Corazón roto.

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La neblina de esa madrugada era espesa. El aroma a tierra húmeda y a flores llegaba hasta donde estaba Ahren, en el alféizar de la ventana abierta, sin poder dormir aunque se sentía cansado después de semejante celebración.

A metros de él estaba su lobo, dormido en el lecho que compartieron hasta hace minutos, con la cabeza morena enterrada en la almohada de plumas y una de sus piernas sobresaliendo de las sábanas.

Su sola imagen lo hizo sonreír, pues esta vigilia en la que se encontraba era en parte ocasionada por él. El otro causante era Caleb, y el responsable era su corazón dividido, traicionero e indeciso, valiente y a la vez tan cobarde, temeroso y confundido. Un corazón que anhelaba a Caleb como a la sangre que lo mantenía vivo, pero que se había entregado a Haro movido por un compromiso.

Un sonido apenas perceptible alejó a Ahren de sus cavilaciones románticas, quien agudizó sus sentidos para hallar al autor. No se tardó mucho en hallarlo. A escasos centímetros de donde él se encontraba, una silueta femenina comenzaba a emerger de entre la niebla; de grandes ojos castaños, cabello oscuro, tupido y grueso, piel aceitunada solo cubierta por una túnica translúcida, y pezuñas en vez de pies, y cola, como la de un vacuno, que se movía al compás de el contoneo sensual de sus caderas. Era una Huldra.

El corazón de Ahren se agitó ante esa visión. Quiso moverse pero no pudo, algo lo retenía en ese lugar y en aquella postura; fue sencillo comprender la razón, era el poder sobrenatural de la huldra. Lo quería inmóvil, incapacitado de huir, mientras ella se acercaba paso a paso, sin despegar de él sus ojos.

—No temas, hijo de rey—le dijo cuando al final la tuvo en frente, apoyada sobre unas rocas, del otro lado de la ventana.

—Sabes quien soy, ¿qué quieres de mi?...devorarme solo te acarreara la muerte.

Ella se encogió de hombros y le sonrió. Acercó una mano a su cabello y lo acarició.

—Eres tan hermoso como todos cuentan...serías un bocado sabroso pero, no he venido para probar tu carne elfíca. Estoy aquí por él.

Al decir esto la mujer señaló a Haro.

—No permitiré que le hagas daño—le advirtió Ahren, aunque no tenia idea de como evitarlo. Las huldras eran criaturas sumamente fuertes, tenían su magia y eran inteligentes e intuitivas.

Ella se rio y volvió a mirarlo a él.

—No quiero comerme al lobo rojo, príncipe Ahren. Es mi amigo, uno de los pocos que tengo, pues como sabrás mi raza no es apreciada en las cinco regiones, ni siquiera en la maldita.

Por supuesto que no lo eran. Ellas encantaban con sus hechizos sexuales a los hombres y luego de yacer con ellos, se comían su carne aun estando con vida. No hacian distinción entre jovencitos o ancianos, su hambre voraz nunca se satisfacía.

—Ustedes han diezmado pueblos enteros. Haciéndose festines con los pobres incautos que caían en sus garras. Su apetito no conoce de misericordias ni piedades, si no son apreciadas, como dices, si se les dio caza, es porque son un atentado a la vida.

La huldra frunció el ceño antes de comenzar a reír.

Ahren la observó con recelo e incomprensión.

—Hablas como tu padre—le dijo cuando la risa se le agotó—Ishtar, el soberano sobre soberanos, quien enarboló, para excusar el genocidio de las mías, la bandera de la vida, cuando en el fondo se caían de maduras sus verdaderas motivaciones. Los elfos blancos, eruditos y bellos, sabios e instruidos, sentían repugnancia por la raza que nació de su misma tierra, paridas por su misma diosa. Nos arrancaron de nuestras hogares en el bosque, rodeados de manantiales, de cascadas, de praderas interminables que destellaban en cientos de verdes debajo del sol de la mañana, para obligarnos a vivir como animales en cuevas malolientes, en oscuridad perpetua, en hedor, dolor y lágrimas, ¿qué sabrás tú príncipe, de dolor?¿qué sabrás de perdida?...de las mías solo quedé yo, soy la última.

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