El tenedor y el reclinatorio.
Con la barbilla levantada, la sonrisa a flor de labios, y vestido con un manto forrado de piel sobre su camisa de noche, Luis X entró en la habitación.
Durante la cena había encontrado a la reina extrañamente taciturna, distante, casi ausente; había seguido la conversación tardíamente y apenas había respondido a las palabras que se le dirigían; pero Luis no se había inquietado. «Las mujeres están sujetas a cambios de humor -se decía-, y el regalo que le traigo le devolverá la alegría.» Porque el Turbulento era de esos maridos sin imaginación que tienen una pobre idea de las mujeres y creen que todo se arregla con un regalo. Entró haciéndose el gracioso y llevando un pequeño estuche de forma alargada.
Apenas se sorprendió al encontrar a Clemencia arrodillada en el reclinatorio. La reina, por lo general, terminaba sus oraciones de la noche antes de que él entrara. Hizo un signo con la mano que significaba: «No os preocupéis por mí, acabad en paz»... y se situó en el otro extremo de la habitación, dando vueltas al estuche entre las manos.
Pasaban los minutos; el rey tomó una almendra garrapiñada de una copa colocada cerca del lecho, y se puso a masticar. Clemencia seguía arrodillada. Luis se le acercó, y se dio cuenta de que ella no rezaba. Lo estaba mirando.
-Ved, amiga mía -dijo-, ved la sorpresa que os traigo. ¡Oh!, no es una joya, es más bien una rareza, un capricho de orfebrería. Mirad...
Abrió el estuche y sacó un largo objeto brillante de dos puntas. Clemencia, en su reclinatorio, hizo un movimiento de retroceso.
-¡Eh!, amiga mía -exclamó Luis riendo-, no tengáis miedo, esto no se ha hecho para herir; es un pequeño tenedor para comer las peras. Mirad qué bien trabajado está.
Colocó sobre el reclinatorio un tenedor de dos púas de acero muy agudas, sujetas a un mango de marfil y oro cincelado.
La reina no parecía mostrar gran interés por el regalo, ni siquiera apreciar su novedad. Luis se sintió decepcionado.
-Lo he hecho fabricar -continuó- por mediación de maese Tolomei, quien lo encargó especialmente a un orfebre de Florencia. Parece ser que sólo existen cinco tenedores como éste en el mundo, y he querido que tuvierais uno para que no os ensuciéis vuestros hermosos dedos cuando comáis fruta. Es un objeto propio para damas; los hombres nunca se atreverían ni sabrían utilizarlo, a no ser ese afeminado de Eduardo, mi cuñado de Inglaterra, quien, según me han dicho, se sirve de él en la mesa sin temor a las burlas Por estas palabras, pensaba él haber dicho una gracia y esperaba una sonrisa. Pero Clemencia no se había movido del reclinatorio y no dejaba de mirar a su marido fijamente. Nunca había estado más hermosa; sus largos cabellos dorados le caían hasta la cintura. Luis agregó:
-Ah, maese Tolomei me ha informado de que su sobrino, a quien envié con Bouville a Nápoles para recogeros, está curado; pronto emprenderá el camino hacia París, y en cada carta habla a su tío de las delicadezas que tuvisteis con él.
No obtuvo respuesta.
«¿Pero, qué tiene? -se preguntaba-; al menos podría darme las gracias.» Con cualquiera otra persona que no fuera Clemencia ya se habría encolerizado, pero con Clemencia no se resignaba a ver acabado tan pronto su bienestar por una escena matrimonial. Se dominó, e hizo una nueva tentativa.
-Esta vez creo que el asunto de Artois se va arreglar -dijo-. Las cosas se presentan bien. La entrevista de Compiégne, a la que tan dulcemente me acompañasteis, ha dado los resultados que esperaba y muy pronto voy a pronunciar mi arbitraje. Todo se apacigua desde que estáis conmigo.
-Luis -dijo de repente Clemencia-, ¿de qué murió vuestra primera esposa?
Luis se inclinó hacia delante, como si hubiera recibido un golpe en mitad del cuerpo, y la contempló un instante, estupefacto.
-Margarita murió... murió -respondió agitando las manos- ...murió de una fiebre en el pecho que la ahogó, según me dijeron.
-Luis, ¿podéis jurarlo ante Dios?...
-¿Qué queréis que jure? -dijo el Turbulento alzando la voz-. No tengo nada que jurar. ¿A dónde queréis ir a parar? ¿Qué queréis saber? Os he dicho lo que os he dicho, y os ruego que os contentéis con ello; no tenéis por qué saber mas.
Se puso a recorrer la habitación. A la altura del escote de su camisa de noche, la base del cuello había enrojecido; sus grandes ojos glaucos habían adquirido un inquietante centelleo.
-¡No quiero que me hablen de ella! -gritó-. ¡Jamás! Y vos menos que nadie. Os prohíbo, Clemencia, pronunciar ante mí el nombre de Margarita...
