El nuevo dueño de Neauphle.
El segundo día después de la Epifanía, que era día de mercado, reinaba gran agitación en la banca lombarda de Neauphle-le-Chateau. Limpiaban la casa de arriba abajo; el pintor del pueblo daba una mano de pintura a la gruesa puerta de entrada, se lustraban los cofres cuyas barras de hierro brillaban más que la plata; se pasaba la escoba a lo largo de los frisos para quitar las telarañas; se encalaban las paredes y se enceraban los mostradores. Los empleados, buscando los registros esparcidos, sus balanzas y fichas de contar, tenían que hacer esfuerzos para conservar la calma ante la clientela.
Una joven de unos diecisiete años, alta, de hermosas facciones y mejillas coloreadas por el frío, cruzó el umbral, y se detuvo, sorprendida por aquel bullicio. Por el manto de camelote con que se abrigaba, por el broche de plata que llevaba en el cuello y por su porte se adivinaba que era hija de la nobleza. Los lugareños se quitaron el gorro al verla.
-¡ Ah, demoiselle María! -exclamó Ricardo, el primer empleado-. ¡ Sed bien venida! Entrad y calentaos. Vuestro canastillo está preparado, como todas las semanas; pero con este trajín lo he guardado.
Hizo pasar a la joven a una pieza contigua, que servía de sala común a los empleados de la banca y donde había un gran fuego. De una alacena sacó un canastillo de mimbre, cubierto con una tela. -Nueces, aceite, tocino fresco, especias, harina de trigo, guisantes secos y tres grandes
salchichas -dijo-. Mientras nosotros tengamos alimentos, a vos no os faltarán. Son órdenes de messire Guccio. Y, como de costumbre, pongo todo a su cuenta... El invierno comienza a hacerse largo, y mucho me sorprendería que no acabase en hambre, como el año pasado. Sin embargo, este año estaremos mejor provistos. María cogió el canastillo.
-¿Ninguna carta? -preguntó.
El primer empleado movió la cabeza con fingida tristeza.
-No, hermosa demoiselle, esta vez no hay carta.
Sonrió al ver la decepción que se retrataba en el rostro de María, y añadió:
-No hay carta; pero sí una buena noticia.
-¿Está curado? -exclamó la joven.
-¿Por qué creéis que hacemos todos estos preparativos, en pleno enero, cuando nunca se pinta antes de abril?
-¡Ricardo! Entonces, ¿es verdad? ¿Llega vuestro amo?
-Sí, per la Madonna, viene; ya está en París y nos ha anunciado que llegará mañana.
-¡Qué feliz soy! ¡Qué feliz soy al saber que lo volveré a ver!
Luego, conteniéndose, como si con su explosión de alegría hubiera faltado al pudor, añadió:
-Toda mi familia se alegrará de verlo de nuevo.
-Ha pedido que le preparemos alojamiento. Venid, demoiselle María, quiero que me deis vuestra opinión sobre la habitación que le hemos preparado, y que me digáis si la encontráis de vuestro gusto.
La condujo al piso y abrió la puerta de una habitación de grandes dimensiones aunque baja de techo, cuyas vigas acababan de encerar. Estaba amueblada con piezas de encina bastante toscas, una cama estrecha pero cubierta con un rico brocado de Italia, algunos objetos de estaño y un candelero. María recorrió la pieza con la mirada.
-Todo está muy bien -dijo-. Pero espero que vuestro amo tenga pronto su residencia en la mansión. Ricardo sonrió de nuevo.
-También yo lo espero -respondió-. Os aseguro que todo el mundo está muy intrigado con la llegada de messsire Guccio y con la noticia de que va a quedarse a vivir aquí. Desde ayer, no cesa de entrar gente con cualquier pretexto, molestándonos por nada, como si en el burgo nadie más fuera capaz de contarles el cambio de los doce dineros de un sueldo. Todo para embelesarse con los trabajos que realizamos en la casa y hacerse explicar el motivo. Hay que decir que a messire Guccio lo quieren mucho en este país desde que echó al preboste Portefruit, de quien todos se quejaban. Lo van a recibir muy bien, y creo que se convertirá en el verdadero dueño de Neauphle... después de vuestros hermanos, naturalmente -agregó, acompañando a la joven hasta la puerta del jardín, por donde la hizo salir.
Nunca le había parecido a María más corto el camino que separaba el burgo de Neauphle de la mansión de Cressay.
«Viene..., viene..., viene...», se repetía como si cantara mientras saltaba de rodada en rodada. «Viene, me ama, y pronto nos casaremos. Va a ser el verdadero dueño de Neauphle.» El canastillo de víveres no le pesaba en el brazo.
Al entrar en el patio de Cressay, encontró a su hermano Pedro, que salía de las cuadras.
-¡Viene! -le gritó.
-¿Quién viene?
Era la primera vez desde hacía varios meses, que veía a su hermana mostrar verdadera alegría. - ¡ Guccio viene!
-¡Ah! ¡Buena noticia! -exclamó Pedro de Cressay-. Es un buen compañero, y tendré gran placer en volverlo a ver.
-Viene a quedarse en Neauphle, su tío le ha cedido la banca. Y sobre todo...
Se interrumpió. Pero, incapaz de guardar su secreto por más tiempo, atrajo la cara mal afeitada de su hermano, lo abrazó, y agregó:
-Va a pedir mi mano.
-¡Ah, vaya! -exclamó Pedro-. ¿Y de dónde has sacado esa idea?
-No es una idea. Lo sé..., lo sé..., lo sé...
Atraído por el ruido, Juan de Cressay, el hermano mayor, salió de la cuadra, donde estaba limpiando su caballo. En la mano llevaba un haz de paja.
-¡Parece, Juan, que nos llega un cuñado de París! -dijo el hermano menor.
-¿Un cuñado? ¿Cuñado de quién?
-¡Nuestra hermana ha encontrado marido!
-¡Bien! Eso es una gran cosa -respondió Juan.
Entraba en el juego, creyendo que se trataba de una broma.
Pedro de Cressay era rubio como su hermana, Juan tenía el pelo castaño y llevaba barba, una barba espesa y mal cuidada.
-¿Y cómo se llama -continuó- ese poderoso barón que ambiciona unirse con nuestras ruinosas torres y nuestra gran fortuna en deudas? Espero al menos, hermana mía, que sea rico, ya que lo necesitamos grandemente.
-Si, lo es -respondió María-. Es Guccio Baglioni.
Por la mirada que le lanzó su hermano mayor, tuvo la inmediata certeza de haber originado un drama. De repente sintió frío y le empezaron a zumbar los oídos.
cada pregunta, respondía Maria con una vaga negación que escondía muy mal su turbación cada vez más creciente. El mismo Pedro se sentía incómodo. «Debería haberme callado», se decía. Entraron los tres en la gran sala de la mansión, donde su madre, la señora Eliabel, hilaba la
lana junto a la chimenea. La castellana había recobrado su robustez natural gracias a las vituallas que cada semana, desde la escasez del invierno anterior, les hacía llegar Guccio.
-Sube a tu habitación -dijo Juan de Cressay a su hermana.
Como hermano mayor tenía autoridad de jefe de familia. Cuando salió María y se oyó cerrar la puerta de su habitación en el piso, Juan puso a su madre al corriente de lo que acababa de saber.
-¿Estás seguro, hijo mío? ¿Es posible? -exclamó-. ¿A quién se le ocurre la loca idea de que una joven de nuestro rango, cuyos antepasados pertenecen a la caballería desde hace dos siglos, pueda casarse con un Lombardo? Estoy segura de que ese joven Guccio, quien, por otra parte, es muy agradable y tiene bellas maneras, nunca ha pensado en eso.
-No sé si él lo ha pensado, madre mía -respondió Juan-, pero si sé que María lo piensa. Las duras mejillas de la señora Eliabel se sonrojaron.
-¡Esa pequeña ve visiones! -dijo-. Si ese joven, hijos míos, ha venido tantas veces a visitarnos y nos ha demostrado tanta amistad, es porque tiene más interés, creo yo, por vuestra madre que por vuestra hermana. ¡ Oh!, sin ninguna deshonestidad -se apresuró a añadir-, y sin que haya pasado por sus labios ninguna palabra ofensiva. Son cosas que una mujer adivina, y he comprendido que me admiraba...
Diciendo esto, se incorporó en su asiento, hinchando el pecho.
-Yo no estoy tan seguro, madre mía -respondió Juan de Cressay-. Recordad que durante la última estancia de Guccio, lo dejamos solo varias veces con nuestra hermana cuando parecía estar tan enferma, y que a partir de entonces ella recobró la salud.
-Quizá fue porque desde aquel momento empezó a quitarse el hambre, y nosotros con ella - observó Pedro.
-Sí, pero advertid que, desde entonces, siempre hemos tenido noticias de Guccio a través de María. Su viaje a Italia, su accidente... Ricardo siempre informa a María, y nunca a nosotros. Y luego su insistencia en ir ella misma a buscar los víveres a la banca. Os digo que detrás de todo esto hay alguna maquinación sobre la que no hemos tenido los ojos bastante abiertos.
La señora Eliabel dejó la rueca, sacudió los hilos de lana de su falda, y levantándose, declaró con tono ultrajado:
-Sería en verdad gran villanía por parte de ese jovenzuelo, haber usado su mal adquirida fortuna para sobornar a mi hija, pretendiendo comprar nuestra alianza con algunos alimentos o vestidos, cuando el honor de ser nuestro amigo debería pagarle con creces.
Pedro de Cressay era el único de la familia que tenía sentido de la realidad. Era sencillo, leal y sin prejuicios. Lo irritaban las manifestaciones que oía, tejidas de mala fe, de celos y de vanas pretensiones.
-Parece que olvidáis los dos -dijo- que seguimos debiendo trescientas libras al tío de Guccio, el cual nos hace la gracia de no reclamárnoslas, como tampoco los intereses, que no cesan de aumentar. Y si no fuimos embargados por el preboste Portefruit, tierras y paredes, se lo debemos a Guccio. Recordad también que nos ha evitado morir de hambre con todas sus vituallas, que no hemos pagado nunca. Antes de alejarlo, pensad un poco si podéis pagar. Guccio es rico y con los años lo será más todavía. Cuenta con gran protección, y si el rey de Francia lo encontró de buena apariencia para unirlo a la embajada que fue a Nápoles a buscar la nueva reina, no veo por qué nosotros hemos de pretender ser inaccesibles.
Juan se encogió de hombros.
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-Eso lo sabemos por María -dijo-. Y fue en la embajada como mercader, para atender su negocio. -¡Y aunque el rey lo haya enviado a Nápoles, no por eso le va a dar su hija! -exclamó la
señora Eliabel.
-Mi pobre madre -replicó Pedro-, María no es hija del rey de Francia, que yo sepa. Ciertamente es hermosa...
-¡No venderé a mi hermana por dinero! -gritó Juan de Cressay. Sus ojos brillaban entre el hirsuto pelo.
-No, no la venderás -replicó Pedro-, pero le elegirás un carcamal, sin que te ofendiera que fuera rico, a condición de que llevara espuelas en sus talones gotosos. ¡ Si ella ama a Guccio, tú no la vendes!... ¿La nobleza? ¡Bah! Nosotros dos nos bastamos para mantenerla. Por mi parte os digo que no vería con malos ojos ese matrimonio.
-¿Y tampoco verías con malos ojos a tu hermana instalada en Neauphle, en nuestro feudo, detrás de un mostrador de banca, calculando el vellón y traficando en especias? Dices desatinos, Pedro, y me pregunto de qué te viene el poco respeto que tienes a lo que somos -dijo la señora Eliabel-. De todas formas, mientras yo viva, no consentiré tan desigual matrimonio, y tu hermano tampoco. ¿No es así, Juan?
-Ciertamente, madre mía. Ya hemos discutido bastante, y ruego a Pedro que no hable nunca más de esto.
-Está bien, está bien. Tú eres el mayor, haz lo que creas conveniente -dijo Pedro.
-¡Un Lombardo, un Lombardo! -continuó la señora Eliabel-. ¿Decís que viene ese joven Guccio? Dejadme hacer, hijos míos. El crédito y los favores que le debemos nos impiden cerrarle la puerta. Está bien, lo recibiremos; pero si él es pícaro, yo lo seré más. Y me encargo de quitarle las ganas de volver otra vez, si lo hace por el motivo que nos tememos.
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Los reyes malditos III - Los venenos de la corona
Ficção HistóricaTodos los derechos reservados a Maurice Druon