Prólogo.

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Felipe el Hermoso había dejado a Francia en situación de primera nación del mundo occidental. Sin recurrir a guerras de conquista, sino a negociaciones, bodas y tratados, había acrecentado largamente el territorio, al mismo tiempo que se dedicaba constantemente a centralizar y reforzar al Estado. Sin embargo, las instituciones administrativas, financieras, militares y políticas, de las que quiso dotar al reino y que frecuentemente aparecieron como revolucionarias en aquella época, no estaban suficientemente afianzadas en las costumbres ni en la historia para poder perpetuarse sin la intervención personal de un monarca fuerte.
Seis meses después de la muerte del rey de hierro, la mayor parte de sus reformas parecían abocadas ya a la desaparición; y sus esfuerzos, al olvido.
Su hijo mayor y sucesor, Luis X el Turbulento, enredador, mediocre, incompetente, y desde el primer día de su reinado inferior a su tarea, se había descargado fácilmente de los cuidados del poder sobre su tío Carlos de Valois, buen militar pero detestable gobernante, cuyas turbulentas ambiciones dirigidas largo tiempo a la yana búsqueda de un trono, encontraron por fin en qué emplearse.
Los ministros burgueses, sólidos coautores del reino anterior, habían sido encarcelados, y el cuerpo del más notable de ellos, Enguerrando de Marigny, antiguo rector general del reino, se pudría en la horca del cadalso de Montfaucon.
Triunfaba la reacción: las ligas de barones sembraban el desorden en las provincias y tenían en jaque a la autoridad real. Los grandes señores, con Carlos de Valois al frente, fabricaban moneda que hacían circular en provecho personal. La administración, sin cortapisa alguna, pillaba por su cuenta y el Tesoro estaba exhausto.
Una cosecha desastrosa, seguida de un invierno excepcionalmente riguroso, había originado el hambre. La mortalidad aumentaba.
Mientras tanto, una sola preocupación agitaba la mente de Luis X: reparar su honor conyugal y borrar, si era posible, el escándalo de la Torre de Nesle.
Falto de un papa que el cónclave no conseguía elegir, el cual hubiera podido dictar la anulación, el rey de Francia, para poder volverse a casar, había hecho estrangular a su mujer, Margarita de Borgoña, en la prisión de Château-Gaillard.
Así se hallaba libre para unirse en matrimonio con la hermosa princesa de Anjou-Sicilia que Carlos de Valois le había escogido y con quien se disponía a compartir las venturas de un largo reinado.

Los reyes malditos III - Los venenos de la coronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora