VI

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El cardenal hechiza al rey.

El hombre no estaba custodiado por soldados ni arqueros, como un acusado corriente, sino por dos jóvenes gentileshombres al servicio del conde de Poitiers. Llevaba un hábito demasiado corto que permitía ver un pie torcido.
Luis X apenas reparó en él. Saludó con la cabeza a sus hermanos, a su tío de Valois y a messire Miles de Noyers, que se habían levantado a su entrada.
-¿De qué se trata? -preguntó, ocupando un lugar en medio de ellos y haciendo señal para que volvieran a sentarse.
-De un oscuro y tortuoso asunto de brujería. Por lo menos, así se nos asegura -respondió Carlos de Valois con un dejo de ironía.
-¿No podía encargarse de eso la cancillería, sin apartarme de mis preocupaciones?
-Eso mismo hacía observar yo a vuestro hermano Felipe -dijo Valois. El conde de Poitiers cruzó las manos con gesto tranquilo.
-Hermano mío -dijo-, el asunto me ha parecido importante, no por tratarse de un caso de brujería, cosa bastante corriente, sino porque parece que ocurre en el seno mismo del cónclave, y pone en evidencia los sentimientos que ciertos cardenales tienen para con nosotros.
Un año antes, la sola palabra cónclave hubiera puesto frenético al Turbulento. Pero desde que, haciendo suprimir a su primera mujer, pudo casarse de nuevo, la elección del papa le interesaba mucho menos.
-Este hombre se llama Everardo -continuó el conde de Poitiers.
-Everardo... -repitió maquinalmente el rey.
-Es clérigo en Bar-sur-Aube, pero antes perteneció a la Orden de los Templarios, donde tenía rango de caballero.
-¡Un Templario, oh sí!... -dijo el rey.
-Hace dos semanas se entregó a nuestros hombres de Lyon, quienes nos lo han enviado.
-¿Quién os lo ha enviado, Felipe? -precisó Carlos de Valois. El conde de Poitiers fingió no oír la ironía, y siguió:
-Everardo ha manifestado que tenía algunas revelaciones que hacer. Se le prometió que no sufriría ningún mal, a conidición de que confesara la verdad; promesa que le confirmamos aquí. Según sus declaraciones...
El rey tenía los ojos fijos en la puerta, acechando la aparición de su chambelán; la posibilidad de la paternidad era, por el momento, su única preocupación. El gran defecto de este soberano, como gobernante, tal vez era tener su mente siempre ocupada en otra cuestión, y no en la debatida. Era incapaz de concentrar su atención, lo cual constituye la mayor ineptitud para el poder.
Se sorprendió del silencio que se había creado y emergió de su ensoñación. Sólo entonces miró al detenido, observó su cara sacudida por tics, sus largas y enjutas mandíbulas, sus negros ojos extraviados, y su extraña postura derrengada. Luego, dirigiéndose a Felipe de Poitiers, dijo:
-Y bien, hermano...
-No quiero turbar vuestros pensamientos, hermano mio. Espero a que hayáis terminado de soñar. El Turbulento enrojeció ligeramente.
-No, no, os escucho, continuad.
-Según sus declaraciones, Everardo fue a Valence para buscar la protección de un cardenal por una diferencia que tenía con su obispo... Habrá que aclarar este punto -agregó Poitiers dirigiéndose a Miles de Noyers, que dirigía el interrogatorio.
Everardo escuchaba sin abrir la boca, y Poitiers prosiguió:
-En Valence conoció, por casualidad según él, al cardenal Francesco Caetani...
-El sobrino del papa Bonifacio -dijo Luis para demostrar que atendía.
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-Eso es... y se hizo íntimo de este cardenal muy versado en alquimia, ya que en su casa, según nos dice Everardo, hay una cámara repleta de hornos, retortas y polvos diversos.
-Todos los cardenales son más o menos alquimistas; es su manía -dijo Carlos de Valois encogiéndose de hombros-. El mismo monseñor Duéze ha escrito un tratado sobre esto...
-Exacto, tío mío; pero este caso no es asunto de alquimia, que es ciencia muy útil y respetable... El cardenal Caetani deseaba encontrar a alguien que pudiera evocar al diablo y realizar hechizos. Carlos de la Marche, imitando la actitud irónica de su tío Valois, dijo:
-He ahí un cardenal que huele a chamusquina.
-Pues bien, que lo quemen -dijo con indiferencia el Turbulento, quien de nuevo miraba a la puerta. -¿A quién queréis quemar, hermano mío? ¿Al cardenal?
-¡Ah! ¿Es un cardenal? Entonces no.
Felipe de Poitiers lanzó un suspiro de cansancio antes de proseguir acentuando un poco las palabras:
-Everardo respondió al cardenal que él conocía un hombre que fabricaba oro en beneficio del conde de Bar...
Al oír este nombre, Valois se levantó indignado, y exclamó:
-¡La verdad es, sobrino mío, que nos hacéis perder el tiempo! Conocemos bastante bien a nuestro pariente el conde de Bar para saber que no ha dado en tales tonterías; si bien en este momento no somos demasiado amigos. Estamos ante una falsa denuncia de brujería, como hay veinte cada día y no merece que la escuchemos.
A pesar de la tranquilidad que se había impuesto a sí mismo, Felipe acabó por perder la paciencia.
-Bien escuchasteis las denuncias de brujería cuando se referían a Marigny; aceptad al menos prestar atención a ésta. En primer lugar, no se trata del conde de Bar, como veréis ahora mismo. Porque Everardo no fue a buscar al hombre que había dicho, sino que, en su lugar, presentó al cardenal a un tal Juan de Pré, otro antiguo Templario, que se encontraba en Valence, también por casualidad... ¿no es así, Everardo?
El interrogado aprobó silenciosamente, bajando tanto la cabeza que enseñó la tonsura.
-¿No os parece, tío mío -continuó Poitiers-, que hay muchas casualidades y muchos Templarios al lado del cónclave, precisamente junto al sobrino de Bonifacio?
-En efecto, en efecto... -murmuró Valois.
Volviéndose a Everardo, Poitiers le preguntó de repente:
-¿Conoces a messire Juan de Longwy?
El rostro de Everardo se contrajo con un tic más violento y sus manos de largos dedos apretaron el cordón de su hábito. Pero respondió sin turbarse:
-No, monseñor, sólo lo conozco de nombre. Únicamente sé que es sobrino de nuestro difunto Gran Maestre.
-¡Difunto... la expresión es buena! (Nota: Se refiere a un juego de palabras intraducibles: deu notre Grand-Máitre, feu. (fuego) - feu (difunto). (Nota del traductor.) Fin de la nota) -observó Valois en voz baja.
-¿Estás seguro de no haber tenido nunca ninguna relación con él? -insistió Poitiers-. ¿Ni de haber recibido, por antiguos hermanos, ningún informe de su parte?
-He oído decir que messire de Longwy intentaba mantener relación con algunos de nosotros; pero nada más.
-¿Y no te habrá dicho Juan de Pré, por ejemplo, el nombre de un Templario que fue al ejército de Flandes a entregar mensajes a sire de Longwy y a recoger los suyos?
Carlos de Valois quedó sorprendido. Decididamente, Felipe sabía mucho sobre muchas cosas. ¿Pero por qué se guardaba siempre sus informaciones?
Everardo se había puesto a temblar. Felipe de Poitiers no le quitaba los ojos de encima. Aquel hombre correspondía exactamente a la descripción que le habían hecho.
-¿Te han atormentado alguna vez? -preguntó.
-¡Mi pierna, monseñor, mi pierna responde por mí!
El Turbulento pensaba: «Esos médicos tardan demasiado. Clemencia no está embarazada, y nadie se atreve a venir a decírmelo.» Volvió a la realidad cuando Everardo se echó de rodillas ante él y empezó a gritar:
-Sire! Sire! ¡Os suplico que no me hagáis atormentar de nuevo! ¡Juro ante Dios que digo la verdad! -No hay que jurar; es pecado -le dijo el rey.
Los dos bachilleres obligaron a Everardo a levantarse.
-Habrá que aclarar también este punto del ejército, -dijo Poitiers-. Continuemos el interrogatorio.
Miles de Noyers preguntó:
-¿Entonces, Everardo, qué os dijo el cardenal?
El antiguo Templario, mal recobrado de su pánico, respondió con voz precipitada:
-El cardenal nos dijo a Juan de Pré y a mí que deseaba vengar la memoria de su tío y llegar a ser papa; que para eso tenía que destruir a los que se le oponían, y nos prometió trescientas libras si podíamos ayudarle. Y los dos primeros que nos designó... Everardo vaciló, miró al rey, luego bajó los ojos.
-Bien, proseguid -dijo Miles.
-Nos designó al rey de Francia y al conde de Poitiers, diciéndonos que se sentiría satisfecho si los veía pasar con los pies por delante.
El Turbulento miró maquinalmente sus zapatos; luego, sobresaltado, exclamó:
-¿Con los pies por delante? ¡Entonces es mi muerte lo que deseaba ese malvado cardenal!
-Exactamente, hermano mio -dijo Poitiers sonriendo-; y la mía también.
-¿Y vos, cojo, no sabíais que por tal crimen seríais quemado en este mundo y condenado en el otro? -continuó el Turbulento.
-Sire, el cardenal Caetani nos aseguró que cuando fuera papa nos absolvería de todo. Inclinado, con las manos en la rodilla, Luis miraba con estupor al antiguo Templario. En aquel momento le vinieron a la memoria las advertencias de maese Martín.
-¿Tanto me detestan que quieren matarme? -dijo-. ¿Y de qué manera quería el cardenal ponerme pies por delante?
-Nos dijo que estabais demasiado bien protegido, sire, para mataros con el acero o el veneno, y que era necesario proceder por medio del hechizo. Con este fin, nos hizo entregar una libra de cera virgen que empezamos a ablandar en una bacía de agua caliente, en el cuarto de los hornos. Luego Juan de Pré fabricó hábilmente una imagen de hombre con una corona encima... Luis X hizo un rápido signo de la cruz.
-...y luego otra menor, con una corona más pequeña. Durante nuestro trabajo, el cardenal vino a visitarnos; parecía muy contento, hasta se echó a reír cuando vio la primera imagen, y nos dijo: «Tiene un miembro muy grande.» (Nota: Nos excusamos por el subido tono de la frase, pero se encuentra textualmente en la exposición del antiguo templario Everardo. tal como fue registrada in extenso. Fin de la nota.)
-¿Y después? -preguntó el Turbulento nerviosamente-. ¿Qué hicisteis con estas imágenes?
-Pusimos papeles dentro de ellas.
-¿Qué papeles?
-Los que es preciso colocar en la imagen con el nombre del que representa y las palabras del conjuro. ¡Pero os juro, sire -exclamó Everardo-, que no escribimos vuestro nombre, ni el de messire de Poitiers! Tuvimos miedo en el último momento, y escribimos los nombres de Jaime y Pedro Colonna...
-Los dos cardenales Colonna -precisó Poitiers.
-...ya que el cardenal nos los había citado también como enemigos suyos. ¡Juro, juro que es así! Luis X se volvió hacia su hermano como si buscara consejo y apoyo.
-¿Creéis, Felipe, que este hombre dice la verdad? Habrá que trabajarlo bien por los atormentadores.
A la palabra «atormentadores» Everardo por segunda vez se echó de rodillas y se arrastró hacia el rey, repitiendo que le habían prometido no torturarlo si lo confesaba todo. De la comisura de sus labios salía un poco de espuma blanca, y el terror daba a su mirada aspecto de demente.
-¡Detenedlo! ¡Impedid que me toque! -gritó Luis X-. Este hombre es un poseso.
Y difícilmente se hubiera podido decir cuál de los dos, el rey o el hechizador, estaba más asustado por el otro.
-¡Los tormentos no sirven para nada! -chillaba el antiguo Templario-. ¡Los tormentos me han hecho renegar de Dios!
Miles de Noyers tomó nota de esta espontánea confesión.
-Ahora estoy arrepentido -continuó Everardo, todavía de rodillas-. Lo confesaré todo... No teníamos crisma para bautizar las imágenes. Se lo advertimos al cardenal que se encontraba en consistorio en la gran iglesia, y nos contestó reservadamente por su secretario André que fuéramos a pedirlo al sacerdote Pedro en una iglesia que estaba detrás de la carnicería, fingiendo que el crisma era para un enfermo.
No había ya necesidad de preguntar más. Everardo mismo daba detalles y decía los nombres de las personas al servicio del cardenal.
-Luego tomamos las dos imágenes, un jarro con agua bendita y dos candelas también bendecidas. Lo ocultamos todo bajo nuestros hábitos, y el hermano Bost nos llevó a casa del orfebre del cardenal, un tal Baudon, que tenía una mujer joven y muy agradable. Ambos actuaron como padrinos. Bautizamos las imágenes en una bacía. Después de esto, las llevamos de nuevo al cardenal, quien nos lo agradeció mucho, y él mismo clavó largos alfileres en el corazón y partes vitales. Se entreabrió la puerta y Mateo de Trye asomó la cabeza; pero el rey le hizo señal con la
mano de que se retirara.
-¿Y luego? -preguntó Miles de Noyers.
-Luego el cardenal nos pidió que procediéramos a otros hechizos -respondió Everardo-. Pero entonces me inquieté, porque había mucha gente que empezaba a enterarse del asunto, y partí hacia Lyón, donde me entregué a los hombres del rey, quienes me enviaron aquí.
-¿Cobrasteis las trescientas libras?
-Sí, messire.
-¡Qué barbaridad! -dijo Carlos de la Marche-. ¿Para qué puede necesitar un clérigo trescientas libras?
Everardo bajó la cabeza.
-Las mujeres, monseñor -respondió en tono bastante bajo.
-O el Temple... -musitó, como para si, el conde de Poitíers. El rey, absorto en secretas angustias, no decía nada.
-¡Al Petit-Chátelet! -dijo Poitiers a sus dos bachilleres, señalando a Everardo.
Este se dejó llevar sin ofrecer la menor resistencia. Parecía que de repente le habían abandonado las fuerzas.
-Estos antiguos Templarios parecen formar un buen vivero de brujos -continuó Poitiers.
-Nuestro padre no debería haber quemado al Gran Maestre -murmuró Luis X.
-¡Ah, eso ya lo dije yo! -exclamó Valois-. Hice todo lo posible para oponerme a aquella funesta sentencia.
-Es verdad, tío mío, lo dijisteis -respondió Poitiers-. Pero ahora no se trata de eso. Salta a la vista que los fugitivos del Temple siguen unidos, y que están dispuestos a todo para servir a nuestros enemigos. Este Everardo no ha confesado ni la mitad de lo que sabe. Su relato está preparado, se ve claro, pero todo no puede ser inventado. Es evidente que este cónclave que se arrastra de ciudad en ciudad, desde hace dos años, deshonra tanto a la cristiandad como perjudica al reino; y que los cardenales se comportan, con el fin de obtener la tiara, de una manera que merece la excomunión.
-¿No será el cardenal Duéze -dijo Miles de Noyers- quien nos ha enviado a ese hombre para perjudicar a Caetani?
-Es muy posible -dijo Poitiers-. Everardo parece que se alimenta de cualquier manjar, con tal de que esté un poco podrido.
Fue interrumpido por monseñor de Valois, cuyo rostro había recobrado un gran aire de seriedad y reflexión.
-¿No creéis, Felipe -dijo-, que deberíais daros una vuelta por ese cónclave, ya que demostráis conocer bien el asunto? A mi juicio, vos sois el único que puede desembrollar esa madeja de intrigas, y esclarecer esas criminales maniobras, y así acelerar la ansiada elección.
Felipe sonrió ligeramente. «Tío Carlos se cree muy hábil en este momento -pensó-. Al fin ha encontrado la ocasión para alejarme de París, y enviarme a un avispero...»
-¡Ah, éste es un buen consejo, tío mío! -exclamó Luis X-. Cierto, Felipe debe prestarnos este servicio. Hermano mío, os agradecería que aceptarais... y fuerais a investigar acerca de esas imágenes que nos representan. ¡Oh, sí!, hay que hacerlo cuanto antes; vos tenéis tanto interés como yo. ¿Sabéis algún medio religioso para precaverse del hechizo? De todas formas, Dios es más fuerte que el diablo...
Y no daba la impresión de estar completamente seguro.
El conde de Poitiers reflexionaba. En el fondo, lo tentaba la proposición de dejar por unas semanas la corte, donde no podía impedir ninguna tontería y estaba constantemente en conflicto con Valois y Mornay... Ir por fin a realizar una obra útil. Llevar consigo a sus amigos y fieles partidarios, el condestable Gaucher, el legista Raúl de Presles, Miles de Noyers. Un hombre de guerra, otro de leyes y otro finalmente de guerra y de leyes, puesto que Miles era consejero en el Parlamento después de haber sido mariscal en el ejército. Y además, ¡quién sabe! El que hace a un papa se encuentra en buena disposición para recibir una corona. El trono del imperio de Alemania, con el que había soñado su padre para él, y al que podía aspirar como conde palatino, podía quedar libre algún día...
-Pues bien, sea, hermano mío; acepto por serviros -respondió.
-¡Ah, qué buen hermano sois! -exclamó Luis X.
Se levantó a abrazar a Felipe, y se detuvo lanzando un chillido.
-¡Mi pierna! ¡Mi pierna! La tengo fría y temblorosa. ¡No siento el suelo bajo ella!
Se hubiera dicho, porque él lo creía, que el demonio lo tenía ya aferrado por la pantorrilla.
-No es nada, hermano mio -dijo Felipe-, se os ha dormido; y nada más. Frotaos un poco.
-¡Ah!... ¿creéis que sólo es eso?
Y el Turbulento salió cojeando, como Everardo.
Al entrar en sus habitaciones, le notificaron que los médicos habían dictaminado afirmativamente y que, Dios mediante, sería padre hacia el mes de noviembre. Sus familiares se asombraron de no verlo, en aquel momento, demostrar plenamente su alegría.

Los reyes malditos III - Los venenos de la coronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora