El filtro.
Una ligera litera llevada por dos mulas y conducida por escuderos penetró en el gran patio de la casa de Artois, en la calle Mauconseil. Beatriz de Hirson, sobrina del canciller de Artois y primera doncella de la condesa Mahaut, descendió de ella.
Nadie se hubiera imaginado que aquella hermosa joven morena acababa de recorrer casi cuarenta leguas en dos días. Su vestido apenas estaba arrugado, y su rostro se mostraba terso y fresco como al despertar. Además, con el balanceo de la litera había dormido, bajo buenas mantas, durante una parte de la ruta. Con el pecho alto, largas piernas y avanzando con paso que parecía lento porque era grande y uniforme, se dirigió directamente al aposento de su dueña. La condesa estaba sentada a la mesa, dando fin a su segunda comida que solía tomar hacia tercia.
-Ya está hecho, señora -dijo Beatriz, tendiendo a la condesa una minúscula caja de asta.
-¿Cómo se encuentra mi hija Juana?
Con voz nasal y arrastrada y siempre vagamente irónica, aunque no hubiera motivo para ironizar, la doncella de compañía, haciendo inesperadas pausas, respondió:
-La condesa de Poitiers está tan bien, señora, como es posible. La estancia en Dourdan no le resulta demasiado penosa y se ha ganado la confianza de los guardianes. Está pálida y ha adelgazado un poco; la mantiene la esperanza y el cuidado que os tomáis por ella.
-¿Y sus cabellos? -preguntó la condesa.
26
-Sus cabellos son de un año, señora, todavía no tan largos como los de un hombre; pero parecen crecer más espesos de lo que eran antes.
-En fin, ¿está presentable?
-Con una toca alrededor del rostro, seguramente. Y además puede ponerse trenzas postizas.
-Los postizos se quitan para el lecho -dijo Mahaut.
Consumió su potaje de guisantes con tocino a grandes cucharadas y, para aligerar el paladar, se bebió un cubilete de vino de Artois. Luego abrió la caja de asta y observó el polvo gris que contenía.
-¿Cuánto ha costado?
-Veintidós libras.
-¡Qué barbaridad! Los magos cobran cara su ciencia.
-Se arriesgan mucho.
-¿Cuánto te has guardado para ti?
-Casi nada, señora. Sólo lo necesario para comprarme el vestido escarlata que vos me prometisteis y no me habéis dado.
La condesa Mahaut no pudo contener la risa; la joven sabía cómo tratarla.
-Debes de tener el estómago vacío; prueba un poco de este pastel de pato -dijo sirviéndose una enorme tajada.
Luego, volviendo a la caja de asta, agregó:
-Creo en la virtud de los venenos para desembarazarse de un enemigo; pero no en los filtros para poner fin a una enemistad. Es idea tuya, no mía.
-Y sin embargo, os aseguro, señora, que se ha de creer en ellos -respondió Beatriz-. Este es muy bueno; no está hecho con cerebro de carnero, sino solamente con hierbas y preparado delante de mí. Fui, pues, a Dourdan, y saqué un poco de sangre del brazo derecho de doña Juana. Luego llevé esa sangre a la persona que os dije, Isabel de Fériennes, quien la mezcló con tembladera, verbena, muguete; y la señora Fériennes pronunció las palabras de conjuro, colocó la mezcla sobre un ladrillo nuevo y la hizo quemar con madera de fresno para obtener el polvo que os traigo. Ahora sólo hay que mezclarlo con alguna bebida, hacérsela beber al conde de Poitiers, y en seguida veréis cómo renace en él su amor hacia su esposa con una fuerza que lo arrollará todo. ¿No ha de venir a visitaros esta mañana?
-Lo espero. Volvió del ejército ayer tarde, y le pedí que pasara a verme.
-Entonces voy a mezclar el filtro con el hipocrás que le ofreceréis para beber. El hipocrás, que es muy fuerte en especias y de color oscuro, disimulará bien el polvo. Pero os aconsejo, señora, que volváis al lecho y os finjáis enferma, para tener la excusa de no beber. Pues no faltaría más sino que al absorber este brebaje os enamorarais de vuestra señora hija.
-Es una buena idea la de recibirlo acostada -respondió la condesa de Artois- y aparentar que estoy enferma. Así se pueden decir las cosas más directamente.
Ordenó levantar la mesa, pidió ropa de noche y se volvió al lecho. Luego hizo entrar a su canciller Thierry de Hirson y a su primo hermano Enrique de Sully que vivía con ella y trabajó con ambos en los asuntos referentes a su condado.
Poco después le anunciaron la llegada del conde de Poitiers. Este entró vestido de oscuro, como de costumbre, calzadas sus largas piernas de garza con botas flexibles y la cabeza cubierta por la caperuza con cimera, un poco ladeada.
-¡Ah, yerno mío! -exclamó Mahaut, como si viera aparecer al Salvador- ¡ cuánto me alegra que hayáis venido! ¿ sabéis en qué me ocupaba? Me estaba haciendo leer el estado de mis bienes, para dictar mi última voluntad. He pasado la peor noche de mi vida, triturada hasta las entrañas por la angustia de la muerte, y tenía gran temor de irme al otro mundo sin haberos mostrado mi pensamiento, porque os amo a pesar de todo, con corazón de madre.
Para prevenirse contra la sarta de mentiras que acababa de soltar, sacó el pequeño relicario en forma de medallón que siempre llevaba en el seno, sujeto a una cadena de oro, y lo besó devotamente.
-Que San Druon me proteja -dijo, deslizando el medallón por su amplio pecho.
Mahaut, bien instalada entre cojines de brocado, con las mejillas llenas y coloreadas, ancha de hombros y de carnosos brazos, tenía el aspecto de gozar de robusta salud. Tal vez lo que necesitaba era hacerse extraer una o dos pintas de sangre.
«Bueno, dejémosle representar su comedia -pensó Felipe de Poitiers-. Tanto en su naturaleza como por su aspecto, es el vivo retrato de Roberto. Se odian por ser tan iguales. Seguro que va a hablarme de él.»
No se equivocó. Mahaut comenzó en seguida a echar pestes de su malvado sobrino, de sus maniobras e intrigas y de la liga a la que él instigaba contra ella. Tanto para Mahaut como para Roberto todos los asuntos pasaban por el Artois, que se disputaban desde hacía tres años. Sus pensamientos, diligencias, amistades, alianzas, e incluso sus amores se relacionaban siempre, de algún modo, con esta lucha. Uno entraba en un clan solamente porque el otro pertenecía al clan contrario; Roberto apoyaba una ordenanza real porque Mahaut la desaprobaba; Mahaut era de antemano hostil a Clemencia de Hungría porque Roberto había apoyado esta boda. Este odio que excluía todo acuerdo, toda transacción, sobrepasaba a su motivo, y cabía preguntarse si entre giganta y gigante no había una pasión oculta, desconocida por ellos mismos, que se hubiera aplacado mejor por el incesto que por la guerra.
-Todas sus maldades adelantan mi muerte -dijo Mahaut-. He sabido que mis vasallos, reunidos por Roberto, se han juramentado en contra de mí. Ello me ha trastornado y reducido al estado en que me encuentro.
-Han jurado matarme, monseñor -dijo Thierry de Hirson.
Felipe de Poitiers se volvió hacia el canónigo-canciller y se dio cuenta de que él, y no Mahaut, estaba enfermo de miedo.
-Iba a reunirme con el ejército para poner orden en mi mesnada -prosiguió Mahaut-; había hecho sacar, como veis, mis vestidos de guerra...
Señaló hacia un rincón de la pieza, en el que se veía un imponente maniquí que soportaba un largo vestido de mallas de acero y una cota de seda bordada con las armas de Artois; al lado se hallaban los guanteletes y el yelmo.
Mahaut suspiró. Lamentaba la ocasión perdida, pues le gustaba vestirse de caballero, como un hombre.
-Después, me he enterado del fin de esta gloriosa cabalgada que ha costado al reino dinero y honra. ¡Ah! Se puede decir que vuestro pobre hermano no es muy afortunado y que cuanto emprende le sale al revés. La verdad es que, y os lo digo como lo siento, hubierais sido mejor rey que él, y es una gran pena para todos, yerno mío, que nacierais el segundo. Vuestro padre, que Dios tenga en su seno, suspiraba frecuentemente por ello.
Desde el escándalo de la Torre de Nesle y de la prisión de Juana en Dourdan, el conde Poitiers sólo había visto a su suegra en las ceremonias públicas, como los funerales de Felipe el Hermoso o en las sesiones de la Cámara de los Pares, pero nunca en privado. Todo dentro de la mayor frialdad. Para reanudar la relación, la apertura era demasiado amplia; Mahaut no se quedaba corta en el cumplido. Invitó a su yerno a sentarse más cerca de su lecho. Hirson y Sully se retiraron hacia la puerta.
-No, mis buenos amigos, no estáis de más, pues bien sabéis que no tengo secretos para vosotros -les dijo.
Al mismo tiempo les hizo una señal para que salieran de la estancia.
Porque en aquella época, los grandes señores raramente recibían a los visitantes a solas. Sus habitaciones y salas estaban continuamente ocupadas por parientes, familiares, vasallos y sirvientes. Las entrevistas se celebraban generalmente a la vista de todos, o por lo menos, en presencia de un gentilhombre de cámara o de una dama de compañía. De ahí la necesidad de la alusión, y de las medias palabras. Cuando dos interlocutores principales se retiraban al hueco de una ventana a hablar en voz baja, los asistentes fingían despego, pero fácilmente se sentían vejados e inquietos. Toda conversación a puerta cerrada parecía una confabulación, y ésa era la apariencia que Mahaut quería dar a su entrevista con el conde de Poitiers; aunque sólo fuera para comprometerlo un poco y hacerlo entrar en su juego.
En cuanto quedaron solos, Mahaut le preguntó:
-¿Cuáles son vuestros sentimientos hacia mi hija Juana? Como vacilase en responder, Mahaut empezó su defensa. Verdad era que Juana de Borgoña había obrado mal, incluso muy mal, al no advertir a su marido de las intrigas de alcoba que deshonraban a la casa real, haciéndose cómplice... voluntaria, involuntariamente, ¿quién podía decirlo?... del escándalo. Pero ella no había pecado con su cuerpo, ni había traicionado el matrimonio. Todo el mundo lo reconoció; y el mismo rey Felipe, a pesar de su enojo, así lo había creído, puesto que asignó a Juana una residencia particular, sin significar jamás que esta reclusión fuera a perpetuidad.
-Lo sé, pues estuve en el consejo de Pontoise -dijo el conde de Poitiers, que quería cortar estos amargos recuerdos.
-¿Cómo iba Juana a traicionaros, Felipe? Os ama. Sólo os ama a vos. Basta que recordéis sus gritos cuando la llevaban en aquella carreta negra: « ¡Decid a monseñor Felipe que soy inocente! » Yo, su madre, tengo todavía el corazón partido, de haber tenido que asistir a aquello. Y en los quince meses que dura su reclusión en Dourdan, y lo sé por su confesor, jamás ha salido de su boca una palabra en contra de vos; sólo frases de amor y plegarias a Dios para recuperar vuestro corazón. Os aseguro que tenéis en ella una esposa más fiel y rendida que muchas y que ha sido duramente castigada.
Echaba toda la culpa sobre Margarita de Borgoña, y eso con tanta mayor tranquilidad, cuanto que Margarita no era de su familia y además estaba muerta. Margarita era la pecadora, la desvergonzada, y la zorra; Margarita había arrastrado a Blanca, pobre niña inconsciente, y había abusado de la amistad de Juana... por otra parte, la misma Margarita tenía sus excusas. La esperanza de ser reina no lo llena todo, ¡y qué mujer no se hubiera entristecido con el marido que le habían dado! En una palabra, Mahaut consideraba al Turbulento como el primer responsable de su propio infortunio.
-Parece que vuestro hermano como hombre no está muy bien dotado...
-Me han asegurado siempre, por el contrario, que era normal en ese aspecto; solamente un poco asustadizo o violento sobre ese asunto, pero en modo alguno impedido.
-Vos no recibís, como yo, las confidencias de las mujeres -replicó Mahaut.
Se incorporó apoyándose en las almohadas, y miró a su yerno fijamente a los ojos.
-Felipe, hablemos claro -dijo-. ¿Creéis que la heredera del trono, la pequeña Juana de Navarra, es de Luis o del galán de Margarita?
Felipe de Poitiers se frotó la barbilla por un instante.
-Mi tío Valois afirma que es bastarda -respondió-, y el mismo Luis, por su forma de alejarla de su lado, parece confirmarlo. Otros, como mi tío de Evreux o el duque de Borgoña, la creen legítima. -Si le sucediera alguna desgracia a Luis, quien no es de salud muy fuerte, vos ocupáis el
segundo puesto en la línea de sucesión. Pero si la pequeña Juana de Navarra es declarada bastarda, como nosotros creemos que es, entonces vos ocuparíais el primer puesto y seríais rey. Vos estáis hecho para reinar, Felipe.
-Quizá la nueva esposa que llega de Nápoles le dé un heredero a mi hermano.
-Si él es capaz de procrear. O si Dios le da tiempo... -dijo Mahaut, recalcando las últimas palabras.
En este momento entró Beatriz de Hirson llevando una bandeja que contenía un aguamanil cincelado, cubiletes de plata sobredorada y almendras garrapiñadas. Mahaut tuvo un gesto de impaciencia. ¡En buen momento venían a molestarla! Pero sin inmutarse ni apresurarse, la doncella de compañía llenó los cubiletes y ofreció al conde de Poitiers el hipocrás y las almendras. Mahaut tendió maquinalmente la mano hacia el otro cubilete. Pero Beatriz la miró de tal forma que se contuvo, y dijo:
-No, estoy demasiado enferma; me palpita el corazón.
Poitiers reflexionaba. Durante los últimos meses no había dejado de pensar también en la eventualidad de la sucesión. En resumidas cuentas, Mahaut le ofrecía alianza y apoyo para el caso de que Luis X muriera.
Beatriz de Hirson había salido.
-¡Ah, Felipe, salvad a mi hija Juana de la muerte, os conjuro a que lo hagáis! -exclamó Mahaut patéticamente-. No merece tal suerte.
-¿Pero quién la amenaza? -preguntó Poitiers.
-Roberto, siempre él -respondió-. He sabido que estaba en connivencia con vuestra hermana Isabel para maquinar la pérdida de mis hijas y de Margarita. Aquí mismo vi a ese gran zorro, donde vos estáis sentado, que, con semblante compungido, vino a comunicarme mi desgracia. Yo lo creí sincero. ¡Cómo se relamía, el puto! Pero eso no le traerá felicidad, como no se la trajo a Isabel. Su marido ha perdido Escocia, y continúa revolcándose en el vicio con los ganapanes.
Calló un instante porque Poitiers acercó el cubilete a sus ojos miopes para examinar el cincelado; en seguida se apresuró a añadir:
-Pero ese diablo de Roberto aún hizo más. ¿Sabéis que el dia en que encontraron muerta a Margarita en su calabozo, estuvo Roberto en Château-Gaillard a la madrugada?
-¿De veras? -dijo Poitiers, sin mostrar excesiva sorpresa.
El tenía también su información. Bebió un trago y pareció que apreciaba la bebida.
-Blanca, encerrada en la misma torre, lo oyó todo. La pobre niña, que desde entonces está como loca, me hizo llegar un mensaje al otro día... Creedme, Felipe, va a matarlas una tras otra. Su juego está claro. En este momento puede obrar a su gusto y obtenerlo todo del rey; son cómplices del mismo crimen. Basta que Roberto hable para que Luis apruebe. Ahora va a atacar a mi descendencia. Estoy sola, viuda, con un hijo demasiado joven para tener apoyo en él, y por cuya vida tiemblo como por la de mis hijas. Tantos temores y penas ¿no han de anticipar la muerte de una mujer?
De nuevo tocó el medallón del pecho.
-Dios es testigo de que no quisiera morir dejando a mis hijos a merced de ese chacal. Os suplico que llevéis a vuestra esposa junto a vos para protegerla, y demostrar al mismo tiempo que no estoy sin aliado. Porque si Juana desapareciera, o siguiera recluida, y me quitaran el Artois, en lo cual están fuertemente empeñados, entonces me vería obligada a pedir, para mi hijo, la devolución del palatinado de Borgoña, que fue la dote de Juana.
Poitiers no pudo menos de admirar la destreza con que su suegra acababa de plantar su última lanza. De esta forma el negocio quedaba claramente propuesto: «O reconciliación con Juana y os empujo al trono si queda vacante, con el fin de que mi hija sea reina de Francia; o rehusáis la reconciliación conyugal, pero entonces cambio mi postura y negocio la recuperación del condado de Borgoña contra abandono del de Artois.»
Ahora bien, el condado de Borgoña, era no solamente una inmensa posesión, sino también, por su condición de palatinado, el posible acceso a la corona electiva del imperio de Alemania.
Poitiers contempló un instante a Mahaut, monumental bajo los grandes cortinajes de brocado que pendían alrededor de su lecho.
«Es astuta como la zorra y obstinada como el jabalí; sin duda se ha ensuciado las manos con sangre, pero nada podrá jamás impedirme sentir amistad hacia ella... Tanto en su violencia como en sus mentiras hay siempre algo de candidez... »
Para disimular la sonrisa que le brotaba a flor de labios, bebió del cubilete dorado.
30
No prometió nada, no aseguró nada, porque era de naturaleza reflexiva y no consideraba urgente decidir. Pero al menos veía ya el medio de equilibrar en el Consejo de los Pares la influencia de Valois, que consideraba funesta.
Bebió el último trago, y dijo:
-Volveremos a hablar de todo esto en la coronación, donde nos veremos dentro de poco, madre mía.
Y por ese «madre mía», que oía por primera vez desde hacía quince meses, Mahaut comprendió que había ganado.
Tan pronto como desapareció Poitiers, entró Beatriz y examinó el cubilete.
-Lo ha vaciado casi hasta el fondo -dijo con satisfacción-. Ya veréis, señora, cómo monseñor de Poitiers irá bien pronto a Dourdan.
-Lo que veo sobre todo -respondió Mahaut-, es que sería un buen rey... si perdiéramos el nuestro.
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Los reyes malditos III - Los venenos de la corona
Historical FictionTodos los derechos reservados a Maurice Druon