por una inesperada chispa, una idea se abrió camino en su cabeza.

¿No decía Ruth que aquello era ciudad sin ley? Sería bueno ver cómo funcionaban allí las cosas antes y poder proceder en base a ello. Sonrió y continuó arrastrando su valija al tiempo que cargaba con el maletín del portátil ajeno y su bolso. Todo iba a salir bien, estaba segura de ello. El plan tomaba forma en su cabecita alocada, mientras lograba detener un taxi y facilitarle las señas del hotel al que debía llevarla, a cinco minutos del edificio en que habían decidido establecer la delegación canadiense de la que, desde ese momento, iba a ser la presidenta.

<<Nuevo cargo, nueva vida; nueva Celia>>, se dijo mientras trataba de reprimir la carcajada que se abría paso por su garganta. El juego acababa de comenzar.

Amor 2.0Donde viven las historias. Descúbrelo ahora