La segunda pareja del reino.
Hesdin era una imponente fortaleza de tres murallas, entrecortada por fosos, erizada de torres flanqueantes, embutida de cuadras, graneros y depósitos, y unida al campo circundante por varios subterráneos. Podía mantener fácilmente una guarnición de ochocientos arqueros. En el interior del tercer patio se hallaba la residencia principal de los condes de Artois, compuesta de varios edificios amueblados suntuosamente.
-Mientras este lugar sea mío -solía decir Mahaut-, los malvados barones no se apoderarán de mí. Se desgastarán antes de que cedan estas murallas, y mi sobrino Roberto se engaña si cree que le dejaré apoderarse de Hesdin.
-Hesdin me pertenece por derecho y herencia -declaraba por su parte Roberto de Artois-. Mi tía Mahaut me lo robó como todo el condado, pero no cejaré hasta quitárselo.
Cuando los aliados, escoltando el carruaje de Juana de Poitiers y llevando en la punta de una pica la cabeza del sargento Cornillot, se presentaron al caer la noche ante el primer recinto, su número había disminuido sensiblemente. Sire de Journy había abandonado el cortejo, pretextando que debía vigilar la entrada de su cosecha, y sire de Givenchy, recién casado, había hecho lo mismo alegando que temía que su joven mujer se aburriera o se inquietara. Otros, cuyas cercanas mansiones se veían desde el camino, habían preferido ir a cenar a su casa, llevándose a sus íntimos amigos y asegurando que volverían en seguida. Los obstinados no sumaban más que una treintena, que llevaban muchos días cabalgando y comenzaban a sentir el peso de sus vestidos de acero.
Tuvieron que parlamentar un buen rato ante el primer cuerpo de guardia para que los dejaran entrar. Luego hubieron de esperar nuevamente, y Juana de Poitiers con ellos, entre el primero y el segundo recinto.
La luna nueva se había levantado en el cielo claro aún, pero las sombras comenzaban a espesarse en los patios de Hesdin.
Todo estaba tranquilo, incluso demasiado tranquilo, al parecer de los barones. Se extrañaban de ver tan pocos soldados. Al fondo de una cuadra, un caballo relinchó, al olfatear la presencia de otros caballos. En el frescor del atardecer, Juana reconoció perfumes de su infancia.
La señora Beaumont, en el carruaje, continuaba gimiendo que se moría. Los barones discutían entre sí. Algunos creían que lo hecho ya era suficiente, que todo presagiaba una emboscada, y que hubiera sido mejor volver otro día en mayor número. Juana comprendió al instante que se la llevarían como rehén.
Finalmente descendió el segundo puente levadizo, luego el tercero. Los barones vacilaban.
-¿Estás segura de que mi madre se halla aquí? -susurró Juana a Beatriz de Hirson.
-Os lo juro por mi vida, señora.
Entonces Juana asomó la cabeza fuera del carruaje.
-Bien, monseñores, ¿habéis perdido aquella gran prisa por hablar con vuestra señora feudal,
o es que os falla el valor en el momento de presentaros ante ella?
Estas palabras hicieron avanzar a los barones, quienes, por no desmerecer ante los ojos de una dama, entraron en el tercer patio, donde echaron pie a tierra.
Por preparado que se esté para enfrentarse con un hecho, raramente se presenta éste como uno espera. una de Poitiers había imaginado de veinte formas distintas el momento en que se reuniría con los suyos. Estaba dispuesta a todo, tanto a la glacial acogida como a los cálidos abrazos, a la gran escena de reconciliación oficial como a una reunión íntima de reconciliación. Para cada eventualidad había previsto su actitud y sus palabras. Pero nunca había imaginado que entraría en el castillo familiar escoltada por el desorden de la guerra civil y por una dama de compañía a punto de abortar.
Cuando Juana penetró en la sala, iluminada con cirios, donde la condesa Mahaut en pie con los brazos cruzados y los labios apretados, miraba avanzar a los barones, sus primeras palabras fueron para decir:
-Madre mía, hay que socorrer a la señora de Beaumont, que está a punto de perder su fruto. Vuestros vasallos la han atemorizado terriblemente.
La condesa encargó inmediatamente a su ahijada Mahaut de Hirson, hermana de Beatriz, que también era doncella de compañía, que fuera en busca de los maeses Hermant y Paviuy, sus «médicos» particulares, con el fin de que atendieran a la paciente. Luego, arremangándose, se dirigió la condesa a los barones:
-¿Son ésas, malvados sires, acciones propias de caballeros? ¿Creéis que deteniendo a mi noble hija y a las damas de su séquito vais a doblegarme? ¿Os gustaría que se obrase de la misma forma con vuestras mujeres y doncellas cuando viajan por los caminos? ¡Vamos, responded, y decidme qué excusa dais a vuestras fechorías, para las cuales solicitaré castigo del rey! Los barones empujaron a Souastre, susurrándole:
-¡Habla! Di lo que debes...
Souastre carraspeó para aclararse la voz. Tanto había hablado y vituperado, que ahora, en el momento más importante, le fallaba la voz.
-Queremos saber, señora -comenzó a decir con voz un poco ronca-, si vais a desaprobar finalmente a vuestro nefasto canciller, que ahoga nuestras demandas, y si consentís en reconocer nuestras costumbres tal como existían en tiempo del señor San Luis...
Se interrumpió al ver entrar en la pieza a un nuevo personaje, y este personaje era el conde de Poitiers. Con la cabeza inclinada un poco hacia un hombro avanzaba con paso largo y mesurado. Los barones, que no eran más que pequeños señores terratenientes y que no esperaban ver aparecer así de repente al hermano del rey, se apiñaron unos contra otros.
-Monseñores... dijo el conde de Poitiers.
Al advertir la presencia de Juana, se detuvo. Se le acercó y la besó en la boca de la manera más natural del mundo, ante la concurrencia, para dejar bien sentado que su mujer estaba perdonada y que, por lo tanto, los intereses de Mahaut eran para él asuntos de familia.
-Bien, monseñores -continuó-, os vemos descontentos. Pues bien, nosotros también lo estamos. Pero si nos obstinamos unos y otros, y usamos la violencia, no lograremos nada de provecho:... ¡Ah! Os reconozco, messire de Bailliencourt; os vi en el ejército. La violencia es el recurso de la gente que no sabe pensar... Os saludo, messire de Caumont. ¡Ah! ¡Mi primo de Fiennes! No esperaba vuestra visita en tal compañía.
Al mismo tiempo pasaba entre ellos, los miraba directamente, y se dirigía por su nombre a los que conocía, y les tendía su mano abierta para que la besaran, en señal de homenaje.
-Si la condesa de Artois quisiera castigaros por las malas acciones que acabáis de cometer contra ella, le sería fácil. Mirad por esa ventana, messire de Souastre, y decidme si tendríais posibilidad de escapar.
Algunos aliados se precipitaron hacia las ventanas y vieron las murallas erizadas de cascos que se recortaban contra el crepúsculo. Una compañía de arqueros formaba en el patio, y los sargentos estaban dispuestos para levantar los puentes y dejar caer los rastrillos a la primera señal.
-¡Huyamos, aún estamos a tiempo! -murmuraban algunos barones.
-No, monseñores, no huyáis -dijo el conde de Poitiers-; vuestra huida no os llevaría más allá de la segunda muralla... Una vez más os digo que queremos evitar la violencia, y pido a vuestra señora feudal que no use las armas contra vosotros. ¿No es así, madre mía?
La condesa Mahaut aprobó con un ligero movimiento de cabeza.
-Intentemos resolver nuestras diferencias de otro modo -continuó el conde de Poitiers, sentándose.
Invitó a los barones a hacer lo mismo, y pidió que trajeran de beber. Como no había asiento para todos, algunos se sentaron hasta en el suelo. Este alternar de amenazas y cortesías los desorientaba.
Felipe de Poitiers les habló durante largo rato. Les hizo ver que la guerra civil sólo trae desgracias, que eran súbditos del rey antes que de la condesa Mahaut, y que debían someterse al arbitraje del soberano. Este había enviado dos emisarios, messire Flotte y messire Paumier, para concluir una tregua. ¿Por qué habían rehusado dicha tregua?
-Mis compañeros no tienen ya confianza en la condesa Mahaut -respondió Juan de Fiennes.
-Se os pidió la tregua en nombre del rey; es al rey, pues, a quien habéis afrentado al poner en duda su palabra.
-Pero monseñor Roberto de Artois nos había asegurado... -dijo Souastre.
-¡Ah! ¡Ya esperaba eso! Tened cuidado, mis buenos sires, en no hacer demasiado caso del consejo de monseñor Roberto, que habla con bastante facilidad en nombre del rey, y os hace actuar por su cuenta. Nuestro primo de Artois perdió su causa contra la señora Mahaut hace seis años, y el mismo rey, mi padre, cuya alma Dios guarde, dictó el fallo. Lo que pase en este condado sólo concierne a vosotros, a la condesa y al rey.
Juana de Poitiers observaba a su marido. Escuchaba feliz el tranquilo timbre de su voz; volvía a ver aquella manera que tenía de levantar de repente los párpados para acentuar sus frases, y aquella indolencia en la actitud que no era más que fuerza disimulada. Felipe parecía maduro. Sus rasgos eran acusados, su nariz, grande y delgada, se destacaba más; el rostro comenzaba a adquirir su estructura definitiva; al mismo tiempo, Felipe parecía haber logrado una singular autoridad, como si, desde la muerte de su padre, hubiera heredado algo de su natural majestad.
Tras una larga hora de parlamentar, el conde de Poitiers había obtenido lo que deseaba, o al menos lo que razonablemente se podía obtener. Denis de Hirson sería liberado; Tbierry, por el momento, no aparecería por el Artois, pero la administración de la condesa seguiría igual hasta finalizar las investigaciones. La cabeza del sargento Cornillot sería entregada inmediatamente a los suyos para recibir cristiana sepultura...
-Porque -dijo el conde de Poitiers-, actuar de la manera que lo habéis hecho es comportarse como descreídos y no como defensores de la verdadera fe. Tales acciones abren paso a las venganzas, de las que pronto seríais víctimas vosotros mismos.
A los sires de Licques y de Nédonchel se les dejaría en paz, porque sólo habían querido el bien de todos. Las damas y doncellas serían respetadas por ambas partes, como era de rigor en tierra de caballería, y luego todos se reunirían en Arrás, al cabo de una quincena, es decir, el 7 de octubre, para concluir una tregua hasta la famosa conferencia de Compiégne, tantas veces rechazada, y que, esta vez, se fijaba para el 15 de noviembre. Si los dos Guillermos, Flotte y Paumier, no lograban poner de acuerdo las aspiraciones de los barones con los deseos del rey, se estudiaría el envío de otros negociadores.
-No es necesario firmar nada hoy; confío, monseñores, en vuestra palabra -dijo el conde de Poitiers-. Sois hombres razonables y de honor; sé muy bien que vos, Fiennes, y vos, Souastre, y vos, Loos, y todos vosotros os tomaréis a pecho el no decepcionarme, dejándome comprometer en vano ante el rey. Y cuento con vosotros para aconsejar prudencia a vuestros amigos y hacerles respetar nuestros acuerdos.
Los había manejado tan bien que partieron dándole las gracias, como si hubieran encontrado en él un defensor. Montaron en sus caballos, cruzaron los tres puentes levadizos y se perdieron en la noche.
-Mi querido hijo -exclamó Mahaut-, me habéis salvado. Yo no hubiera sabido tener tanta paciencia.
-Os he hecho ganar quince días -dijo Felipe, encogiéndose de hombros-. ¡ Las costumbres de San Luis! ¡ Comienzan a cansarme con sus costumbres de San Luis! Parece como si mi padre no hubiera existido jamás. Cuando un gran rey ha hecho progresar al país, ¿se han de encontrar siempre idiotas que se obstinen en volver atrás? ¡ Y mi hermano les da ánimos!
-¡Ah, qué pena, Felipe, que no seáis rey! -dijo Mahaut.
Felipe no respondió; miraba a su mujer. Esta, al ver disipados sus temores y que lograban su objetivo tantos meses de esperanza, se sentía de repente sin fuerzas y luchaba contra las lágrimas que asomaban a sus ojos.
Para ocultar su turbación, se dirigió a través de la pieza a cada uno de los rincones de su juventud. Pero cada objeto que reconocía hacía aumentar su emoción. Encontró el ajedrez de jaspe y calcedonia con el que aprendió a jugar.
-Ya ves, nada ha cambiado -dijo Mahaut.
-No, nada ha cambiado -repitió Juana, con un nudo en la garganta.
Se volvió hacia la librería, una de las más ricas del reino, aparte de las de los monasterios, la cual contenía doce volúmenes. Juana acarició las encuadernaciones... Las infancias de Ogier, la Biblia en francés, La Vida de los Santos, El Roman de Renard, El Roman de Tristán... (11) ¡Había contemplado tantas veces, en compañía de su hermana Blanca, las hermosas · iluminaciones pintadas sobre las hojas de pergamino!... Y una de las damas de Mahaut les leía.
-Este lo conocías... si, lo había comprado ya -dijo Mahaut, mostrando El Roman de la Violette. Intentaba disipar la turbación que se había apoderado de los tres.
En este momento entró el enano de Mahaut, llamado Jeannot le Follet, llevando el caballo de madera sobre el que solía caracolear por la estancia. Tenía más de cuarenta años, ancha cabeza con grandes ojos de perro y una pequeña nariz chata; llegaba apenas a la altura de las mesas y llevaba un vestido bordado y un gorro redondo.
Cuando vio a Juana, se sobrecogió; abrió la boca pero no dijo nada, y en lugar de danzar haciendo cabriolas, como era su deber, se precipitó hacia la joven y se echó al suelo para besarle los pies. La resistencia de Juana y el dominio de sí misma acabaron por ceder. De repente se puso a
sollozar; se volvió hacia el conde de Poitiers, y al ver que éste le sonreía, se lanzó a sus brazos balbuciendo:
-¡Felipe!... ¡Felipe!... ¡Al fin, al fin os encuentro de nuevo!
La dura condesa Mahaut sintió una pequeña sacudida en eL corazón al ver que su hija se había precipitado hacia su marido, y no hacia ella, para llorar de felicidad.
«Pero, ¿qué otra cosa podía esperar? -pensó Mahaut-. Lo más importante es que he triunfado.»
-Felipe, vuestra mujer está cansada -dijo-. Llevadla a vuestros aposentos, os subirán la cena. Y cuando los dos pasaron junto a ella, agregó en voz baja:
-Ya os dije que ella os quería.
Los contempló mientras cruzaban la puerta. Luego hizo señal a Beatriz para que los siguiera discretamente.
Más tarde, ya de noche, cuando la condesa Mahaut, para compensar sus fatigas, se tragaba su sexta y última comida diaria, entró Beatriz con una media sonrisa en los labios.
-¿Qué? -preguntó Mahaut.
-El filtro, señora, ha hecho el efecto esperado. Ahora duermen. Mahaut se apoyó ligeramente en la almohada.
-Alabado sea Dios -dijo-. Hemos rehecho la segunda pareja del reino.
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Los reyes malditos III - Los venenos de la corona
Historical FictionTodos los derechos reservados a Maurice Druon