Capítulo 18. Sabio consejo de un viejo lobo marino

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Ana contemplaba tristemente los barcos alejarse del puerto. 

No había día que no fuera ahí con la esperanza de zarpar en uno de ellos con rumbo a la Isla Tortuga

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No había día que no fuera ahí con la esperanza de zarpar en uno de ellos con rumbo a la Isla Tortuga. Habían transcurrido más de dos semanas desde su llegada a Puerto Príncipe, y desde que amanecía hasta que el sol se ocultaba permanecía ahí; incluso los lugareños comenzaban a creerla loca. Ella se daba cuenta de aquello, pero la tenía sin cuidado, solo le interesaba salir del puerto lo más rápido posible. 

Había cumplido ya los siente meses de embarazo, su vientre había crecido mucho, se sentía más pesada, hinchada y cansada, las pataditas en su interior eran cada vez más fuertes y frecuentes. A veces creía que en vez de un bebé, llevaba un pulpo dentro de ella. La idea le causaba gracia y terror a la vez. 

Cuando se cansaba de caminar de un lado a otro buscando un barco que aceptara llevarla, se sentaba en una vieja banca de madera, cubriéndose del sol con un chal viejo que algún desconocido en la calle le había regalado

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Cuando se cansaba de caminar de un lado a otro buscando un barco que aceptara llevarla, se sentaba en una vieja banca de madera, cubriéndose del sol con un chal viejo que algún desconocido en la calle le había regalado. Traía un vestido blanco y sencillo, igual al que usaban las mujeres del pueblo, muy distinto a los grandes y esponjosos que usaba en Santa Rita, llenos de encajes, bordados, listones de colores y otras cosas. Aun así, no extrañaba ninguno de ellos. No le hacía falta nada de lo que había dejado en esa isla, solo a sus criados, Martha, Thomas, Joseph, Miguel y a todos los demás. 

También se preguntaba cuando iba a salir de ahí, cuando iba a reunirse con Jack. Quería hacerlo antes de dar a luz. Porque viajar estando embarazada, era menos difícil que hacerlo con un recién nacido en brazos. Así menos la aceptarían en un barco. 

Siempre había mucha gente en el puerto: marinos, viajeros, vendedores, trabajadores, personas que solo paseaban por ahí; se había familiarizado con casi todos los rostros, pero uno solo era el que llamaba su atención. Era el de un joven, lo había visto las primeras veces cerca de los barcos, sentado frente a un viejo caballete y un lienzo, pintando las naves que partían al horizonte, los atardeceres, incluso a las personas que paseaban por el muelle. A Ana le gustaban sus pinturas, pero nunca se había atrevido a hablar con él. A pesar de que se había enredado con un pirata y estaba esperando un hijo de él, no creía propio que una joven hablara con un desconocido. Pero esa tarde fue distinta. Hacía algunos días atrás que notaba a dicho hombre observarla detenidamente mientras pintaba algo. La joven no dejaba de sentirse incómoda. ¿Quién era ese sujeto y por qué no dejaba de verla? Ese día, esas dudas serían aclaradas.

No todos los tesoros son de oro y plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora