La calle de los Lombardos.
Cuando Guccio, al final del día, entró en el patio de la banca Tolomei en la calle de los Lombardos, su caballo estaba cubierto de espuma.
Guccio tiró las riendas a su criado, atravesó la gran galería de mostradores, y subió la escalera que conducía al gabinete de su tío tan de prisa como le permitía su cadera rígida. Abrió la puerta; la espalda de Roberto de Artois tapaba la luz. Este se volvió.
-¡Ah! ¡La Providencia os envía, amigo Guccio! -exclamó, abriendo los brazos-. Precisamente estaba pidiendo a vuestro tío un mensajero diligente y seguro para que fuera al Artois a reunirse con Juan de Fiennes. Tendréis que ser prudente, joven -agregó, como si la aceptación por parte de Guccio estuviera fuera de duda-, porque mis buenos amigos los Hirson no se avienen con su desgracia, y sueltan los perros contra cualquiera que va de mi parte.
-Monseñor -respondió Guccio, sin aliento aún por la carrera-; monseñor, el año pasado estuve a punto de vomitar mi alma en el mar para ir a serviros en Inglaterra; acabo de pasar seis meses en cama por ir a Nápoles en servicio del rey, y todos estos viajes no me han traído nada bueno. Permitidme que esta vez no os obedezca, pues tengo mis propios asuntos que no admiten espera. -Os pagaré tan bien que no lo lamentaréis.
-¡No iría ni por mil libras, monseñor! -exclamó Guccio-. Y menos al Artois.
Roberto se volvió hacia Spinello, que se mantenía en la oscuridad con las manos apoyadas en el vientre.
-Decidme, amigo banquero, ¿habéis oído jamás algo parecido? Para que un Lombardo rehúse mil libras, cantidad que, por otra parte, no le he ofrecido, es preciso que haya graves motivos. ¿No estará pagado vuestro sobrino por maese Thierry... a quien Dios estrangule, y con sus propias tripas, si es posible? Tolomei se echó a reír.
-No temáis, monseñor; sospecho que mi sobrino más bien está enredado estos días en un asunto de amor con una dama de la nobleza.
-¡Ah! Si es por servir a una dama, nada puedo exigir y le perdono su negativa. Pero esto no me soluciona nada.
-Tengo al que necesitáis, no os preocupéis; un excelente mensajero que os servirá tanto más discretamente cuanto que no os conoce. Y además... a un hábito de monje no se le presta gran atención por los caminos.
-¿Un monje?
Y Roberto hizo una mueca.
-...italiano, -agregó el banquero.
-¡Ah!, eso ya está mejor... porque, veréis, Tolomei, quiero que no me falle este gran golpe. Como que, a menos que desobedezca al rey, mi tía no puede alejarse de París, voy a aprovechar la oportunidad para que los aliados ataquen su castillo de Hesdin... o mejor dicho, mi castillo de Hesdin. He sobornado... ¡si, con vuestro dinero, lo ibais a decir!... he sobornado a dos sargentos de esa buena condesa, dos bribones como todos los que tiene a sus órdenes que se venden al mejor postor, los cuales abrirán las puertas a mis amigos. Si no puedo disfrutar de lo que me pertenece, al menos os prometo un saqueo total, cuyo botín os encargaré que vendáis.
-¡En buen asunto me metéis, monseñor!
-¡Bah! Si os han de colgar que os cuelguen por algo. Por ser banquero sois ladrón y el encubrimiento no os asusta; nunca obligo a la gente a salir de su condición.
Desde el arbitraje estaba del mejor humor. Entregó al banquero el mensaje que debería hacer llegar al Artois.
-A sire de Fiennes, y a ningún otro, ¿entendido? Souastre y Caumont están muy vigilados... Adiós, amigo, os quedo muy agradecido.
Se levantó, cerró el broche de oro de su manto y, poniendo las manos sobre los hombros de Guccio, le dijo:
-Divertíos, jovencito, divertíos con las damas de alta alcurnia, estáis en la edad; cuando tengáis más años, sabréis que son tan rameras como las otras, y que los placeres que tanto regatean, se pueden tener por diez sueldos en el burdel.
Salió, y durante varios segundos se oyeron sus risotadas que hacían temblar la escalera.
-Bien, sobrino mio, ¿cuándo es la boda? -preguntó maese Tolomei-. No te esperaba tan pronto. -¡Tío mío, tío mio, es preciso que me ayudéis! -exclamó Guccio-. ¡ Esa gente son
monstruosos! Han prohibido a María que me vuelva a ver, y la obligan a casarse con un primo del Norte, viejo y deforme. ¡ Seguramente morirá de dolor!
-¿Qué gente? ¿ Qué primo? -preguntó Tolomei-. Presumo que tus asuntos no han ido tan bien como pensabas. Cuéntamelo todo con un poco de orden.
Guccio relató a su tío la visita que había hecho a Neauphle. Con un sentido completamente latino de la tragedia, no se quedó corto en ennegrecer el cuadro. La joven estaba secuestrada, y se había arriesgado a muerte, corriendo por los campos para suplicarle que la salvara. La familia Cressay quería casarla a la fuerza con un pariente lejano, personaje cargado con todas las desgracias físicas y morales.
-¡Un viejo de cuarenta y cinco años! -exclamó Guccio.
- ¡ Gracias! -murmuró Tolomei.
-Pero María sólo me quiere a mí. Me lo ha dicho y redicho; y sé que morirá si la obligan a casarse con otro. Tenéis que ayudarme, tío mío.
-¿Pero qué quieres que haga?
-Tenéis que ayudarme a llevarme a María. Nos marcharemos a Italia y viviremos allí. Spinello Tolomei, con un ojo cerrado y el otro abierto, observaba a su sobrino, entre inquieto y divertido.
-Ya te dije que no te sería tan fácil, y que hacías mal en encapricharte por una hija de la nobleza. Esos nobles no tienen ni camisa para ponerse; nos deben hasta la cama en que duermen, pero nos escupen a la cara si alguno de los nuestros quiere casarse con una de sus hijas. Créeme, olvida esa aventura. Cuando nos dirigen un insulto, generalmente es porque hemos bajado la cabeza para recibirlo. Elige, pues, cualquier hermosa joven de nuestras familias, bien provista del oro de nuestras bancas, que te dará hermosos hijos, y cuyo carruaje salpicará los pies de tu pueblerina. Guccio tuvo una repentina inspiración.
-¿No es Saint-Venant uno de los aliados de Artois? -exclamó-. ¡Debería llevar el mensaje de monseñor Roberto, buscar a Saint-Venant, provocarlo y matarlo! Ya tenía la mano sobre la daga.
-¡Buena cosa! -dijo Tolomei-. ¡ Y que no haría poco ruido! Luego, los Cressay encontrarían otro prometido en Bretaña o en Poitou, y tendrías que matarlo también. ¡Buen trabajo te buscas!
-Me casaré con María o con ninguna, tío mío; y no permitiré que se case con nadie. Tolomei levantó las manos por encima de la cabeza.
- ¡Ah, la juventud! Dentro de quince años tu mujer será fea, y al mirarla, te preguntarás si aquel rostro arrugado, aquel vientre voluminoso, aquellos pechos caídos, valían tantas molestias como ahora te tomas por ella.
-¡Eso no es verdad, no es verdad! Además, no pienso en lo que ocurrirá de aquí a quince años, sino en hoy; y sé que nada en el mundo puede reemplazar a María. Ella me ama.
-¿Te ama, dices? Entonces, muchacho, si te ama tanto... el matrimonio no es un estado indispensable para que dos sean felices. El obispo de París, naturalmente, no te hablaría así, pero yo te invito a que te alegres de que quieran dar a esa beldad un marido gotoso, deforme y desdentado, según el retrato que me has hecho...; es el mejor favor que te pueden hacer.
-¡Ah, tío mío! No conocéis a María, su pureza, ni la firmeza de sus creencias. No será mía más que después de casarme con ella, y jamás pertenecerá a otro con quien no se haya unido ante Dios... En cuanto a mi, jamás aceptaría compartirla. Si piensas así, me la llevaré sin tu ayuda; recorreremos los caminos como pobres miserables, y moriremos de frío al atravesar las montañas. Pero antes, voy a ver a la reina Clemencia, ella me conoce y me aprecia.
Tolomei golpeó ligeramente la mesa con la palma de la mano. Su ojo cerrado ordinariamente se abrió de golpe.
-Vas a callarte ahora mismo -dijo sin apenas levantar la voz-. No irás a ver a nadie y menos a la reina; ya que nuestros asuntos no van tan bien desde que ella está aquí para que tengamos necesidad de atraer la atención sobre nosotros con un escándalo. La reina es todo bondad, caridad y compasión; lo sé. De momento, desde que domina al rey, a los pobres Lombardos nos chupan la sangre. El Tesoro da limosnas con nuestro dinero. Nos acusan de usureros, y nos achacan todos los pecados del reino. Monseñor de Valois nos defiende poco y nos decepciona mucho. La reina Clemencia te dará buenas palabras y muchas bendiciones; pero conozco a mucha gente de la corte que sería feliz prendiéndote y aplicándote el castigo reservado a los seductores de muchachas nobles, aunque sólo fuera para perjudicarme a mí, capitán general de los Lombardos. El viento no sopla del mismo lado; en realidad, nadie sabe de dónde sopla. Los amigos de Marigny, que no me tenía simpatía, han sido liberados y forman partido alrededor del conde de Poitiers...
Pero Guccio no escuchaba; por el momento se reía de los impuestos, de las ordenanzas y de las fluctuaciones del poder. Ni siquiera lo atemorizaba la perspectiva de un proceso y de la cárcel. Se obstinaba en su proyecto: raptaría a María.
-Pero, pobre desgraciado -dijo Tolomei, tocándose la frente-, ¿no ves que antes de recorrer diez leguas ya os habrían detenido? A tu doncella la meterían en un convento; en cuanto a ti... ¿ Quieres casarte con ella? ¡Bueno! Te voy a ayudar, ya que éste parece el único medio de curarte... y cerró el ojo izquierdo.
-Dispuesto a hacer una locura, porque no es otra cosa, siempre será menos grave que si te dejo actuar solo -agregó-. Pero ¿por qué ha de favorecer uno las tonterías de su familia?
Agitó una campanilla, y se presentó un empleado.
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-Ve al convento de los hermanos agustinos -le dijo Tolomei- a buscar a fra Vincenzo, que llegó el otro día de Perusa.
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Los reyes malditos III - Los venenos de la corona
Historical FictionTodos los derechos reservados a Maurice Druon