II

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Juana, condesa de Poitiers.

El carruaje, esculpido, pintado y dorado, se deslizaba por entre los árboles. Era tan largo que a veces para pasar las curvas había que hacerlo en dos veces, y tan pesado que, al subir las cuestas, los hombres de la escolta tenían que echar pie a tierra para empujarlo.
Aunque la enorme caja de encina descansaba directamente sobre los ejes, en su interior no se notaban demasiado las sacudidas del camino debido a la gran cantidad de cojines y tapices acumulados. En él iban instaladas seis mujeres, casi tan cómodamente como si estuvieran en una habitación, charlando, jugando a la taba o a las adivinanzas. Se oía el roce de las ramas bajas contra el cuero del techo.
Juana de Poitiers apartó la cortina bordada con flores de lis y los tres castillos de Artois.
-¿Dónde estamos? -preguntó.
-Vamos bordeando el Authie, señora -respondió Beatriz de Hirson-. Acabamos de atravesar Auxi-le-Cháteau. Antes de una hora estaremos en Vitz, en casa de mi tío Denis, que se alegrará de volveros a ver. Y tal vez esté ya la señora de Mahaut con vuestro esposo.
Juana de Poitiers miraba el paisaje: los árboles todavía verdes, los prados en los que los campesinos segaban bajo un cielo luminoso, porque, como suele ocurrir después de los veranos lluviosos, el tiempo aquel fin de septiembre era espléndido.
-Os ruego, señora Juana, que no os asoméis con tanta frecuencia -continuó Beatriz-. La señora Mahaut ha recomendado que tengáis cuidado en no mostraros cuando estemos en el Artois.
Pero Juana no podía contenerse. ¡Mirar! No hacía otra cosa desde que había salido hacía ocho días de su encierro. Como un hambriento se harta de comida creyendo que nunca podrá saciarse, así volvía ella a tomar posesión del universo con la mirada. Las hojas de los árboles, las ligeras nubes, un campanario que se divisaba a lo lejos, el vuelo de un pájaro, la hierba de los taludes, todo le parecía de un esplendor exultante.
Cuando se habían abierto ante ella las puertas del castillo de Dourdan, y el capitán de la guarnición, haciendo una profunda reverencia, le deseó feliz viaje y le expresó qué honrado se sentía por haberla tenido de huésped, Juana sintió una especie de vértigo. «¿Volveré a acostumbrarme a la libertad?» se preguntaba.
En París la esperaba una decepción. Su madre había tenido que partir precipitadamente para el Artois. Sin embargo, le había dejado su carruaje, así como varias damas de compañía y numerosos sirvientes.
Mientras sastres, costureras y bordadoras se afanaban en renovarle su guardarropa, Juana aprovechó aquella detención de algunos días para recorrer, en compañía de Beatriz, la capital. Se sentía como una extranjera, venida del otro extremo del mundo, y se maravillaba de todo lo que veía. ¡Las calles! No se cansaba del espectáculo que ofrecían. Los puestos de la galería Marchante, las tiendas del muelle de los Orfebres! Aunque todavía conservaba aquella actitud distante, controlada, que había sido siempre la suya, sus ojos brillaban, su cuerpo se animaba con una alegría sensual al tocar los brocados, las perlas y los objetos de oro. Y sin embargo, no podía apartar el recuerdo de sus visitas a esas mismas tiendas con Margarita de Borgoña, Blanca y los hermanos Aunay... «En mi prisión me prometí, si salía alguna vez -se decía-, no perder el tiempo en cosas
frívolas. Por otra parte, no sentía tanta inclinación por estas cosas en otro tiempo. ¿De dónde procede este súbito deseo que no puedo reprimir? »
Observaba los tocados de las mujeres, fijándose en los detalles nuevos de la moda y la forma que tenían aquel año las cofias, vestidos y sobrevestas. Intentaba leer en los ojos de los hombres la impresión que les hacía. Los mudos cumplidos que le dedicaban, el modo de volver la cabeza los jóvenes que se cruzaban con ella, podían darle una completa seguridad. Encontraba a su coquetería una excusa hipócrita. «Necesito saber -pensaba- si todavía tengo encanto para mi esposo.» A decir verdad, los dieciséis meses de prisión apenas la habían desmejorado. El régimen de
Dourdan no era comparable en nada al de Château-Gaillard. Juana disponía de una habitación decente y de una criada, podía leer, bordar y hasta pasear por el jardín del castillo. Se había enojado, intolerablemente, mucho más de lo que había sufrido.
Con las trenzas postizas alrededor de las orejas, su fino cuello sostenía con la misma gracia de siempre aquella cabeza, de altos pómulos y ojos azules ligeramente alargados hacia las sienes, aquellos ojos que hacían soñar, como su manera de andar y toda su persona, en los galgos de Berbería. Juana se parecía poco a su madre, salvo en su robusta salud, y más bien se asemejaba al difunto conde palatino, que había sido señor de gran elegancia.
Ahora que estaba a punto de llegar al fin de su viaje, Juana sentía crecer su impaciencia; aquellas últimas horas le parecían más largas que todos los meses transcurridos. ¿No habían aminorado su marcha los caballos? ¿No se podía dar prisa a los palafreneros?
-¡Ah! También yo, señora, tengo deseos de llegar, pero no por los mismos motivos que vos - decía una de las damas de compañía al otro extremo del carruaje.
Esta dama, señora de Beaumont, estaba embarazada de seis meses. El camino comenzaba a serle penoso; a veces bajaba la mirada hacia su vientre, y lanzaba un suspiro tan grande que las otras mujeres no podían reprimir la risa.
Juana de Poitiers preguntó a media voz a Beatriz:
-¿Estás segura de que mi esposo no ha tenido ninguna mujer durante este tiempo? ¿No me has mentido?
-No, señora, os lo aseguro. Y además, aunque monseñor de Poitiers se hubiera fijado en otras mujeres, ahora no Podría hacerlo... después de haber bebido el filtro, que os lo devolverá por completo. ¡ Pensad que él mismo ha solicitado del rey vuestro regreso!...
«Y aunque tenga una amante, no importa. Me acomodare. Un hombre, aunque sea compartido, vale más que la prisión», pensó Juana, y apartó de nuevo la cortina, como si eso pudiera acelerar la marcha.
-Os ruego, señora -dijo Beatriz-, que no os mostréis tanto. En este momento no nos quieren mucho por aquí.
-Sin embargo, la gente parece muy afable. ¿No tienen aspecto agradable esos villanos que nos saludan? -respondió Juana.
Dejó caer la cortina, y no vio que, en cuanto pasó el carruaje, tres campesinos, que acababan de hacerle una profunda reverencia, volvieron corriendo a la maleza, desataron los caballos y partieron al galope.
Un momento después el carruaje penetró en el patio del caserón de Vitz; la impaciencia de la condesa de Poitiers tuvo que sufrir una nueva prueba. Denis de Hirson, al recibirla, le notificó que ni la condesa de Artois ni el conde de Poitiers habían llegado, y que la esperaban en el castillo de Hesdin, diez leguas más al norte. Juana empalideció.
-¿Qué significa esto? -preguntó aparte a Beatriz-. ¿No parece una huida para no verme?
Y se apoderó de ella una repentina angustia. Aquel viaje, la pinta de sangre sacada de su brazo, el filtro, los agasajos del guardián de Dourdan, ¿no serían elementos de una comedia en la que Beatriz hacía el papel de villano? Juana, después de todo, no tenía ninguna prueba de que su marido la hubiera reclamado de verdad. ¿No la llevarían de una prisión a otra, rodeando este traslado, por misteriosas razones, de apariencias de libertad? A no ser... a no ser que -y Juana se estremecía pensando en lo peor- hubieran tomado la precaución de mostrarla, tanto en París como en el Artois, libre y perdonada para luego hacerla desaparecer impunemente. Beatriz no le había ocultado que Margarita había muerto en circunstancias muy sospechosas, y Juana se preguntaba si no iba a sufrir ella la misma suerte.
Apreció poco la comida que le ofreció Denis de Hirson. El estado de felicidad que conocía desde hacía ocho días había cedido el paso bruscamente a la peor ansiedad, e intentaba leer su destino en el rostro de los que la rodeaban. Beatriz, siempre con voz arrastrada y vagamente irónica, estaba impenetrable. Su tío el tesorero, apenas le hablaba, respondía evasivamente a las preguntas y demostraba estar preocupado. Además, estaban los sires de Liques y de Nédonchel, que le fueron presentados a Juana como encargados de escoltarla hasta Hesdin. Los encontraba poco agradables. ¿No estarían encargados de cumplir una tarea siniestra en cualquier recodo del camino?
Ninguno hablaba a Juana de su detención; todos fingían desconocer que hubiera estado en prisión, y esto no le daba ninguna seguridad. Las conversaciones, de las que nada comprendía, versaban únicamente sobre la situación del Artois, las «costumbres», la entrevista de Compiégne propuesta por los enviados del rey y las revueltas.
-Señora, ¿no habéis observado agitación en los caminos, ni grupos de hombres armados? - preguntó Denis de Hirson a Juana.
-No he visto tal cosa, messire Denis -respondió.-, y el campo me ha parecido estar muy en calma. -Sin embargo, desde ayer y durante toda la noche me han informado de movimientos de
gentes armadas; dos de nuestros prebostes han sido atacados esta mañana.
Juana se inclinaba a creer cada vez más que estas palabras no tenían otra finalidad que aletargar su desconfianza. Tenía la impresión de que un hilo invisible iba cercando su garganta. Estaba sola, terriblemente sola.
La dama encinta comía con extraordinaria glotonería, y continuaba lanzando grandes suspiros cada vez que se miraba al vientre.
-Os aseguro, messire Denis, que la condesa Mahaut se verá obligada a acceder -decía sire de Nédonchel, hombre de largos dientes, rostro pálido y hombros encorvados-. Que ceda al menos en parte. Que renuncie a vuestro hermano, por duro que parezca hablar así, o que finja renunciar, porque los aliados no querrán tratar mientras él sea canciller, y os aseguro que sire Licques y yo arriesgamos mucho al permanecer fieles a la condesa, mientras fingimos estar con los otros barones. Cuanto más tarde ella, más voluntades ganará Roberto.
En este momento penetró en el comedor un sargento, destocado y sin aliento.
-¿Qué ocurre, Cornillot? -preguntó Denis de Hirson.
El sargento Cornillot susurró unas frases entrecortadas al oído de Denis de Hirson. Inmediatamente éste palideció, levantó el mantel que le tapaba las rodillas y saltó del asiento.
-Un momento, monseñores, tengo que ir a ver...
Y salió a todo correr por una de las puertas laterales del comedor, seguido de cerca por Cornillot. Sus precipitados pasos se perdieron en la escalera.
Instantes después, cuando los invitados no se habían repuesto aún de su sorpresa, llegó un gran clamor del patio. Parecía que acababa de entrar al galope un ejército entero. Un perro que debía de haber recibido una patada, daba tremendos aullidos. Licques y Nédonchel se precipitaron a las ventanas, mientras las damas del séquito de la condesa de Poitiers se arracimaban en un rincón de la estancia como gallinas asustadas. Junto a Juana sólo habían quedado Beatriz de Hirson y la dama encinta, cuyo rostro había empalidecido.
Beatriz juntó las manos; temblaba. Juana se dio cuenta de que no estaba en combinación con los asaltantes. Pero eso no hacía la situación más satisfactoria y, de todas formas, no había tiempo para pensar.
La puerta, más que abrirse voló por los aires, y una veintena de barones, conducidos por Souastre y Caumont, entraron, espada en mano, vociferando:
-¿Dónde, dónde está el traidor? ¿Dónde se esconde?
Se detuvieron, un poco vacilantes, ante el espectáculo que se les ofrecía. Tenían varios motivos para sorprenderse. En primer lugar la ausencia de Denis de Hirson, a quienes estaban seguros de encontrar allí, y que había desaparecido como tras el paño de un prestidigitador. Luego aquel grupo de mujeres, gimoteantes y pasmadas, apretadas unas contra otras presintiendo una violación general. En fin y sobre todo la presencia de Licques y Nédonchel, que creían de los suyos. La antevíspera, en Saint-Pol, estos dos caballeros figuraban entre los conjurados, y ahora los encontraban comiendo en una casa que pertenecía al bando contrario.
Los tránsfugas fueron insultados groseramente; les preguntaron cuánto cobraban por su perjurio y si se habían vendido a los Hirson por treinta dineros. Souastre aplicó su guantelete de hierro a la larga cara pálida de Nédonchel, que se puso a sangrar por la boca.
Licques se esforzaba en dar explicaciones, para justificarse.
-Hemos venido para abogar por vuestra causa; queríamos evitar muertes e inútiles estragos. Íbamos a obtener más con palabras que vosotros con las espadas.
Le obligaron a callarse y le colmaron de injurias. Del patio llegaba el tumultuoso clamor de los otros «aliados». No eran menos de un centenar.
-No pronunciéis mi nombre -susurró Beatriz a la condesa de Poitiers- porque buscan a mis tíos. La dama encinta sufrió una crisis nerviosa y se desplomó sobre su banco.
-¿Dónde está la condesa Mahaut?... ¡Tendrá que oírnos!... ¡Sabemos que se encuentra aquí, hemos seguido su carruaje! -gritaban los barones.
Juana de Poitiers comenzaba a comprender. No era su vida lo que querían aquellos vocingleros. Pasado el primer momento de pánico, montó en cólera, y la sangre de los Artois se despertó en ella.
-Soy la condesa de Poitiers y la que viajaba en el carruaje que habéis visto -exclamó-. Y me disgusta que se entre con tanto estrépito en el lugar donde me encuentro.
Como los insurgentes ignoraban que hubiera salido de la prisión, este imprevisto anuncio los dejó silenciosos un momento. Decididamente, iban de sorpresa en sorpresa.
-¿Queréis decirme vuestros nombres? -prosiguió Juana-. Tengo la costumbre de hablar solamente a personas que me son conocidas, y deseo saber quién se esconde bajo vuestros arneses de guerra.
-Yo soy sire de Souastre -respondió el cabecilla de grandes cejas rojizas-. Este es mi compañero Caumont, y aquellos son Saint-Venant, Juan de Fiennes y messire de Longvillers; y buscamos a la condesa Mahaut...
-¿Cómo? -cortó Juana-. ¡Sólo oigo nombres de gentileshombres! No lo hubiera creído a juzgar por vuestro modo de tratar a damas que debierais proteger y no asaltar. Ved a la señora de Beaumont que está embarazada a punto de dar a luz y a quien habéis hecho desmayar. ¿No os da vergüenza?
Se advirtió un movimiento de vacilación entre los aliados. Juana era hermosa, y su manera de hacerles frente les impresionaba. Además, era la cuñada del rey y parecía haber sido perdonada. Juan de Fiennes, el de mejor cuna y el más importante de aquellos señores, le aseguró que no le deseaban ningún mal, que sólo buscaban a Denis de Hirson, porque había jurado renegar de su hermano y no había cumplido su juramento.
La verdad es que esperaban coger a Mahaut en una trampa y obligarla a ceder por la fuerza. Para vengarse de su fracaso se pusieron a saquear la casa.
Durante una hora, la mansión de Vitz resonó con el estrépito de las puertas derribadas, los muebles destrozados y la vajilla lanzada contra el suelo. Arrancaban los tapices de las paredes y robaban la plata de los aparadores.
Luego, un poco calmados aunque siempre amenazadores, hicieron subir a Juana y a las mujeres al gran carruaje dorado. Souastre y Caumont tomaron el mando de la escolta, y la comitiva emprendió la ruta de Hesdin.
De esta manera, los aliados estaban ahora seguros de dar con el paradero de la condesa de Artois. A la salida del burgo de Ivergny, a una legua aproximadamente de distancia, se detuvieron.
Otros aliados, lanzados a la busca de Denis de Hirson acababan de atraparlo en el momento en que intentaba salvar el Authie, atravesando los pantanos. Apareció embarrado, apaleado, sangrando, encadenado y titubeante entre dos barones a caballo.
-¿Qué van a hacerle? ¿Qué van a hacerle? -murmuró Beatriz-. ¡ En qué estado lo han puesto! Y comenzó a pronunciar en voz baja misteriosas plegarias que no tenían sentido ni en latín
ni en francés.
Después de muchas palabras, los barones decidieron guardarlo como rehén y encerrarlo en un castillo próximo. Pero su furor asesino necesitaba una víctima. Habían apresado al sargento Cornillot al mismo tiempo que a Denis. Cornillot, por su desgracia, había participado días antes en la detención de Souastre y de Caumont. Estos lo reconocieron y los aliados exigieron arreglarle las cuentas allí mismo. Pero era necesario que su muerte sirviera de ejemplo e hiciera reflexionar a los agentes de Mahaut. Unos querían colgarlo, otros enrodarlo, otros enterrarlo vivo. En una gran emulación de crueldad, discutían en su presencia la manera de matarlo, mientras él, de rodillas, sudoroso el rostro, voceaba su inocencia y suplicaba perdón.
Souastre encontró una solución con la que todos estuvieron de acuerdo, menos el condenado.
Fueron a buscar una escalera y Cornillot, atado por los sobacos, fue colgado de un árbol; luego, cuando hubo pataleado un buen rato ante la risa de los barones, cortaron la cuerda y lo dejaron caer al suelo. El desgraciado, con las piernas rotas, estuvo dando alaridos, mientras cavaron su tumba. Lo enterraron de pie, hasta la cabeza, en la cual se movían dos ojos enloquecidos.
El carruaje de la condesa de Poitiers estaba esperando para reanudar la marcha, y las damas de compañía se tapaban las orejas para no oír los gritos del atormentado. La condesa de Poitiers se sentía desfallecer, pero no se atrevía a intervenir, temiendo que la cólera de los aliados se volviera contra ella.
Por último, Souastre entregó su gran espada a uno de sus escuderos. El resplandor de la hoja brilló a ras del suelo y la cabeza del sargento rodó por la hierba, al tiempo que un raudal de sangre brotaba de sus arterias cortadas.
En el momento en que el carruaje se puso en marcha, la dama encinta fue presa de dolores, y comenzó a dar gritos, echándose hacia atrás. Comprendieron que el embarazo no llegaría a su término normal.

Los reyes malditos III - Los venenos de la coronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora