II

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La tempestad

Días después, el San Giovanni, medio desarbolado, no era más que un armazón gimiente que daba bandazos entre olas enormes, bajo violentas ráfagas, y que el capitán trataba de mantener a flote, en la supuesta ruta hacia las costas de Francia. El navío había sido sorprendido a la altura de Córcega por una de esas tempestades, tan repentinas como violentas, que azotan a veces el Mediterráneo. Había perdido seis anclas al intentar fondear contra el viento a lo largo de las costas de la isla de Elba, y poco había faltado para que el navío fuera lanzado contra las rocas. Luego reemprendió la travesía entre murallas de agua. Un día, una noche y un nuevo día duraba ya esta navegación infernal. Varios marineros se habían herido al arriar lo que restaba del velamen. Los castilletes de los vigías se habían hundido con todo el cargamento de piedras destinadas a los piratas berberiscos. Fue necesario abrir a golpes de hacha el escandolat para liberar a los caballeros napolitanos aprisionados por el palo mayor en su caída. Todos los cofres repletos de vestidos y joyas, toda la orfebrería de la princesa, todos sus regalos de boda habían sido arrastrados por el mar. La enfermería del barbero-cirujano, situada en el castillo de proa, rebosaba de enfermos y lisiados. El capellán no podía celebrar su misa árida, porque ciborio, cáliz, libros y ornamentos habían caído al mar. Aferrado a una jarcia, con el crucifijo en la mano escuchaba las apresuradas confesiones y daba la absolución. La aguja imantada ya no servía para nada, puesto que era sacudida en todos los sentidos por el escaso liquido que quedaba en el recipiente donde flotaba. El capitán, un vehemente latino, había desgarrado su traje, en su desolación, hasta el vientre y, entre órdenes, se le oía gritar: « ¡Señor, ayudadme! »Parecía conocer su oficio y procuraba mejorar la situación; había hecho sacar los remos, tan largos y pesados, que eran necesarios siete hombres para moverlos, y había colocado junto a él doce marineros para sujetar, seis a cada lado, la barra del timón. A pesar de ello, Bouville, malhumorado, lo había reconvenido al comienzo de la borrasca.
-¡Eh! maestro marinero, ¿cómo sacudís de esta manera a la princesa prometida al rey mi dueño? -había gritado el antiguo gran chambelán-. Vuestra nave está mal cargada; de lo contrario no danzaríamos tanto. Vos no sabéis navegar ni seguir las buenas corrientes. Si no os apresuráis a hacerlo mejor os citaré a la llegada ante los prohombres del rey de Francia e iréis a aprender navegación a un banco de galeras...
Pero su cólera pasó rápidamente, ya que el antiguo gran chambelán se puso a vomitar sobre los tapices de Oriente, imitado por la casi totalidad de la escolta. Con la cara pálida y empapado de pies a cabeza, el desdichado hombre, presto a entregar su alma cada vez que una nueva ola levantaba el navío, decía, con voz lastimera, entre hipos, que no volvería a ver a su familia y que no había sido tan malo en su vida para sufrir tanto.
Guccio, por el contrario, mostraba una asombrosa valentía. Con la cabeza despejada y ágil de movimientos, se había preocupado de estibar mejor sus cofres, principalmente el de los escudos, y en los instantes de relativa calma, corría en busca de un poco de agua para la princesa, o bien esparcía esencias alrededor de ella, con el fin de atenuar el mal olor que despedían los efectos de la indisposición de sus compañeros de viaje.
Hay una clase de hombres, principalmente entre los jóvenes, que instintivamente se comportan como si intentaran justificar lo que se espera de ellos. ¿Que se les mira con desprecio? En tal caso se comportan de manera despreciable. ¿Que sienten, por el contrario, estima y confianza alrededor de ellos? Entonces se superan, y, aunque tiemblen de miedo como cualquiera, actúan como héroes. Guccio Baglioni era, en cierto modo, de esta clase de hombres. Puesto que la princesa Clemencia tenía una manera de tratar a la gente, fuera rica o pobre, grandes señores o villanos, que honraba a todos, y puesto que además mostraba especial cortesía hacia aquel joven que había sido un poco como el mensajero de su felicidad, Guccio junto a ella se sentía un caballero, y se comportaba con más bravura que cualquiera de los gentileshombres. Era toscano, capaz por tanto de todas las proezas para brillar ante los ojos de una mujer. Al mismo tiempo era banquero de pies a cabeza y jugaba con el destino como se juega con los cambios.
«No hay mejor ocasión que el peligro para hacerse íntimo de los poderosos -se decía-. Si hemos de hundirnos y perecer, no cambiará nuestra suerte por proferir lamentaciones como hace ese pobre Bouville. Pero si escapamos de ésta, entonces habré conquistado la estima de la reina de Francia.» Ya era indicio de gran coraje poder pensar así en semejante momento. Pero aquel verano Guccio se sentía invencible; estaba enamorado y seguro de ser correspondido.
Aseguró, pues, a la princesa Clemencia, contra toda evidencia, que el tiempo estaba a punto de mejorar; afirmó que el barco era sólido en el momento en que crujía con más fuerza y, por comparación, describía la tempestad -mucho más espantosa, según pretendía- que había azotado a su barco el año anterior al atravesar el canal de la Mancha y de la cual había salido indemne. Iba a llevar a la reina Isabel de Inglaterra un mensaje de monseñor Roberto de Artois...
También la princesa Clemencia se comportaba de modo ejemplar. Refugiada en el paraíso, gran habitación de gala acondicionada para los huéspedes reales en el castillo de popa, se esforzaba en calmar a sus damas de séquito, quienes, semejantes a un rebaño de ovejas asustadas, balaban y se daban con las paredes a cada golpe de mar. Clemencia no había tenido una palabra de pesar cuando se le anunció que sus cofres de ropa y joyas se habían deslizado por encima de la borda.
-Hubiera dado el doble -se limitó a decir- para evitar que a esos pobres marineros los aplastara el mástil.
Estaba menos asustada por la tempestad que por la señal que creía ver en ella.
«Era demasiado hermoso para mí este matrimonio -pensaba-; he concebido demasiada alegría y he pecado por orgullo. Dios me va a hacer naufragar porque no merezco ser reina.»
A la quinta mañana de aquella horrorosa travesía, en un momento de relativa calma, pero sin que el temporal pareciera querer amainar ni el sol disponerse a aparecer, la princesa vio al gordo Bouville, descalzo, con la simple cota y completamente desgreñado, que estaba de rodillas, con los brazos en cruz, en el puente del navío.
-¿Qué hacéis ahí, messire? -le gritó.
-Hago como monseñor San Luis, señora, cuando estuvo a punto de naufragar frente a Chipre. Prometió llevar una naveta de cinco marcos (4) de plata a monseñor San Nicolás de Varangeville, si Dios quería devolverlo a Francia. Me lo contó messire de Joinville.
-Yo prometo ofrecer otro tanto a San Juan Bautista, cuyo nombre lleva nuestra nave -dijo entonces Clemencia-. Y si sobrevivimos y se me concede la gracia de dar un hijo al rey de Francia, prometo llamarlo Juan.
-Pero nuestros reyes nunca se han llamado Juan, madame.
-Dios decidirá.
Seguidamente se arrodilló, y se dispuso a rezar.
Hacia el mediodía la violencia del temporal comenzó a amainar, y la esperanza renació en todos. Luego el sol desgarró las nubes; tenían tierra a la vista. El capitán reconoció con júbilo las costas de Provenza y, a medida que se aproximaban, precisamente las calas de Cassis. Estaba orgulloso de haber mantenido la nave en su ruta.
-Imagino, maestro marinero, que vais a hacernos desembarcar en seguida en esa costa -dijo Bouville.
-Debo llevaros a Marsella, messire -respondió el capitan-, y no estamos muy lejos de ella. Además, no tengo bastantes anclas para fondear junto a esas rocas.
Poco antes de la tarde, el San Giovanni, movido por sus remos, se presentó ante el puerto de Marsella. Echaron al agua una embarcación para prevenir a las autoridades comunales y hacer bajar la gran cadena que cerraba la entrada del puerto, entre la torre de Malbert y el fuerte San Nicolás. Prestamente acudieron el gobernador, regidores y prohombres zarandeados por un fuerte mistral,
(5) para recibir a la sobrina de su señor feudal, pues Marsella era entonces posesión de los angevinos de Nápoles.
En el muelle, los obreros de las salinas, los pescadores, los fabricantes de ternos y aparejos, los calafates, los cambistas, los mercaderes del barrio de la judería y los dependientes de los bancos genoveses y sieneses, contemplaban estupefactos aquel gran navío sin velas, desarbolado, deshecho, cuyos marineros danzaban y se abrazaban en el puente, ensalzando el milagro.
Los caballeros napolitanos y las damas del séquito procuraban poner orden en su toilette.
El bravo Bouville, que había adelgazado cinco kilos durante la travesía, flotaba dentro de la ropa, sin dejar de asegurar que su idea de hacer un voto había impedido el naufragio y parecía asegurar que todos debían la vida a su piadosa iniciativa.
-Messire Hugo -le respondió Guccio con un dejo de malicia-, según he oído decir, no hay tempestad en la que alguien no haga un voto semejante al vuestro. ¿Cómo explicáis, entonces, que vayan tantos navíos al fondo del mar?
-Es que sin duda se encontrará a bordo algún descreído de vuestra clase -replicó sonriendo el antiguo chambelán.
Guccio fue el primero en saltar a tierra. Se lanzó por la escalera con ligereza, para demostrar su vigor. En seguida se oyeron unos alaridos. Después de haber pasado varios días sobre un suelo movedizo, Guccio fue mal recibido por la tierra firme: resbaló y cayó al agua. Poco faltó para que quedara triturado entre el muelle y el casco del barco. En un instante el agua se tiñó de rojo en torno a él, pues al caer se había herido en un gancho de hierro. Lo extrajeron medio desvanecido, sangrando y con la cadera abierta hasta el hueso. Rápidamente lo llevaron al hospital.

Los reyes malditos III - Los venenos de la coronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora