La recepción de la señora Eliabel.
Desde el alba del día siguiente parecía que la fiebre que reinaba en la banca de Neauphle había invadido la mansión de Cressay. La señora Eliabel daba prisa a su sirvienta, y seis campesinos de la vecindad habían sido obligados a trabajar gratuitamente durante una jornada. Fregaban los suelos, arreglaban las mesas como para una boda, apilaban a ambos lados de la chimenea troncos cortados. La cuadra rebosaba de paja fresca y se barría el patio. En la cocina, un jabato y un carnero enteros daban vueltas en el asador, mientras se cocían pasteles en el horno. En la aldea se extendía el rumor de que los Cressay esperaban a un enviado del rey.
El aire era frío, ligero, con un poco de ese sol de enero que alegra a los desnudos ramajes y pone en las charcas de los caminos unas gotas de luz.
Guccio llegó hacia el final de la mañana, cubierto con un manto forrado de buena piel, tocado con una gran caperuza de paño verde que le caía sobre la espalda, y montado en un hermoso caballo bayo, bien alimentado y enjaezado finamente. Iba acompañado por un criado y todo daba la impresión de ser hombre rico.
Encontró a la señora Eliabel y a sus dos hijos vestidos de fiesta. La acogida que le dispensaron, la solicitud de los sirvientes, los abrazos de la señora Eliabel, los preparativos en el cobertizo y en la casa le parecieron buen augurio. Seguramente María había hablado a su familia. Sabían para qué venía, y lo trataban ya como prometido. Sólo Pedro de Cressay parecía un poco turbado.
-Mis buenos amigos -exclamó Guccio-, tengo gran alegría en volveros a ver. Pero no era necesario que os metierais en tantos gastos. Tratadme como si fuera de la familia. Esta frase disgustó a Juan, quien cambió una mirada con su madre. Guccio había cambiado un poco de aspecto. De su accidente conservaba una ligera rigidez en la pierna derecha que no dejaba de darle cierta altiva elegancia a su andar. Las semanas de inmovilización en el lecho del hospital habían favorecido un último empujón de su crecimiento. Sus rasgos eran más marcados y su rostro tenía una expresión más seria y madura. Se había desvanecido la adolescencia y había adquirido apariencia de hombre. Sin haber perdido su aplomo de antes, sino al contrario, le costaba menos imponerse a los demás. Hablaba con menos acento italiano y con más lentitud, aunque con los mismos gestos.
Mirando las paredes de la casa como si ya fuera su dueño, preguntó a los hermanos Cressay si tenían intención de efectuar algunas reparaciones en la mansión.
-He visto en Italia -dijo- algunos techos pintados que harían aquí el mejor efecto. ¿No pensáis reconstruir vuestro cuarto de baño? Hoy día se construyen pequeños y tienen todas las comodidades. A mi juicio esto es indispensable para el cuidado del cuerpo entre la gente de calidad.
Daba por sobreentendido: «Estoy dispuesto a pagaros todo esto, porque me gusta vivir así.» Igualmente tenía sus ideas sobre el mobiliario y la tapicería que había que colgar en los muros para alegrarlos. Esta osadía comenzaba a irritar de verdad a Juan de Cressay, y hasta el mismo Pedro creía que hablar de rehacer toda la casa, cuando acababa de llegar, era ir un poco de prisa.
Guccio miraba unas cosas y otras desde hacía media hora, y María seguía sin aparecer. «Tal vez -pensó- deba declararme antes.
-¿Tendré el placer de ver a demoiselle María? ¿Nos acompañará en la comida?
-Desde luego, desde luego; está arreglándose y en seguida bajará -respondió la señora Eliabel-. Vais a encontrarla muy cambiada; se siente muy feliz. Guccio se levantó; el corazón le latía con fuerza.
-¿De verdad? -exclamó-. ¡Oh, señora Eliabel, qué alegría me dais!
-Sí, nosotros también nos alegramos de poder celebrar esta buena noticia con un amigo como vos. Nuestra querida María se ha prometido... Hizo una pausa.
-...se ha prometido a uno de nuestros parientes, sire de Saint-Venant, un gentilhombre de Artois de muy rancia nobleza que está enamorado de María y a cuyo amor ella corresponde.
Guccio se quedó un instante como si estuviera en medio de la niebla, incapaz de hablar, manoseando maquinalmente el relicario de oro que le había regalado la reina Clemencia, que brillaba sobre su jubón de dos colores, a la última moda italiana. Oyó que Juan de Cressay abría una puerta y que llamaba a su hermana. Haciendo un esfuerzo por reponerse, Guccio dijo, con una voz que no parecía la suya:
-¿Y cuándo será la boda?
-A principios de verano -respondió la señora Eliabel.
-Pero es como si se hubiera celebrado -precisó Juan de Cressay-, porque ya se ha formalizado el compromiso.
Aquella mujer, a la que Guccio había dedicado sus pensamientos desde hacía tantos meses, de la que había hablado tan frecuentemente a Clemencia de Hungría, a Bouville y a Tolomei y que en la separación y en la enfermedad había sido el centro de sus sueños, entró con actitud rígida, distante, aunque sus ojos estaban enrojecidos. Dio la bienvenida a Guccio fríamente. Este se limitó a felicitarla, y ella puso la mayor dignidad que le fue posible al aceptar sus cumplidos. Estaba a punto de estallar en sollozos pero consiguió dominarse tan bien que Guccio tomó por frialdad lo que sólo era temor a traicionarse y a atraer sobre si los castigos con que la habían amenazado.
La comida, demasiado abundante, se les hizo penosa. La señora Eliabel, deleitándose en su perfidia, fingía falsa alegría, obligaba a su huésped a repetir de cada plato y ordenó a los criados que le sirvieran otro cuarto de jabato o de carnero en la rebanada de pan.
-¿Habéis perdido el apetito en vuestro largo viaje? -exclamó-. Vamos, vamos, messire Guccio, a vuestra edad hay que comer mucho. ¿No os agrada esto? Servíos de este pastel. Ni una sola vez pudo encontrarse con la mirada de María.
«No parece muy orgullosa de haber renegado de la fe que me juró -pensaba Guccio-. ¿Habré escapado de la muerte sólo para recibir semejante afrenta? ¡Ah, mis temores no eran infundados cuando me desesperaba en el hospital de Marsella! ¡Y aquellas absurdas cartas que le envié! Pero ¿por qué contestarme, por medio de Ricardo, que seguía con el mismo pensamiento y que languidecía con la esperanza... mientras que al mismo tiempo se comprometía con otro? ¡Es una traidora y no se lo perdonaré jamás! ¡Vaya comida que estoy pasando! ¡No recuerdo haber tenido otra peor!»
La búsqueda de la venganza es a veces diversivo de la pena. «Podría, naturalmente, exigir el inmediato reembolso del crédito, y esto los pondría en tan grave aprieto que tal vez habrían de renunciar a la boda.» Pero el procedimiento le parecía de una inadmisible bajeza. Con burgueses tal vez hubiera obrado así; tratándose de gentileshombres que querían abrumarlo con su nobleza, buscaba una respuesta de gentilhombre. Quería demostrarles que era más señor que todos los Cressay y Saint-Venant de la tierra.
Esta preocupación lo absorbió al final de la comida. Cuando servían los postres se quitó de repente su relicario y lo tendió a la joven diciendo:
-He aquí, hermosa María, el regalo de boda que os hago. La reina Clemencia... sí, la misma reina de Francia me lo puso en el cuello por los servicios que le presté y por la amistad con que me honra. En él va encerrada una reliquia de San Juan Bautista. No pensaba separarme nunca de ella, pero parece que es posible desprenderse fácilmente de lo que se tiene como el bien más querido... Y seré feliz si, de ahora en adelante, lo lleváis para que os proteja, así como a vuestros hijos, que os deseo tengáis con vuestro gentilhombre de Artois.
Era la única manera que había encontrado para demostrar su desprecio y probar a los Cressay que habían perdido, en su persona, un buen partido. Le resultó caro decir esta frase. Decididamente, con los Cressay, que no tenían un cuarto, los grandes impulsos de Guccio acababan siempre en un gesto costoso. Se presentaba, para recibir, y se iba indefectiblemente habiendo dado.
María tuvo una gran dificultad para no anegarse en lágrimas. Sus manos temblaban cuando llevó a sus labios el relicario. Pero Guccio ya había dado media vuelta.
Pretextando su reciente herida y la fatiga del viaje se despidió en seguida, llamó a su criado, se puso su manto forrado, montó a caballo y salió del patio de Cressay con la certidumbre de que no volvería a poner los pies en aquella casa.
-Ahora tendremos que escribir a nuestro primo Saint-Venant -dijo la señora Eliabel a su hijo Juan en cuanto Guccio cruzó el portón.
De vuelta en la banca de Neauphle, Guccio no dijo palabra en toda la tarde. Se hizo traer los libros y fingió absorverse en el examen de las cuentas. Ricardo, el primer empleado, comprendió que las cosas no le habían ido bien; pero juzgó prudente abstenerse de hacerle preguntas.
Guccio pasó una noche de insomnio en el alojamiento que le habían preparado con tanto cuidado para una larga estancia. Ahora lamentaba haber regalado el relicario, lamentaba su decisión de establecerse en Neauphle, lamentaba sus cartas, lo lamentaba todo. «Ella no merecía tanto; no soy más que un imbécil... ¿Y qué va a decir mi tío Spinello de mi vuelta? -se preguntaba, agitándose entre las arrugadas sábanas-. Porque yo no estaré aquí ni un día más, después de tal humillación... No volveré a hacer más tonterías, y realmente no tengo suerte. Podía haber vuelto en la escolta de la reina, y lograr un buen puesto en su casa. Me caigo al agua por haber querido saltar demasiado aprisa, y tengo que pasarme seis meses en el hospital. En lugar de regresar a París y labrar allí mi porvenir me meto en este burgo perdido para casarme con una pueblerina que se me había metido en la cabeza desde hacia casi dos años, como si no hubiera otra mujer en el mundo... Y la encuentro comprometida con un bobo de su raza. ¡Buen trabajo!»
Por la mañana, agotado por las quejas, el rencor y el insomnio, hizo atar el equipaje y ensillar su caballo. Estaba comiendo una escudilla de sopa, antes de marchar, cuando la sirvienta que había visto la víspera en casa de los Cressay se presentó en la banca y solicitó hablarle a solas; tenía que darle un mensaje: María, que había logrado escaparse por una hora, esperaba a Guccio a medio camino entre Neauphle y Cressay a orillas del Mauldre «en el lugar que vos sabéis», agregó la sirvienta.
Guccio comprendió que se trataba del cercado de los manzanos a orillas del río donde se dieron el primer beso.
-Decid a damoiselle María que, por su parte, es un trabajo inútil, porque yo, por la mía, no deseo verla mas.
-Damoiselle María da pena de ver -dijo la sirvienta-. Os juro, messire, que deberíais ir a su encuentro; si os han ofendido, no ha sido por culpa de ella.
Sin dignarse responder, saltó a la silla y emprendió el camino. «¡El muelle de Marsella..., el muelle de Marsella...! que me sirva de lección, se decía. Basta de tonterías. Sabe Dios lo que me espera si la vuelvo a ver! ¡ Que se trague sus lágrimas, si tiene ganas de llorar! »
Recorrió así doscientas toesas (400 metros) en dirección a París; luego, de repente, ante el asombro de su criado, hizo dar vuelta al caballo y lo puso al galope a campo traviesa.
En unos minutos estuvo a orillas del Mauldre; vio el cercado y, bajo los manzanos, a María que lo esperaba.
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Los reyes malditos III - Los venenos de la corona
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