Se interrumpió por un acceso de tos.
-¿Podéis jurarme ante Dios -repitió Clemencia con determinación- que vuestra voluntad no tuvo nada que ver con su muerte?
La cólera oscurecía en seguida el juicio de Luis. En lugar de negar simplemente y fingir reír, como ante una suposición absurda y ofensiva, replicó:
-¡Y aunque hubiera sido así! Vos seríais la última en tener derecho a reprochármelo. Es a vuestra abuela a quien deberíais echárselo en cara.
-¿A mi abuela? -murmuró Clemencia-. ¿Qué tiene que ver mi abuela con esto?
El Turbulento comprendió en seguida que acababa de decir una tontería, lo cual no hizo más que aumentar su furor; pero era demasiado tarde para volverse atrás.
-¡Sí, la culpa fue de madame de Hungría! -repitió-. Exigió que vuestra boda se celebrara antes del verano. Entonces deseé... entendedlo bien, solamente deseé... que Margarita muriera antes de ese tiempo. ¡Lo deseé en voz alta y me entendieron, nada más! Si no hubiera expresado ese deseo, vos no seríais ahora reina de Francia. No os hagáis, pues, la inocente y no vengáis a censurarme por lo que os ha ido tan bien y os ha situado más alta que toda vuestra parentela.
-Jamás hubiera aceptado -exclamó Clemencia-, si hubiera sabido que era a tal precio. ¡Por este crimen, Luis, es por lo que Dios no nos da un hijo!... Luis dio media vuelta y se quedó inmóvil, estupefacto.
-Sí, debido a este crimen y a todos los otros que habéis cometido -continuó la reina, levantándose del reclinatorio-. ¡Hicisteis asesinar a vuestra esposa! Hicisteis detener con falsas pruebas a messire de Marigny. Vos mantenéis en prisión a los legistas de vuestro padre. Hicisteis atormentar a vuestros propios servidores. Atentasteis contra la vida y la libertad de las criaturas de Dios. Por esto, ahora Dios os castiga impidiéndoos engendrar nuevas criaturas.
Luis, lleno de estupor, la veía avanzar hacia él. Había, pues, una tercera persona que no se inmutaba ante sus arrebatos, en quien no hacía mella su furor y se le imponía. Su padre, Felipe el Hermoso, lo había dominado por la autoridad; su hermano, el conde de Poitiers, lo dominaba por la inteligencia; y ahora su segunda esposa lo dominaba por la fe. Nunca hubiera podido imaginarse que su justiciero se le presentaría en la cámara nupcial y bajo la apariencia de aquella mujer tan hermosa, cuyos cabellos se extendían como un cometa.
El rostro de Luis se contrajo; parecía un niño a punto de llorar.
-¿Y qué queréis que haga ahora? -preguntó con voz aguda-. No puedo resucitar a los muertos. ¡No sabéis lo que es ser rey! Absolutamente nada se hace por voluntad mía, y vos me culpáis de todo. ¿Qué queréis conseguir? ¿Para qué sirve reprocharme por lo que no se puede reparar? Separaos pues de mí, regresad a Nápoles, si no podéis tolerar mi presencia. Y esperad a que haya papa para pedirle que anule nuestra unión... ¡Ah, ese papa! Ese papa que nunca consiguen elegir -agregó apretando los puños-. ¡No sabéis lo mucho que me ha preocupado esa elección! Nada de esto hubiera ocurrido si hubiera habido papa.
Clemencia le puso las manos en los hombros. Era un poco más alta que el rey.
-No puedo pensar en separarme de vos -dijo-. Soy vuestra esposa para compartir vuestra vida, tanto vuestras miserias como vuestras alegrías. Lo que quiero es salvar vuestra alma y moveros al arrepentimiento, sin el cual no hay perdón.
Luis la miró a los ojos, y no vio en ellos más que bondad y compasión. Respiró más tranquilo y la atrajo hacia si.
-Amiga mía, amiga mía -murmuró-, sois mejor que yo, sí, mucho mejor, y no sabría vivir sin vos. Os prometo enmendarme y lamentar el mal que he podido causar.
Mientras hablaba, hundió la cabeza en el hombro de la reina y le besaba el nacimiento del cuello. -¡Ah, amiga mía! -continuó-, ¡qué buena sois! ¡Qué hermoso es amaros! Os prometo ser
como vos queréis. ¡Si, tengo remordimientos que me causan a menudo grandes terrores! Sólo olvido cuando estoy en vuestros brazos. Venid, amiga mía, venid a que nos amemos.
Intentaba llevarla hacia la cama, pero ella permanecía inmóvil; la sentía crisparse, resistirse.
-No, Luis, no -dijo muy bajo-. Tenemos que hacer penitencia.
-Ya haremos penitencia, amiga mía; ayunaremos tres veces por semana, si queréis. ¡Venid, que estoy deseoso de vos!
La reina se desprendió de él y, al quererla retener a la fuerza, cedió una costura de su vestido. El ruido del desgarrón asustó a la reina, quien cubriéndose con la mano el hombro desnudo, corrió a refugiarse detrás del reclinatorio.
Este movimiento de temor originó en el Turbulento un nuevo acceso de cólera.
-Decidme, de una vez, qué tenéis y qué hay que hacer para complaceros -exclamó.
-No quiero perteneceros antes de ir en peregrinación. Iremos a pie; luego sabremos si Dios nos perdona, concediéndonos un hijo.
-¡El mejor peregrinaje para lograr un hijo se hace aquí! -dijo Luis señalando el lecho.
-¡Ah!, no os burléis de las cosas de la religión -respondió Clemencia-; no es así como podéis convencerme.
-Es muy extraña vuestra religión, que os ordena rechazar a vuestro esposo. ¿No os han instruido sobre un deber al que no podéis negaros?
- ¡ Luis, no me comprendéis!
-¡Sí, os comprendo! -gritó-. Comprendo que me rehuís. Comprendo que no os plazco, que hacéis conmigo como Margarita...
Y avanzó con los ojos fijos, le pareció a Clemencia, en el tenedor de las aceradas puntas, que estaba allí todavía sobre el reclinatorio. Ella adelantó una mano para coger el objeto antes de que lo hiciera el rey. Por fortuna, él ni siquiera reparó en ese gesto; no tenía atención más que para el gran pánico y desesperación que lo dominaba.
Luis sólo se sentía seguro de sus facultades viriles junto a un cuerpo dócil. Pensar que era rechazado lo dejaba indefenso; el drama de su primer matrimonio no tenía otro origen. ¿Y si aquella inhibición volvía a presentarse? No hay mayor dolor que verse incapacitado de poseer lo que más se desea. ¿Cómo podía explicar a Clemencia que, para él, el castigo había precedido al crimen? Le aterraba pensar que pudiera ponerse en marcha nuevamente el horrible engranaje de negativas, impotencia y odio. Dijo como para sí:
-¿Será verdad que estoy maldecido y condenado a no ser amado por quien amo?
Con los ojos cerrados, temblorosa todavía, Clemencia pensaba por su parte: «¡Y yo he creído que me quería matar! »
Entonces, cediendo a una vaga vergüenza tanto como a la compasión, se apartó del reclinatorio y dijo:
-Está bien, haré lo que os plazca. Y fue a apagar las candelas.
-Dejad encendidos los cirios -dijo el Turbulento.
-¿De verdad, Luis, queréis...?
-Dejad caer vuestro vestido.
Decidida ahora a toda sumisión, se desnudó por completo, con la sensación de que obedecía al diablo. Si Luis estaba condenado, ella participaría en la condenación. El llevó hacia el lecho aquel hermoso cuerpo de modeladas formas, sobre el cual tenía de nuevo pleno poder. Para dar las gracias a Clemencia murmuró:
-Os prometo, amiga mía, os prometo poner en libertad a Raúl Presles y a todos los legistas de mi padre. ¡En el fondo siempre queréis las mismas cosas que mi hermano Felipe!
Clemencia pensó que su complacencia sería ocasión de algún bien y que, a falta de penitencia, serían puestos en libertad algunos prisioneros.
Pero aquella noche un gran grito se estrelló contra el techo de la cámara nupcial. Después de cinco meses de casada, la reina Clemencia acababa de descubrir que no era reina sólo para ser desdichada y que las puertas del matrimonio podían abrirse a deslumbramientos desconocidos.
Permaneció largos minutos extenuada, jadeante, maravillada, ausente de sí misma como si el mar de su ribera natal la hubiera depositado en una playa dorada. Y fue ella quien buscó el hombro del rey para adormecerse, mientras Luis, loco de agradecimiento por este placer que acababa de dispensar, y sintiéndose más rey que el día de su coronación, conocía la primera noche de insomnio sin sentir la obsesión de la muerte.
Pero esta felicidad, ¡ay!, fue fugaz. Desde el día siguiente, sin el auxilio de un confesor, Clemencia asoció indisolublemente el placer al pecado. Sin duda era de naturaleza más nerviosa de lo que parecía, porque a partir de entonces, la proximidad de su esposo le causaba intolerables dolores que la incapacitaban para aceptar el homenaje real, no por negativa de su voluntad, sino por intolerancia de su cuerpo. Sinceramente se entristecía, se excusaba por ello y hacía vanos esfuerzos para saciar los insistentes ardores de Luis.
-Os aseguro, mi dulce sire, os aseguro -le decía-, que no podré mientras no vayamos en peregrinación.
-Pues bien, iremos, amiga mía; iremos pronto y tan lejos como queráis, y con una cuerda al cuello si os place; pero antes dejadme arreglar el asunto del Artois.
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Los reyes malditos III - Los venenos de la corona
Historical FictionTodos los derechos reservados a Maurice Druon