VII

133 7 0
                                    

Pongo al Artois bajo mi mano

Al día siguiente, Felipe de Poitiers visitó a su suegra para anunciarle su próxima partida. La condesa Mahaut residía entonces en su nuevo domicilio de Conflans, llamado así porque estaba situado exactamente en la confluencia del Sena y del Marne, en Charenton; el mobiliario y la decoración no estaban terminados todavía.
Beatriz de Hirson asistía a la entrevista. Cuando el conde de Poitiers refirió el interrogatorio del Templario, las dos mujeres tuvieron el mismo pensamiento y cambiaron una breve mirada. El hombre del cardenal Cae tani tenía sorprendentes semejanzas con el falso fabricante de cirios que les había ayudado, dos años antes, a envenenar a Guillermo de Nogaret. «Sería muy extraño que hubiera dos antiguos Templarios del mismo nombre y ambos versados en la brujería. La muerte de Nogaret fue buena recomendación para el sobrino de Bonifacio. Fue a hacerse pagar por aquel lado. Oh, mal asunto!... se decía Mahaut.
-¿Qué aspecto tenía ese Everardo? -preguntó.
-Delgado, moreno, con aspecto de loco, y cojea.
Mahaut miró a Beatriz; ésta le hizo un signo afirmativo con los párpados: era el mismo. La condesa de Artois se sintió desfallecer. Seguramente iban a seguir interrogando a Everardo; esta vez emplearían instrumentos adecuados para avivar la memoria... Y si hablaba... No es que lamentaran mucho la muerte de Nogaret las personas que rodeaban a Luis X; pero sin duda verían con satisfacción cualquier posibilidad de servirse de este asesinato para procesarla. ¡Qué partido sacaría de eso Roberto! ... Todo se podía temer si Everardo hablaba, si es que no lo había hecho ya... Mahaut trazaba planes: «Hacer matar a un prisionero en una prisión real no es cosa fácil... ¿Quién podría ayudarme, si es que todavía hay tiempo? Felipe, nadie más que Felipe; es necesario que se lo confiese. Pero ¿cómo lo tomará? Si se niega a ayudarme, no tengo salvación.»
-¿Lo han atormentado? -preguntó.
También Beatriz tenía un nudo en la garganta.
-No ha habido tiempo... -respondió Poitiers, que se había agachado para atarse el zapato-, pero... «Alabado sea Dios -pensó Mahaut-, aún no se ha perdido nada. ¡Vamos, digámoslo de una
vez!» -Hijo mío... -empezó.
-...es una verdadera pena -continuó Poitiers, todavía agachado-, porque ahora ya no se sabrá nada más. Everardo se ha colgado esta noche en su calabozo del Petit-Chátelet. Sin duda por temor a ser atormentado de nuevo.
Oyó dos profundos suspiros; y se levantó un poco sorprendido de que las dos mujeres mostraran tanto pesar por la muerte de un desconocido de tan baja ralea.
-Ibais a decirme algo, madre mía, y os he interrumpido... Instintivamente Mahaut tocó a través de su vestido la reliquia que llevaba sobre el pecho.
-Quería deciros... ¿Qué quería deciros? ¡Ah, sí! Quería hablaros de Juana. Veamos... ¿la llevaréis en vuestro viaje?
Se había recobrado, y ahora su tono era normal. ¡Pero, Señor, qué susto!
-No, su estado lo impide -respondió Felipe-. Precisamente de eso quería hablaros. Le faltan tres meses para dar a luz y sería imprudente llevarla por malas rutas. Tendré que desplazarme mucho... Beatriz de Hirson, durante este tiempo, vagaba por el mundo de los recuerdos. Volvía a ver
la trastienda de la calle de los Bordones; respiraba el olor a cera, sebo y candela; sentía de nuevo el contacto de las duras manos de Everardo sobre su piel y la extraña impresión que había sentido de unirse al diablo. Y he aquí que el diablo se había colgado...
-¿Por qué sonreís, Beatriz? -le preguntó el conde de Poitiers.
-Por nada, señor... si no es porque siempre tengo placer en veros y escucharos.
80
-Me gustaría que durante mi ausencia, madre mía -prosiguió Felipe-, Juana viviese aquí, con vos. Podréis rodearla de los cuidados que necesita, e incluso estará más protegida. Porque he de decir que desconfío bastante de las intenciones de nuestro primo Roberto, quien, cuando no puede acabar con los hombres, ataca a las mujeres.
-Lo que significa, hijo mío, que me colocáis entre los hombres. Si es un cumplido, no me disgusta. -En verdad, es un cumplido -dijo Felipe.
-¿Estaréis de regreso para el parto de Juana? -preguntó Mahaut.
-Lo deseo fervientemente; pero no puedo asegurar nada. Este cónclave parece una madeja tan enredada que tardaré tiempo en deshacerla.
-Me inquieta mucho que os alejéis por tanto tiempo, Felipe, ya que seguramente mis enemigos aprovecharán vuestra ausencia para ganar terreno en el asunto de Artois.
-Pues bien, poned por excusa mi ausencia, y no cedáis en nada -dijo Felipe, despidiéndose. Días después el conde de Poitiers salía hacia el Mediodía, y Juana fue a instalarse en Conflans.
Tal como había previsto Mahaut, la situación en el Artois empeoró inmediatamente. La primavera incitaba a los aliados a salir de sus castillos. Sabiendo que la condesa estaba aislada, y casi en desgracia, decidieron administrar directamente la provincia, y la administraron mal. Pero les gustaba el estado de anarquía, y era de temer que su ejemplo fuera seguido por los condados vecinos. Luis X, que había vuelto a Vincennes, resolvió acabar de una vez. Su tesorero lo animaba
grandemente a ello, ya que habían dejado de percibirse los impuestos del Artois, Mahaut se disculpaba diciendo que estaba incapacitada para percibir tasas, y los barones alegaban el mismo motivo. Era el único punto en que estaban de acuerdo los adversarios.
-No quiero más reuniones del Consejo, ni compromisos por medio de enviados parlamentarios, en los que todos se mienten mutuamente y no se adelanta nada -había declarado Luis X-, esta vez voy a proceder de manera directa y haré ceder a la condesa Mahaut.
Durante aquellas semanas el Turbulento se encontró en perfecta salud. Apenas sentía molestias, accesos de tos, ni los dolores de vientre que le aquejaban; los piadosos ayunos impuestos por Clemencia habían sido saludables. Entonces se persuadió de que el hechizo practicado contra él había sido ineficaz. No obstante, por precaución, comulgaba varias veces a la semana.
Igualmente, rodeó a la reina no sólo de las matronas más famosas del reino, sino también de los más competentes santos del Paraíso: San León, San Norberto, Santa Colette, Santa Juliana, San Druon, Santa Margarita y Santa Felicidad, esta última para que únicamente tuviera varones. Cada día llegaban nuevas reliquias: tibias y molares se acumulaban en la capilla real.
La perspectiva de un hijo, con la seguridad de que sería suyo, había completado la transfiguración del rey y lo había convertido en un hombre de tipo medio, casi normal.
El día que convocó a Mahaut estaba aparentemente sosegado, tranquilo y cortés. De Charenton a Vincennes no había más que un paso. Para dar a la entrevista carácter de intimidad familiar, recibió a Mahaut en el pabellón de Clemencia. Esta bordaba. Luis habló con tono conciliador.
-Firmad, por las apariencias, el arbitraje que he dictado, prima mía -dijo-, ya que al parecer sólo podremos lograr la paz a este precio. ¡Y luego ya veremos! Después de todo, esas costumbres del tiempo de San Luis no están bien definidas; y siempre encontraréis la manera de recuperar con una mano lo que hayáis fingido dar con la otra. Es lo que yo mismo hice con los habitantes de Champaña cuando el conde de Champaña y sire de Saint-Phalle vinieron a reclamarme su carta. Hice añadir: «fuera de los casos que, por costumbre inveterada, atañen al príncipe soberano, y a nadie más... ¿ Ahora, cuando se presenta un litigio, siempre atañe al príncipe soberano.
Al mismo tiempo le acercó con gesto amistoso la copa de la que, mientras hablaba, iba tomando almendras garrapiñadas.
Mahaut se abstuvo de apuntar que la ingeniosa fórmula de la que Luis se enorgullecía ahora, se debía a Enguerrando de Marigny.
-Sin embargo, Sire, primo mío, el caso no es el mismo -respondió ella- porque yo no soy príncipe soberano.
-¡No importa! puesto que yo ejerzo la soberanía por encima de vos. Si hay alguna diferencia, me la presentarán a mí, y yo fallaré en favor vuestro.
Mahaut cogió un puñado de garrapiñadas de la copa.
-Muy buenas, muy buenas -dijo con la boca llena, intentando ganar tiempo-. No soy aficionada a las golosinas y, sin embargo, debo decir que son muy buenas.
-Mi bien amada Clemencia sabe que me gusta picar a toda hora, y se cuida de que no falten
-dijo Luis volviéndose hacia la reina con el aire de un esposo que quiere proclamar su felicidad.
Clemencia levantó la vista por encima de su bordado y le dedicó una sonrisa.
-Entonces, prima mía -prosiguió el rey-, ¿vais a firmar? Mahaut acababa de triturar una almendra bañada en azúcar.
-¡Pues bien! No, Sire, primo mío, no puedo firmar -dijo-. Hoy tenemos en vos un rey muy bueno; no dudo de que actuaríais según los sentimientos que me decís. Pero vos no duraréis siempre, y yo menos todavía. Después de vos pueden venir... quiera Dios que lo más tarde posible... reyes que no juzguen con la misma equidad. Tengo la obligación de pensar en mis herederos, y no puedo ponerlos a discreción del poder real, por más que le debamos.
Aunque la forma era muy matizada, la negativa no era menos categórica. Luis, que había afirmado a la gente de su confianza que convencería a la condesa con su diplomacia personal mejor que con grandes audiencias públicas, perdió rápidamente la paciencia; su vanidad estaba en juego. Comenzó a recorrer la habitación, alzó la voz, dio un puñetazo sobre un mueble; pero, al encontrarse con la mirada de Clemencia, se contuvo, se puso colorado y se esforzó en recobrar su porte real. Mahaut era más fuerte que él en la argumentación.
-Poneos en mi lugar, primo mío -decía ella-. Vais a tener un heredero; ¿consentiríais en transmitirle un poder disminuido?
-Exactamente, señora, no le dejaré un poder disminuido, ni el recuerdo de que tuvo un padre débil. En fin, ya es demasiada resistencia. Y ya que os obstináis en hacerme frente, pongo el Artois bajo mi mano. ¡Ya está dicho! Y podéis arremangaros, no me dais miedo. En adelante, vuestro condado será gobernado directamente en nombre mio por uno de mis señores que designaré; en cuanto a vos, no tendréis derecho a alejaros más de dos leguas de las residencias que os he señalado. Y no os presentéis ante mí, porque no tendré ningún placer en veros.
El golpe era fuerte, y Mahaut no se lo esperaba. Decididamente, el Turbulento había cambiado.
Las desgracias nunca vienen solas. Mahaut había sido despedida tan bruscamente, que, al salir de la habitación de la reina, tenía todavía una almendra garrapiñada. Se la puso maquinalmente en la boca, y la mordió con tanta fuerza que se partió un diente.
Durante una semana, Mahaut permaneció en Conflans como pantera enjaulada. Con su gran paso hombruno, iba de los pabellones reservados para habitaciones que dominaban el Sena, al patio principal, rodeado de galerías; y desde donde, por encima de la fronda del bosque de Vincennes, podía distinguir los estandartes de la mansión real. Su rabia no tuvo límites cuando, el 15 de mayo, Luis X, poniendo en ejecución sus proyectos, nombró gobernador del Artois al mariscal Hugo de Conflans. Mahaut vio en la elección de este gobernador una intención de burla y de supremo ultraje. -¡Conflans! ¡Conflans! -repetía-. ¡Me encierra en Conflans y nombra a un Conflans para robarme mi posesión!
Descargaba su cólera en las personas que tenía junto a sí; abofeteó a maese Renier, chantre de su capilla, porque le falló la voz durante un oficio; Jeannot le Follet, su enano, se escondía por los rincones en cuanto la veía llegar; increpaba a Thierry de Hirson, a quien acusaba, a él y a su abusiva familia, de ser la causa de sus disgustos; incluso reprochaba a su hija Juana no haber sabido retener a su marido, y haberlo dejado ir al cónclave.
-¡Qué nos importa un papa -gritaba- cuando estamos a punto de ser despojados! El papa no nos devolverá el Artois.
Una mañana apostrofó a Beatriz:
-Y tú, ¿no puedes hacer nada? ¡No sabes más que echar mano de mi dinero, enfundarte en buenos vestidos e irte con el primer perro que pasa! ¿Has decidido no serme de ninguna utilidad?
-¿Cómo, señora? -dijo suavemente Beatriz-. ¿No os han aliviado el dolor las especias que os he traído?
-No se trata del diente. Tengo que arrancarme otro mayor, y tú sabes su nombre. ¡Ah! Cuando hay que fabricar filtros de amor, te mueves, te preocupas, encuentras magos, pero cuando necesito un verdadero servicio...
-Sois injusta, señora; olvidáis muy pronto cómo hice envenenar a Nogaret y el peligro que corrí por vos.
-No lo olvido, no lo olvido. Pero ahora Nogaret me parece una pieza menor...
Aunque Mahaut no retrocedía ante la idea del crimen, le desagradaba tener que hablar de él. Beatriz, que la conocía bien, se complacía pérfidamente en obligarla a ello. Mirando a través de sus largas pestañas negras, la doncella de compañía, con su voz lenta y vagamente irónica que arrastraba al final de las palabras, preguntó:
-¿De verdad, señora? ¿Tan alta es la muerte que deseáis?
-¿En qué crees que pienso desde hace una semana, tonta de remate? ¿Qué otra cosa puedo hacer sino rogar a Dios de la mañana a la noche y de la noche a la mañana para que Luis caiga de su caballo y se rompa la cabeza, o que se ahogue al tragarse una nuez seca?
-Tal vez haya medios más rápidos, señora...
-Encuéntramelos, pues, si eres tan lista. ¡Oh! De todos modos, ese rey no está destinado a llegar a viejo; no hay más que oírlo toser para convencerse. Pero es ahora cuando me convendría que reventara... No tendré paz hasta que lo empuje a Saint-Denis.
-Porque así monseñor de Poitiers tal vez fuera regente del reino... y os devolvería el Artois.
-¡Eso es! Tú me comprendes a maravilla, mi pequeña Beatriz; pero también sabes que no es fácil. ¡Ah! Te aseguro que si alguien me diera una buena fórmula para despacharlo, no le escatimaría el oro, te lo aseguro.
-La señora de Fériennes conoce algunas fórmulas...
-¿Magia, cera y fórmulas de hechicería? Al parecer, Luis ya ha sido hechizado, y míralo; nunca ha tenido mejor aspecto que esta primavera. Diríase que ha firmado un pacto con el diablo.
-Si ha firmado un pacto con el diablo, quizá no sea gran pecado enviarlo al infierno... mediante un alimento convenientemente preparado.
-¿Y cómo te las arreglarás? ¿Vas a decirle: «Tomad esta preciosa tarta de grosellas que os envía vuestra prima Mahaut, que tanto os quiere¿, y esperas que se la coma con los ojos cerrados?... Has de saber que desde este invierno, por algún repentino miedo que ha tenido, hace probar tres veces los platos que le sirven, y dos escuderos armados acompañan su comida desde el horno hasta la mesa. ¡Ah, es tan miedoso como malvado!
Beatriz miró al vacío y se acarició la garganta con la yema de los dedos.
-Me han dicho que comulga con frecuencia, y la hostia se traga confiadamente...
-Eso es una cosa que se le ocurre a cualquiera, por eso recelan. El capellán está vigilado y Mateo de Trye, el primer chambelán, lleva siempre en su escarcela la llave del tabernáculo. ¿Irás a buscarla allí?
-¡Bah! Nunca se sabe -dijo Beatriz-. La escarcela se lleva en la cintura... De todas formas, es un medio arriesgado.
-Si hemos de dar el golpe, ha de ser seguro y sin que nadie pueda saber nunca de dónde ha venido. Permanecieron un momento silenciosas.
-El otro dia os quejabais- dijo de pronto Beatriz- de que los ciervos infectaban vuestros bosques y que se comían los árboles tiernos. No me parece mala idea pedir a la Fériennes un buen veneno para empapar las flechas y libraros de los ciervos... El rey es bastante aficionado a la carne de venado.
-¡Claro, y reventará toda la corte! Por mi parte no corro ningún peligro ya que no me invitan. Pero te lo repito: todos los platos son probados por los criados y tocados con el unicornio.
(15) En seguida descubrirían de qué bosque provenía el ciervo... En fin... tener el veneno es una cosa y colocarlo, otra. Pide un veneno de acción rápida y que no deje rastro... Beatriz, me parece que aquel manto de tejido jaspeado que llevé en el viaje para la coronación te gustaba mucho... ¡Pues bien! Es tuyo.
-¡Oh, señora, señora! ¡Qué buen corazón tenéis! Y Beatriz se echó al cuello de Mahaut y la abrazó.
-¡Ay, mi diente! -exclamó la condesa, llevándose la mano a la mejilla-. ¡Y pensar que me lo partí con una almendra garrapiñada que me ofreció Luis...!
Se interrumpió de golpe, y sus ojos grises adquirieron un extraño brillo.
-Las almendras... -murmuró-. Eso es, Beatriz; procuraré ese veneno, diciendo que es para mis ciervos. Creo que nos será útil.

Los reyes malditos III - Los venenos de la coronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora