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Vincennes estaba en duelo.

Cuando maese Tolomei, montado en su mula gris y seguido por un criado, entró en el primer patio de la mansión de Vincennes, quedó sorprendido al ver gran movimiento de gentes de todas clases: hombres de armas, servidores, escuderos, señores, legistas y burgueses; pero sus movimientos se efectuaban en el más completo silencio, como si hombres, animales y cosas hubieran cesado de emitir el menor ruido.
Habían esparcido por el suelo espesos haces de paja para apagar el ruido de los pasos y del rodar de los carros. Todo el mundo hablaba en voz baja.
-El rey se muere... -dijo a Tolomei un señor conocido suyo.
En el interior del castillo parecía no regir ninguna prohibición, y los arqueros de guardia dejaban entrar a todo el que llegaba. Asesinos y ladrones hubieran podido infiltrarse gracias a aquel desorden, sin que a nadie se le hubiera ocurrido detenerlos. Se oyó murmurar:
-El boticario, dejad pasar al boticario.
Pasaron dos oficiales de la casa real llevando una pesada jofaina cubierta por un paño, que iban a presentar a dos médicos.
Estos, a quienes se reconocía por su vestimenta, mantenían un conciliábulo en la antecámara. Los médicos llevaban muceta oscura encima de su vestido de paño grueso, y sobre la cabeza un pequeño solideo semejante al de los monjes. Los cirujanos lucían un vestido de tela de mangas largas y estrechas, y de su redondo bonete caía un chal blanco que les tapaba las mejillas, la nuca y los hombros.
Tolomei se informó. El rey estaba muy bien el día anterior, pues hasta había jugado a pelota por la tarde. Luego entró en las habitaciones de la reina y poco después lo vieron encogerse y ponerse a vomitar. Por la noche él mismo había solicitado los sacramentos.
Los médicos no estaban de acuerdo sobre la naturaleza del mal; unos, basándose en los ahogos y desvanecimientos que sufría, aseguraban que el agua fría bebida tras el esfuerzo físico había provocado el acceso; otros afirmaban que el agua no podía haberle quemado las entrañas hasta el punto de «hacerle manar sangre por abajo¿.
Desorientados por el misterioso origen del mal, y también neutralizándose mutuamente, como ocurre cuando se llama a numerosos médicos a la cabecera de un paciente ilustre, sólo aconsejaban remedios benignos que no comprometían su responsabilidad.
Los señores que estaban en el patio aludían, con palabras encubiertas, al asunto del hechizo, aparentando saber más de lo que decían. Además, ya consideraban otros problemas. ¿Quién iba a ser regente? Algunos lamentaban que monseñor de Poitiers estuviera ausente; Otros, en cambio, lo celebraban. ¿Había expresado el rey su voluntad formal a este respecto? Se ignoraba. Pero había llamado a su canciller para dictar un codicilo a su testamento.
Avanzando a través de aquella agitación silenciosa, Tolomei pudo llegar hasta la habitación en que agonizaba el soberano, entre sus chambelanes, servidores, miembros de su familia y de su Consejo. Levantándose sobre la punta de los pies, el jefe de las bancas lombardas pudo distinguir por
encima de un muro de hombros el busto de Luis X apoyado en cojines, cuyo rostro hundido mostraba la proximidad del fin. Con una mano en el pecho y la otra en el vientre, las mandíbulas apretadas, gemía. Alguien susurró:
-La reina, la reina; el rey llama a la reina...
Clemencia estaba sentada en la habitación contigua, rodeada de sus damas de compañía, del gordo Bouville y de Eudelina, la primera lencera, cuya mano tenía la reina. Esta no había dormido en toda la noche. La desesperanza y el insomnio le oprimían las sienes; mientras monseñor de Valois, agitándose delante de ella, le decía:
-Mi querida, mi buena sobrina, debéis estar preparada para lo peor.
«Estoy preparada -pensaba Clemencia-, y no necesito que él me lo diga. Diez meses de felicidad. ¿Sólo a esto tenía derecho? Quizá no he agradecido a Dios lo suficiente el habérmelos concedido. Lo peor no es la muerte puesto que nos encontraremos en el cielo. Lo peor es para este hijo que nacerá dentro de cinco meses, a quien Luis no verá, y que sólo conocerá a su padre cuando también él llegue al más allá. ¿Por qué permite Dios esto?»
-Descansaos sobre mi de todos los trabajos y dificultades y pensad solamente que lleváis en vuestro cuerpo la esperanza del reino. Vuestro estado no os permite asumir la tarea de regente; además, los franceses verían con malos ojos ser gobernados por una mujer extranjera. ¿Y Blanca de Castilla?, me diréis... Cierto, cierto, pero ella era reina desde hacía muchos años. Nuestros barones no han tenido aún bastante tiempo para conoceros. Debo descargaros de las tareas del trono, lo que en el fondo no cambiará casi nada...
El chambelán que venía a comunicar a la reina que el moribundo la requería, entró en este instante, pero Valois lo detuvo con un gesto y prosiguió:
-No constituye vanidad proponerme a mí mismo, pues soy el único que puede ejercer útilmente la regencia y, os lo aseguro, sabré inspirar a los franceses el amor que deben a la madre de su futuro rey.
-Tío mío -exclamó Clemencia-, Luis respira todavía. Rogad más bien para que lo salve un milagro y, diferid al menos vuestros proyectos hasta después de su muerte. Y en lugar de retenerme aquí, dejadme ir a mi puesto, que es junto a su cabecera.
-Desde luego, sobrina mía, desde luego, pero es que hay cosas que han de tenerse en cuenta cuando se es reina. No nos podemos abandonar al dolor, como el resto de los mortales. Luis, en su codicilo, acaba de haceros grandes donaciones, ha distribuido generosamente diversas pensiones, una de ellas a Luis de Marigny, que van a cargar un poco más el Tesoro; pero no ha dispuesto nada referente a la regencia...
-Eudelina, no me abandones -murmuró la reina, levantándose. Y al dirigirse hacia la habitación del rey, dijo a Bouville:
-¡Hugo, amigo mío! ¡No lo puedo creer, decidme que no llegará tal desgracia! Era demasiado para el buen Bouville, que se puso a sollozar.
-¡Cuando pienso, cuando pienso que él me envió a buscaros a Nápoles!
Más extraña era la actitud de Eudelina. La lencera no dejaba ni un momento a la reina, quien se dirigía a ella para todo. Nada sentía ante la agonía de aquel hombre de quien había sido la primera amante, al que había amado con docilidad y odiado luego con perseverancia. No pensaba ni en él ni en ella misma. Parecía que sus recuerdos hubieran muerto antes que aquel que los había originado. Toda su emoción se había volcado sobre la reina, su amiga. Y si Eudelina sufría en este momento, era sólo por ver sufrir a Clemencia.
La reina cruzó la habitación, apoyándose en Eudelina y en Bouville.
Al advertir a este último, Tolomei, que seguía en el umbral de la puerta, se acordó de repente de lo que había venido a hacer.
«La verdad es que no es momento para hablarle a Bouville, -pensó-, y a esta hora los dos Cressay estarán sin duda en mi casa. ¡Ah, cuán inoportuna llega esta muerte!»
En aquel instante, lo empujó una masa poderosa: la condesa Mahaut, arremangada, se abría paso. Tan grande era su autoridad que, a pesar de saberla en desgracia, nadie se extrañó, ni se opuso a que se aproximara por su calidad de parienta próxima y par del reino.
Se había compuesto el semblante procurando reflejar el mayor estupor y la más grande aflicción. En el umbral murmuró, aunque con claridad para que al menos la pudieran oír diez
personas:
-¡Dos en tan poco tiempo! Verdaderamente es demasiando. ¡Pobre reino!
Se acercó con su gran paso de soldado al grupo en que estaban Carlos de la Marche, Roberto de Artois y Felipe de Valois.
Mahaut tendió sus manos a Roberto, haciéndole señal con los ojos de que estaba demasiado emocionada para hablar, y de que, en un día así, había que olvidar toda disensión. Luego, se dejó caer de rodillas junto al lecho real, y con voz entrecortada dijo:
-Sire, os suplico que me perdonéis todas las penas que os he causado.
Luis la miró; sus grandes ojos glaucos estaban rodeados por las profundas ojeras de la muerte. En este preciso momento le iban a cambiar el bacín a la vista de todos; en esta incómoda postura, intentando dominarse, tenía por primera vez un poco de verdadera majestad, y algo, en fin, de la realeza que le había faltado durante toda su vida.
-Os perdono, prima mía, si os sometéis al poder del rey -respondió cuando le hubieron deslizado sobre su asiento su nuevo bacín.
-¡Sire, os lo juro! -respondió Mahaut.
Y más de uno de los asistentes se emocionó sinceramente al ver a la terrible condesa doblar la cerviz. Roberto de Artois medio cerró los ojos y dejó caer a la oreja de sus primos:
-No lo haría mejor si lo hubiera matado.
El Turbulento sufrió un nuevo cólico y se llevó las manos al vientre. Sus labios descubrieron sus dientes apretados; el sudor le corría por las sienes y le empapaba los cabellos a lo largo de las mejillas. Después de unos instantes, dijo:
-¡Entonces, esto es sufrir! Entonces esto es lo que..

Los reyes malditos III - Los venenos de la coronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora