El ejército embarrado.
En el interior del amplio pabellón real, todo él bordado de flores de lis, pero donde se chapoteaba como en todas partes, Luis X, rodeado de su hermano menor Carlos, hecho hacía poco conde de La Marche, de su tío el conde de Valois y de su canciller Esteban de Mornay, escuchaba al condestable Gaucher de Châtillon, que le exponía la situación. El informe no tenía nada de halagüeño.
Châtillon, conde de Porcien y señor de Crévecoeur, era condestable desde 1284, es decir, desde comienzos del reinado de Felipe el Hermoso. Había presenciado el desastre de Courtrai, la victoria de Mons-en-Pévéle, y muchas otras batallas en aquella frontera del norte siempre amenazada, donde se encontraba por sexta vez en su vida. Tenía sesenta y cinco años. Era hombre de mediana estatura, bien constituido, a quien ni los años ni las fatigas habían debilitado. Con su arrugado cuello emergiendo de la armadura, los párpados semicerrados y la manera que tenía de volver la cabeza, lentamente de derecha a izquierda, tenía aspecto de tortuga. Daba la impresión de ser lento porque era reflexivo. Su fuerza física y su valor en el combate imponían tanto respeto como su competencia estratégica. Conocía la guerra demasiado de cerca para amarla; la consideraba sólo como una necesidad política; no se vanagloriaba, ni escondía sus opiniones.
-Sire -dijo-, la carne y los víveres no llegan al ejército, pues los carros están atascados en los baches, a seis leguas de aquí, y los tiros de los caballos se rompen cuando se intenta desatascarlos. Los hombres comienzan a encolerizarse por el hambre; las mesnadas que todavía disponen de alimento han de defender sus reservas de las que ya no tienen nada; los arqueros de la Champaña y los de Perche han llegado a las manos, y sería bien lamentable que nuestros soldados se dedicaran a luchar entre si antes de haberse enfrentado al enemigo. Voy a verme obligado a levantar algunas horcas, cosa que no me gusta nada. Pero las horcas no llenan el estómago. Tenemos ya más enfermos de los que pueden curar los barberos-cirujanos; pronto serán los capellanes quienes tendrán mayor trabajo. Llevamos así cuatro días y el tiempo no muestra perspectivas de mejora. Dos días más y se declarará el hambre, y nadie podrá impedir que los hombres deserten para ir en busca de pitanza. Todo está enmohecido, todo está podrido, todo está oxidado...
Para probarlo, sacudió el gocete de acero chorreando que se había quitado al entrar.
El rey caminaba en círculo por la tienda, nervioso, ansioso, agitado. Fuera se oían ruidos y chasquidos de látigo.
-¡Que cese ese barullo, aquí no nos entendemos! -gritó el Turbulento.
Un escudero levantó la puerta de la tienda; la lluvia continuaba cayendo torrencialmente y formaba otra cortina delante de la tienda. Treinta caballos, hundidos en el barro hasta los corvejones, tiraban de un enorme tonel que no conseguían arrastrar.
-¿Adónde lleváis ese vino? -preguntó el rey a los carreteros que chapoteaban en el fango.
-A Monseñor de Artois, Sire, respondió uno de ellos.
El Turbulento los miró un instante con sus grandes ojos glaucos, movió la cabeza y se volvió sin añadir palabra.
-¿Qué os decía, Sire? -continuó Gaucher-. Tal vez tengamos para beber hoy, pero mañana no contéis ya... ¡Ah!, debería haberos rogado más insistentemente que siguierais mi consejo. Mi opinión era suspender antes la marcha y consolidarnos en cualquier altura, en lugar de venir a hundirnos en este cenagal. Monseñor de Valois y vos mismo insististeis en que siguiéramos adelante. Temí que se me tomara por cobarde, culpando a mi edad, si impedía avanzar al ejército. Me equivoqué.
Carlos de Valois se preparaba a replicar, cuando el rey preguntó:
-¿Y los flamencos?
-Están enfrente, en la otra orilla del río también en gran número y creo que no más felices; pero más cerca de sus abastecimientos y apoyados por el pueblo de sus burgos y aldeas. Aunque mañana descienda el agua, estarán mejor preparados para atacarnos que nosotros para asaltarlos. Carlos de Valois se encogió de hombros.
-Vamos, Gaucher, la lluvia os ha ensombrecido el humor -dijo-. ¿A quién haréis creer que una carga de caballería no dará buena cuenta de esa banda de tejedores? En cuanto vean nuestro muro de corazas y nuestro bosque de lanzas, se dispersarán como gorriones.
El conde, a pesar del barro que lo cubría, estaba soberbio con su cota de armas de seda, bordada en oro, pasada por encima de su traje de mallas, y la verdad es que parecía más rey que el mismo rey. Primo de todo el mundo, lo era también del condestable, pues se había casado en terceras nupcias con una Châtillon.
-Bien se ve, Carlos -replicó Gaucher-, que no os encontrabais en Courtrai hace tres años. Estabais entonces guerreando en Italia, por el papa. Yo vi a esa banda de tejedores, como vos la llamáis, dejar malparados a nuestros caballeros que se habían apresurado demasiado, tirarlos de su montura, y acuchillarlos dentro de su armadura, sin dignarse hacer prisioneros.
-Entonces, será preciso creer que faltaba yo -dijo Valois con la suficiencia que sólo él era capaz de mostrar-. Esta vez estoy aquí.
El canciller de Mornay susurró al oído del joven conde de La Marche:
-No tardará mucho en saltar la chispa entre vuestro tío y el condestable; en cuanto se encuentran uno frente al otro, los ataca la cólera sólo con mirarse.
-¡La lluvia, la lluvia! -repetía Luis con rabia-. ¿Ha de estar todo siempre contra mi?
Una salud inestable, un padre genial pero avasallador, cuya glacial autoridad lo había aplastado durante veinticinco años, una mujer infiel y escandalosa, ministros hostiles, un Tesoro vacío, vasallos revoltosos, un desolador invierno en el año que empezaba su reinado, una tempestad que amenazaba con llevarse a su segunda mujer... ¿Bajo qué espantosa discordia de planetas, que los astrólogos no se atrevían a revelarle, debía de haber nacido, para encontrar la adversidad en cada decisión, en cada empresa, y acabar vencido, no en la batalla, noblemente, sino por el agua y el barro en que acababa de hundirse su ejército?
En aquel momento le anunciaron que una delegación de los barones de la Champaña, dirigida por el caballero Esteban de Saint-Phalle, quería la revisión de la carta de privilegios que se les había concedido el mes de mayo, y amenazaban con abandonar el ejército si no se les daba satisfacción inmediata.
-¡Saben elegir bien el día! -exclamó el rey.
-Cuando se empieza a soltar el hilo -dijo Gaucher, moviendo su cabeza de tortuga-, es de esperar que se deshaga todo el ovillo.
Cada bandera del ejército presentaba su particular fisonomía, que reflejaba tanto los caracteres de su provincia de origen como la personalidad de sus jefes. En la del conde de Poitiers existía una severa disciplina; la alineación de las tiendas era rigurosa; las calles despejadas y terraplenadas en lo posible, los centinelas espaciados regularmente, y no faltaban víveres; al menos todavía no. Cuando los carruajes comenzaron a atascarse, el conde de Poitiers ordenó repartir los víveres y cargar con ellos a los hombres de a pie. Estos, al principio, renegaron de su suerte; ahora bendecían a monseñor Felipe.
De la misma manera que apreciaba el orden, Poitiers apreciaba igualmente la comodidad. Cien criados habían cavado canales de desagüe antes de plantar su pabellón sobre un suelo de leños donde se podía estar casi libre de humedad. Esta tienda, tan rica y amplia como la del rey, tenía varios departamentos separados por tapices. A la misma hora en que su hermano se encolerizaba contra la delegación de la Champaña, Felipe de Poitiers, sentado sobre su asiento de campo, con la espada, escudo y yelmo al alcance de la mano, conversaba tranquilamente con sus principales capitanes.
Dirigiéndose a un bachiller (9) de su séquito, le preguntó:
-Herón, ¿habéis leído, como os pedí, el libro de ese florentino...?
-Dante Alighieri...
-...Sí, ése... que trata tan mal a mi familia, según me han dicho. Era protegido de Carlos Martel de Hungría, padre de esa princesa Clemencia que pronto tendremos por reina. Me gustaría saber qué cuenta en su poema.
-Lo he leído, monseñor, lo he leído -respondió Adán Herón-. Messer Dante imagina en el comienzo de su comedia que a los treinta y cinco años de edad se pierde en un bosque sombrío, cuyo camino está cerrado por espantosos animales, por lo cual comprende que se ha extraviado fuera del mundo de los mortales...
Los barones que rodeaban al conde de Poitiers se miraron sorprendidos. El hermano del rey no dejaría jamás de asombrarlos. En medio de un campamento guerrero y en el estado en que se encontraban, de repente no tenía otra ocupación que conversar sobre poesía, como si se hallara junto al fuego en su casa de París. Sólo el conde de Evreux, que conocía bien a su sobrino y que, desde que estaba a sus órdenes lo apreciaba cada día más, había comprendido su finalidad. «Felipe intenta distraer a sus caballeros de esta nefasta inactividad -se decía- y antes de dejarles calentar los cascos, los induce a soñar en espera de llevarlos a combatir.»
Porque ya Anseau de Joinville, Goyon de Bourcay, Juan de Beaumont, Pedro de Caranciere y Juan de Clermont se habían sentado sobre los cofres y escuchaban, con ojos brillantes, el relato del Dante según el bachiller Herón. Aquellos hombres rudos, bestiales a veces en su modo de vivir, se sentían sobrecogidos por lo misterioso y sobrenatural, y dispuestos siempre a acoger lo maravilloso. Las leyendas les seducían. No dejaba de ser un extraño espectáculo ver aquella asamblea de toscos guerreros, vestidos de hierro, que seguían con pasión las sabias alegorías del poeta italiano, inquietos por saber quién era aquella Beatriz amada con tan grande amor; que gemían ante el recuerdo de Francesca de Rimini y Paolo Malatesta, y se estremecían de repente al escuchar que Bonifacio VIII, en compañía de otros papas, se encontraba en el decimoctavo círculo del infierno, en la fosa de los embusteros y simoníacos.
-Buena manera se ha imaginado el poeta de vengarse de sus enemigos y manifestar sus quejas -dijo Felipe de Poitiers, riendo-. ¿Y dónde ha colocado a mi familia?
-En el purgatorio, monseñor -respondió el bachiller, quien, a petición de todos, fue a buscar el volumen copiado sobre grueso pergamino.
-Entonces, leednos lo que dice sobre ella, o mas bien traducid para los que entre nosotros no entienden la lengua de Italia.
-No me atrevo, monseñor...
-Hacedlo, no temáis. Me interesa saber qué piensan de nosotros los que no nos quieren.
-Messer Dante imagina que encuentra una sombra que gime fuertemente. Pregunta a esta sombra la causa de su dolor, y he aquí la respuesta que obtiene:
Raíz fuí yo de esa nociva planta Cuya funesta sombra se proyecta De modo tal en la cristiana tierra Que raramente frutos bien se logran. Si Brujas, Gante, Lila, Duai pudieran, Sangrienta su venganza tomarían; Supremo Juez, yo pido esa venganza.
-Parece profético y se adapta perfectamente al momento presente -dijo el conde de Poitiers-. Ese poeta conoce bien nuestras dificultades en Flandes. Continuad...
Hugo Ca peto en la tierra me llamaron, De mí nacieron los Luises y Felipes Que desde ha poco sobre Francia reinan. De un carnicero de París soy hijo,
Y cuando los viejos reyes se extinguieron menos uno todos, monje en el claustro...
-Eso es falso por entero -interrumpió el conde de Poitiers, estirando sus largas piernas-. Es una infame leyenda que han hecho correr en estos tiempos para perjudicarnos. Hugo era duque de Francia. (9)
Durante todo el tiempo que duró la lectura, no dejó de comentar con calma, a veces con ironía, los feroces ataques que el poeta italiano, ilustre ya en su país, dirigía contra la casa real. Dante acusaba a Carlos de Anjou, hermano de San Luis, no sólo de haber asesinado al legítimo heredero del trono de Nápoles, sino también de haber hecho envenenar a Santo Tomás de Aquino.
-También quedan bien servidos nuestros primos de Anjou -dijo a media voz el conde de Poitiers. Sin embargo, el príncipe francés contra quien Dante se lanzaba con mayor violencia, aquel
para quien reservaba sus peores invectivas, era otro Carlos, que había ido a devastar a Florencia y traspasarla por el vientre -escribía el poeta- «con la lanza con la que combatió Judas».
-¡Vaya, pero si se trata de mi tío Carlos de Valois y de su gran cruzada toscana, cuando era vicario general de la cristiandad! Esta es la razón de tan tremenda venganza. Parece que monseñor Carlos no nos conquistó buenos amigos en Italia. (10)
Los asistentes se miraron, no sabiendo qué actitud tomar. Cuando vieron que Felipe sonreía, pasándose su pálida y larga mano por la cara, se atrevieron a reír. No querían mucho a monseñor de Valois en el séquito de Poitiers.
Pero no era sólo Dante quien detestaba a los príncipes de Francia. Tenía también otros enemigos igualmente tenaces, y hasta en las filas del ejército.
A doscientos pasos del pabellón del conde de Poitiers, bajo una tienda de campo de los caballeros del condado de Borgoña, el señor Juan de Longwy de pequeña estatura y de rostro seco y duro conversaba con un singular personaje vestido mitad de monje, mitad de soldado.
-Las noticias que me traéis de España son buenas, hermano Everardo -decía Juan de Longwy-, y me complace escuchar que nuestros hermanos de Castilla y de Aragón han recuperado sus encomiendas. Ellos tienen más suerte que nosotros, que debemos seguir actuando en la oscuridad.
Juan de Longwy era sobrino del Gran Maestre de los Templarios, Jacobo de Molay, de quien se consideraba heredero y sucesor. Había jurado vengar a su tío y rehabilitar su memoria. La muerte prematura de Felipe el Hermoso, con la cual se cumplía la triple y famosa maldición, no había aplacado su odio; lo traspasó a los herederos del Rey de Hierro, a Luis X, a Felipe de Poitiers y a Carlos de la Marche. Longwy creaba a la Corona cuantos trastornos podía. Participaba en las ligas baroniales, y al mismo tiempo se esforzaba en reagrupar secretamente la Orden de los Templarios manteniéndose en relación con los hermanos fugitivos, por los cuales se había hecho reconocer Gran Maestre. (11)
-Deseo de todo corazón la derrota del rey de Francia -continuó-, y sólo me he unido a este ejército con la esperanza de verlo caer, a él y a sus hermanos, bajo un buen golpe de espada.
Everardo, antiguo caballero del Temple, delgado, desgalichado, con los ojos negros muy juntos y cojo debido a las torturas sufridas, respondió:
-Que vuestros deseos se realicen, maestre Juan, a ser posible mediante Dios, y si no por el diablo. -No me llaméis maestre, aquí no -dijo Longway.
Levantó bruscamente la cortina de la puerta para asegurarse de que no los espiaban y alejó con un pretexto cualquiera a dos criados que no hacían otro mal que resguardarse de la lluvia bajo el saledizo de la tienda. Luego se volvió a Everardo:
-No tenemos nada que esperar de la corona de Francia. Sólo un nuevo papa podría restablecer la Orden, y devolvernos nuestras encomiendas de aquí y de ultramar. ¡Ah, feliz el día en que eso llegue, hermano Everardo!
La caída de la Orden se remontaba sólo a ocho años, su condena a menos todavía, y no hacía más que dieciséis meses que Jacobo de Molay había muerto en la hoguera. Los recuerdos estaban frescos; las esperanzas, vivas. Longwy y Everardo podían soñar todavía.
-En fin, hermano Everardo -prosiguió Longway-, ahora iréis a Bar-sur-Aube, donde el capellán del conde de Bar, que es casi de los nuestros, os dará algún empleo para que no tengáis necesidad de esconderos más. Luego partiréis a Aviñón, desde donde me han informado que el cardenal Duéze, que es hechura de Clemente V, vuelve a tener grandes posibilidades de ser elegido, lo cual debemos evitar a toda costa. Buscad al cardenal Caetani que también está decidido a vengar a su tío el papa Bonifacio.
-Apuesto a que me acogerá bien cuando sepa que yo ayudé a enviar a Nogaret al otro mundo. ¡Vais a formar la liga de los sobrinos!
-Justamente, Everardo, justamente. Ved, pues, al cardenal Caetani y decidle que nuestros hermanos de España e Inglaterra y todos los escondidos de Francia lo desean y eligen en su corazón como papa y están dispuestos a apoyarlo no sólo con plegarias sino por todos los medios. Yo hablo en su nombre. Vos os pondréis a las órdenes del cardenal para lo que os solicite. Ved también al hermano Juan del Pré, que se encuentra alli y podrá seros de gran utilidad. Y durante el camino no olvidéis averiguar si se encuentran en los alrededores algunos de nuestros antiguos hermanos. Procurad reunirlos en pequeñas compañías, y hacedles repetir sus juramentos, como vos sabéis. Idos, hermano mío; este salvoconducto, que os convierte en hermano capellán de mi mesnada, os ayudará a salir del campo sin que os hagan preguntas.
Le tendió un papel que el antiguo caballero templario deslizó bajo el gambesón de cuero que cubría hasta las caderas su hábito de sayal.
-Sin duda necesitaréis algunos denarios -dijo Longway.
-Sí, maestre.
Longway sacó de su bolso dos piezas de plata; Everardo le besó la mano y se marchó, cojeando, bajo la lluvia.
Conforme atravesaba la mesnada de Francia oyó en una calle gritos y risas. Una mujer ampliamente escotada y que abrigaba sus rojos cabellos con la falda arremangada, corría entre las tiendas perseguida por soldados alborotados. En la parte trasera de una carreta cubierta, otra mujerzuela ofrecía su mercancía. Everardo se paró y quedó inmóvil un momento, atento sólo a su propia emoción. Las ocasiones de ceder a los deseos de la carne no eran frecuentes. Lo que le hacía dudar no era tanto el emplear para tal fin el óbolo de maestre Juan como el poco tiempo transcurrido entre el donativo y su uso. ¡ Bah! ya mendigaría para seguir su camino. El pan se obtiene de la caridad más frecuentemente que el placer. Y se dirigió a la carreta de la mujer...
Muy cerca se levantaba una alta tienda roja bordada con los tres castillos de Artois, pero sobre la cual flotaba la bandera de Conches.
El campamento de Roberto de Artois no se parecía en nada al del conde de Poitiers. Aquí, a pesar de la lluvia, todo era ruido, movimiento, agitación, idas y venidas en un desorden tan general que parecía estudiado. Daba la impresión de un mercado al aire libre más que de un campamento de guerra. El hedor a cuero mojado, a vino agrio, a estiércol y a excrementos ofendía el olfato.
El de Artois había alquilado a los mercaderes que acompañaban al ejército una parte de los campos asignados a su mesnada. Quien deseara comprar un nuevo tahalí, reemplazar la hebilla de su yelmo, encontrar codales de hierro o hacer reparar su cota desgarrada, o simplemente echarse un trago de cerveza o de aguapié debía dirigirse allí. El ocio en los soldados favorece el gasto. Había feria ante la puerta de messire Roberto, quien se había ingeniado igualmente para tener a su lado las muchachas alegres de manera que pudiera obsequiar a sus amigos.
A los arqueros, ballesteros, palafreneros, escuderos y criados, los había apartado y se cobijaban en cabañas de ramaje o incluso bajo las carretas.
En el interior de la tienda roja no se hablaba de poesía. Constantemente estaba abierto el tonel de vino, los cubiletes circulaban en medio de la algazara, los dádos rodaban sobre la tapa de los grandes cofres; el dinero se jugaba de palabra, y más de un caballero había perdido lo que le hubiera costado eximirse de la obligación de combatir.
Una cosa se advertía claramente: a pesar de que Roberto sólo mandaba las tropas de Conches y de Beaumont-le-Roger, un gran número de caballeros de Artois, que dependían de la mesnada de la condesa de Mahaut, estaban permanentemente en su tienda, donde, militarmente hablando, nada tenían que hacer.
Apoyado en el palo central de la tienda, Roberto de Artois dominaba con su colosal estatura aquella turbulencia. Con su nariz corta, las mejillas más largas que la frente, sus cabellos de león echados hacia atrás sobre la cota escarlata, se divertía jugueteando negligentemente con una maza de guerra. Sin embargo, había una herida en el alma de aquel gigante, y no sin motivo deseaba aturdirse con bebida y algazara.
-Para los míos, las batallas de Flandes no valen nada -confiaba a los señores que lo rodeaban-. Mi padre, el conde Felipe, que muchos de vosotros conocisteis y servisteis fielmente...
-¡Sí, lo conocimos!... ¡Era un hombre bravo, un valiente! -respondieron los barones de Artois. -...mi padre murió en el combate de Fumes. En esta tienda donde estamos ahora -dijo
Roberto, acompañando sus palabras con un amplio gesto circular. Y a mi abuelo, el conde Robérto...
-¡Ah, qué bravo y buen señor feudal era!... ¡Respetó nuestras buenas costumbres!... Nunca se le pedía justicia en vano...
-...cuatro años después lo mataron en Courtrai. Jamás van dos sin un tercero. Tal vez mañana, monseñores, tengáis que darme cobijo bajo tierra.
Hay dos clases de supersticiosos: los que nunca evocan la desgracia por miedo de atraerla, y los que esperan alejarla mediante un tributo de palabras. Roberto de Artois pertenecía a esta última clase. -Caumont, lléname otro cubilete. ¡Bebamos por mi último día! -exclamó.
-¡No queremos que eso ocurra! Os haremos muralla con nuestro cuerpo -exclamaron los barones-. ¿Quién, aparte de vos, defiende nuestros derechos?
Lo consideraban como su natural señor feudal, lo idolatraban un poco por su estatura, su fuerza, su apetito y su largueza. Todos querían parecérsele, todos se dedicaban a imitarlo.
-Pues bien, ved, mis buenos señores, cómo se recompensa tanta sangre vertida por el reino - continuó-. Por haber muerto mi abuelo después de mi padre, ¡sí, por eso!... el rey Felipe encontró la ocasión de despojarme injustamente de mi herencia y dar el Artois a mi tía Mahaut, quien os trata tan bien, con todos sus malhadados Hirson, el tesorero y los demás, que os hunde a impuestos y niega vuestros derechos.
-Si mañana entramos en batalla y un Hirson se pone al alcance de mi mano, le espera algún golpe que no vendrá precisamente de los flamencos -declaró un buen mozo de grandes cejas rojizas que se llamaba señor de Souastre.
Roberto de Artois, por mucho que bebiera, conservaba la cabeza clara. Todo el vino repartido, las muchachas ofrecidas, tanto dinero gastado obedecía a una razón: el gigante trabajaba para mejorar sus asuntos.
-Mis nobles señores, en primer lugar la guerra del rey, del que somos leales súbditos, y quien, por el momento, os lo aseguro, favorece nuestras justas quejas -dijo-. Pero una vez acabada la guerra, entonces, monseñores, os aconsejo que no abandonéis las armas. Es una buena ocasión ésta de estar todos reunidos con vuestra gente. Volved así al Artois y recorred el país para cazar por todas partes a los agentes de Mahaut y azotarles las nalgas en las plazas de los burgos. Yo os apoyaré en la cámara del rey, y si es necesario, iniciaré de nuevo el proceso cuyo fallo me perjudicó tanto; y me comprometo a restaurar vuestras costumbres como en tiempo de mis padres.
-¡Así lo haremos, messire Roberto, así lo haremos! Souastre extendió los brazos.
-Juramos -exclamó- no separarnos antes de que se cumplan nuestras demandas y de que nuestro buen señor Roberto nos haya sido dado como conde. ¡ -¡Lo juramos! -respondieron los barones.
Hubo grandes abrazos, se llenaron otra vez los cubiletes y se encendieron las antorchas porque la tarde declinaba. Roberto de Artois se regocijaba al ver la liga de Artois, que él había fomentado, tan dispuesta a la acción. Verdaderamente sería una tontería morir al día siguiente... En aquel momento entró en la tienda un escudero, diciendo:
-Monseñor Roberto, los jefes de mesnada son requeridos en el pabellón real.
Cuando el de Artois entró, sin prisa, en el pabellón real, la mayor parte de los señores se encontraban ya sentados en círculo, para escuchar al condestable.
La mayoría de ellos no se habían lavado ni afeitado desde hacía seis días. Ordinariamente, no hubieran dejado pasar tanto tiempo sin bañarse. Pero la mugre formaba parte de la guerra.
Cansado de tener que repetir los mismos argumentos, Gaucher de Châtillon fue breve, y casi impertinente con respecto al soberano. Decididamente no le satisfacía aquel reyecito que zanjaba por sí mismo asuntos que hubieran merecido un Consejo, y convocaba asamblea cuando hubiera debido decidir. Gaucher estaba acostumbrado a otros métodos, en los que el mando de tropas no era materia de deliberación.
Extendiendo su cota de seda azul sobre las rodillas, Valois comenzó con su tono de perorata: -Es cierto, sire, sobrino mío, como Gaucher acaba de confirmar, que no se puede
permanecer por más tiempo en este lugar donde se estropea a la vez el alma de los hombres y el pelo de los caballos. La inactividad nos aplasta tanto como la lluvia...
Se interrumpió porque el rey había dado vuelta para hablar con su chambelán, Mateo de Trye. El Turbulento pedía solamente que le sirvieran sus dulces; las dificultades lo impulsaban a chupar o masticar cualquier golosina.
-Continuad, tío mío, os lo suplico.
-Es preciso salir mañana de madrugada -prosiguió Valois-, buscar un paso río arriba, y lanzarnos sobre los flamencos para aniquilarlos antes de la tarde.
-¿Con hombres sin víveres y caballos sin forraje? -dijo el condestable.
-La victoria les llenará el vientre. Todavía pueden aguantar una jornada; un día más será demasiado tarde.
-Y yo os digo, Carlos, que vais a haceros despedazar o a ahogaros. No veo otra salida que replegar el ejército hacia alguna altura cerca de Tournay o Saint-Amand; esperar a que nos lleguen los víveres y se retiren las aguas...
-Claramente se ve, primo mío -dijo Valois-, que cobráis cien libras diarias cuando el rey cabalga con el ejército, y que os preocupa poco ver acabada la guerra.
El tono quería ser humorístico; pero el condestable, herido en lo vivo, replicó:
-Tengo el deber de recordaros, primo, que ni el rey mismo puede decidir marchar sobre el enemigo sin que dé la orden el condestable, y esta orden, en el estado actual, no seré yo quien la dé. Sabido ésto, el rey puede cambiar de condestable.
Se hizo un penoso silencio. El asunto era grave. ¿Iba Luis X, para complacer a Valois, a relevar a su jefe de los ejércitos, como había destituido a Marigny y todos los legistas de Felipe el Hermoso?
El conde de Poitiers intervino inmediatamente.
-Hermano mío, comparto por entero el consejo de Gaucher. Nuestras tropas no están en condiciones de combatir sin antes recuperar fuerzas durante una semana.
-Esta es también mi opinión -dijo el conde Luis de Evreux.
-¡Entonces, nunca se castigará a esos flamencos! -exclamó Carlos de la Marche, que siempre compartía la opinión de Valois.
El condestable echó una mirada de menosprecio al hermano menor del rey. El «ganso», como lo llamaba su propia madre, la reina Juana, había hablado.
Después de lo cual el conde de Champaña anunció que sus tropas sólo habían sido enroladas para dos semanas, y que se retirarían si no se libraba batalla al día siguiente. Valois levantó las manos cargadas de joyas, como diciendo: «Vosotros veréis.» Pero parecía ya menos determinado, y sólo el amor propio le impedía desdecirse de sus belicosas opiniones.
-Retirada o derrota, sire, he ahí el dilema -dijo Gaucher.
El rey no sabía qué partido tomar. Para él aquel gran ejército no tenía sentido, sino actuando rápidamente. Seguir la decisión de la prudencia, reagruparse en otra parte, esperar, significaba retrasar otro tanto su matrimonio y recargar un poco más sus finanzas. ¡Pero pretender vadear el río en auge y cargar al galope sobre el barro!
En realidad, él había pensado que no sería necesario cargar, y que los flamencos cederían ante el solo despliegue de un ejército tan formidable.
Roberto de Artois, que estaba sentado detrás de Valois, se inclinó hacia él y le murmuró al oído unas palabras. Valois aprobó con la cabeza, con aire indiferente. Que cada uno hiciera lo que quisiera; él se retiraba del debate.
Entonces Roberto se levantó y adelantándose tres pasos para dominar mejor a la asamblea, dijo: -Sire, primo mio, adivino vuestra preocupación. No contáis con suficiente dinero para
mantener este gran ejército inactivo. Además, os espera una nueva esposa, y todos tenemos gran prisa en verla reina, como igualmente tenemos prisa en veros coronado. Mi consejo es que no hay que obstinarse. No es el enemigo quien nos hace retroceder, sino la lluvia, en lo cual veo la voluntad de Dios, ante la que todo el mundo, por grande que sea, ha de inclinarse. Sin duda, nuestro Señor quiere advertiros que no debéis combatir antes de que seáis ungido con los santos óleos. Obtendréis tanta gloria, primo mio, de la consagración como de una batalla venturosa. Renunciad, pues por el momento, a castigar a esos malvados flamencos, y si el temor que les habéis inspirado no basta, volveremos en igual número la próxima primavera.
En la embarazosa situación en que se encontraban, esta radical solución dada por un hombre de cuyo valor con las armas nadie podía dudar, tuvo el apoyo de una parte de los barones y, ante todo, el del rey. Mostrando una vez más su falta de ponderación, Luis X se apresuró a aceptar la escapatoria que le ofrecía de Artois.
-Primo mío, habéis hablado con prudencia -declaró-. El cielo nos manifiesta su advertencia. Que vuelva pues el ejército, ya que no puede continuar.
Luego, engrosando la voz para aparentar majestad, añadió:
-Pero juro ante Dios que si el año próximo sigo con vida, iré a combatir a los flamencos y sólo pactaré con ellos si se entregan a mi entera voluntad.
Luego no tuvo más pensamiento que ponerse en marcha. Fue necesario que el conde de Poitiers y el condestable se esforzaran insistentemente en hacerle tomar ciertas disposiciones indispensables, como la de mantener al menos algunas guarniciones a lo largo de la frontera de Flandes; él ya no los oía; se había marchado.
De esta dispersión Valois sacó su provecho: había mantenido incólume su heroica reputación. El de Artois, todavía más: la fallida guerra favorecía a su liga.
Tal fue la prisa del rey, contagiada a los demás, que a la mañana siguiente, faltos de carretas y sin poder sacar del barro todo el material, dieron al fuego las tiendas, muebles y todo el equipo que poseían. Así se desahogaba el ansia de destrucción.
Dejando tras de sí, sobre vastos espacios, humeantes braseros en lucha con la persistente lluvia, el ejército, hambriento y extenuado, se presentó por la tarde ante Tournay. Los asustados habitantes cerraron las puertas de la ciudad y no se insistió para que las abrieran. El rey tuvo que pedir asilo en un monasterio.
Dos días después, el 7 de agosto, estaba en Soissons, donde firmó algunas ordenanzas que ponían fin a la campaña. Encargó a su tío Valois los preparativos de la consagración, y envió a su hermano Felipe de Poitiers a Saint-Denis, a devolver la oriflama y a recoger la espada y la corona. Los príncipes volverían a reunirse entre Reims y Troyes para ir al encuentro de Clemencia de Hungría. Catorce días habían bastado a Luis el Turbulento para depositar en el ramo de sus segundas
nupcias el inolvidable ridículo de la expedición dirigida por él a la que nadie designaba ya más que con el nombre de el ejército embarrado.
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Los reyes malditos III - Los venenos de la corona
Historical FictionTodos los derechos reservados a Maurice Druon