II. Retales de lana.

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Tiritando, Shieda se incorporó en su lecho. Sus dientes castañeaban. Su todavía obnubilada conciencia no le permitía recordar con facilidad lo acontecido anoche.

Su mente evocó el hecho de estar sumido en un intenso frenesí. En este, la presencia de su maestro se dibujaba omnipotente.
El sudor todavía rezumaba por sus poros, destilando un olor similar al ocre.

—Anoche te orinaste encima —anunció una voz. Zed, postrado en el alféizar la ventana, le observaba—. La sierva que se mantuvo en vilo toda la noche por tu culpa me lo comentó. Me apena tener un alumno que contiene los esfínteres como un niño de tres años.

—Auch... —masclulló el joven, estirando sus articulaciones. Su pelo, sucio y enmarañado, descendía hasta su cintura, dotándole de una apariencia salvaje.

—¿Qué harás ante eso? —El maestro propinaba pequeños sorbos a una humeante taza de café.

—¿Ante qué? —gruñó Kayn— ¿Mearme? No creas que me averguenza, cualquiera en mi condición habría hecho lo mismo.

—De modo que asumes el papel de víctima. Criatura endeble... —acusó Zed.

—Respóndeme tú, tirano —El pelinegro alzó la voz, dotando a sus palabras de un tono amenazante— ¿Tienes acaso un súbdito que te ayude en las misiones de los consecuentes días?

—Si crees que vas a guardar cama y reposar estás equivocado, crío —sentenció el maestro—. Ahora que el darkin todavía reside en tu cuerpo requiero hacer una serie de experimentos contigo.

Kayn negó con la cabeza. Además de exausto, se sentía humillado. Renegaba ante su condición de cobaya, mas sabía que poco podía hacer ante aquel malévolo hombre.

—Te daré un día de descanso —Zed se puso en pie—, solo para evitar que vuelva a ocurrir de nuevo otro denigrante incidente.

—Ni que tu integridad dependiese de ello —se apresuró a decir el moreno.

—De todos modos, reúnete conmigo al atardecer. Hay algo de lo que quiero hablarte —ordenó el ninja. Tras ello, salió del cuarto.

A solas, un humillado Kayn debatía su patética circumstancia de perro servicial. Era consciente de su incapacidad, medida en poder, ante aquel a quien servía.

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La luz comenzaba a descender por la colina, dotando el paisaje de mustios colores rojizos. Quejumbroso ante la dificultad de sostenerse en pie, Kayn llegó al punto de encuentro. Zed lo esperaba apoyado en un centenario roble. Absorto en sus pensamientos, tallaba un trozo de ébano, dándole la apariencia de una flor.
Zed, pese a su fama de déspota y temido hombre era, en ocasiones, un ser taciturno que se cubría con el velo de una delicada tranquilidad.

—Vaya —jadeó Shieda— ¿Planeas desbaratar la lealtad de toda la orden de las sombras actuando de esta forma?

—¿A qué te refieres? —el maestro reparó en el moreno.

—Fíjate en tus atuendos —Zed se ataviaba con un kimono celeste, bordado con discretos motivos florales. De inmaculada apariencia, se tornaba un lobo ocultándose en la piel de un lechal.

—No pretendo infundir temor en el lugar a donde nos dirigimos —dictaminó el maestro, con cierto recelo hacia el pelinegro.

Con paso ligero, ambos hombres caminaron hacia la aldea más cercana, perdiéndose en frondosidad del bosque.

—¿Por que nos dirigimos allí? —se intrigó Shieda— Dudo tener fuerzas para llevar a cabo un asalto.

—Vamos a beber —declaró el otro—, pretendo hablarte de mis intenciones.

Mío (Kayn x Zed) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora