IV

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Boda a medianoche.
Dos días después, Guccio reemprendía la ruta de Neauphle, en compañía de un monje italiano que debía ir al Artois a entregar el mensaje de monseñor Roberto. Habiéndole pagado largamente, fra Vincenzo no había vacilado en dar un rodeo y prestar a Tolomei dos servicios en lugar de uno.
No era la primera intriga en que intervenía este monje, encargado por su orden de recorrer los caminos de Francia e Italia. El banquero, por otra parte, alterando un poco la verdad, había sabido dar a las preocupaciones de su sobrino un aire patético. Guccio había seducido a una joven, cometiendo con ella pecado carnal, y Tolomei no quería que estas dos criaturas viviesen por más tiempo en pecado. Pero debería obrar discretamente para no despertar las sospechas de la familia...
Guccio y el monje se presentaron, entrada la noche, en la mansión de Cressay. La señora Eliabel y sus hijos estaban a punto de acostarse. El joven Lombardo solicitó hospitalidad, pretextando que no tenía las llaves de su alojamiento, que sus empleados vivían en Montfort, y que necesitaba albergar a aquel religioso venido a traerle noticias de Toscana. Como Guccio había pernoctado en la mansión varias veces, incluso a instancias de los Cressay, su petición no les sorprendió de ningún modo; la familia se esforzó en acoger bien a los viajeros.
Fra Vincenzo tenía una cara redonda que inspiraba tanta confianza como su hábito; además sólo hablaba italiano, lo que le evitaba responder a cualquier pregunta.
Durante la frugal cena ofrecida a los viajeros, nadie hizo alusión al pretendido compromiso de María con su lejano primo; parecía que todos querían evitar el comentario.
María no se atrevía a mirar a Guccio, pero éste aprovechó un momento en que ella pasó por su lado para susurrarle:
-No os durmáis esta noche, y estad preparada a salir.
Cuando iban a acostarse, fra Vincenzo dirigió a Guccio una frase incomprensible para los Cressay, en la que se refería a chiave y capella.
-Fra Vincenzo me pregunta -tradujo Guccio a la señora Eliabel- si podéis confiarle la llave de la capilla, ya que ha de marcharse muy pronto y quisiera celebrar misa antes.
-Desde luego -respondió la castellana-; uno de mis hijos se levantará para ayudarle a celebrar. Guccio se opuso. Fra Vincenzo se levantaría muy temprano, antes de amanecer, e insistía en
no molestar a nadie; pero el mismo, Guccio, tendría a sumo honor ayudarle.
La señora Eliabel entregó pues al monje una candela, la llave de la capilla y la del tabernáculo; luego, se despidieron todos.
-Decididamente, creo que hemos juzgado mal a este Guccio -dijo Pedro a su hermano, cuando se dirigían a su cuarto, en el ala izquierda de la mansión.
La señora Eliabel ocupaba la cámara señorial en la planta baja. María se alojaba en un entrepiso, a mitad de la torre cuadrada por la cual se subía a las habitaciones de los huéspedes.
Una vez cerrados en la que les habían destinado, fra Vincenzo invitó a Guccio a confesarse. Y de súbito Guccio se maravilló de los extraños caminos del destino que lo habían conducido a él, pequeño sienés nacido en uno de los más ricos palacios de la ciudad, a encontrarse allí, arrodillado sobre el maderamen mal unido del suelo, en mitad de la campiña de la Isla-de-Francia, preparando su alma ante un monje de Perusa al que apenas conocía, para casarse a escondidas, con riesgo de su vida si era descubierto, con la hija de un caballero pobre. Sólo los apresurados latidos de su corazón le advertían que era a él, al Guccio de siempre, a quien tal cosa sucedía.
Hacia media noche, cuando toda la mansión estaba sumida en el silencio, Guccio y el monje salieron con paso quedo de su habitación. El joven arañó suavemente a la puerta de María; en seguida apareció la muchacha. Sin decirle palabra, Guccio la tomó de la mano, bajaron las escaleras de caracol y salieron al exterior por la cocina.
-Mirad, María -murmuró Guccio-, hay estrellas... el monje va a casarnos.
Ella no indicó sorpresa ni reserva. Tres días antes, en el manzanar, le había prometido volver y había vuelto; le había prometido casarse con ella, e iba a hacerlo. Poco importaban las circunstancias; estaba total y enteramente sumisa a él.
Gruñó un perro, luego reconociendo a María se calló. La noche era helada, pero ni Guccio ni María sentían frío.
Entraron en la capilla. Fra Vincenzo encendió el cirio en la minúscula lámpara que brillaba encima del altar. Aunque nadie podía oírlos, continuaban hablando en voz baja. El monje preguntó si la novia estaba confesada. Respondió que lo había hecho la antevíspera, y fra Vincenzo la absolvió de los pecados que hubiera podido cometer desde entonces.
Minutos después, por medio de dos «sí» ahogados, el sobrino del capitán general de los Lombardos de París y demoiselle de Cressay estaban unidos ante Dios, aunque no ante los hombres.
-Hubiera querido ofreceros una boda más suntuosa -murmuró Guccio.
-Para mí, mi dulce amado, no ha podido ser más bella -respondió María-, ya que me ha ligado a vos.
Volvieron sin dificultad a la casa y subieron la escalera. Al llegar a la mitad, fra Vincenzo cogió a Guccio por los hombros y lo empujó suavemente a la habitación de María.
Desde hacía dos años María amaba a Guccio. Desde hacía dos años, no pensaba más que en él y sólo vivía con la esperanza de pertenecerle. Ahora que su conciencia estaba en paz y que el terror a la condenación había sido eliminado, nada le impedía dar libertad a su pasión.
El sufrimiento de las jóvenes, en el momento de la unión carnal, se debe más al temor que a la naturaleza. María sentía el amor aún antes de haberlo conocido y se abandonó a él sinceramente, con admirado deslumbramiento. Guccio, por su parte, aunque sólo contaba diecinueve años, tenía ya bastante experiencia para evitar torpes apresuramientos. Esta noche hizo de María una mujer feliz, y como en amor sólo se recibe en la medida que se da, también él quedó colmado.
Hacia las cuatro el monje fue a despertarlos, y Guccio regresó a su habitación. Luego fra Vincenzo bajó la escalera con bastante ruido, pasó por la capilla, sacó su mula de la cuadra y desapareció en la noche.
Al primer claror del alba, la señora Eliabel entreabrió la puerta de la habitación de los viajeros y echó una ojeada al interior. Guccio dormía tranquilamente, con respiración acompasada; sus negros cabellos se arremolinaban sobre la almohada; su rostro tenía una expresión infantil y pacífica. «¡Ah, qué hermoso caballero!», pensó la señora Eliabel.

Los reyes malditos III - Los venenos de la coronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora