XII. La hoz. El trigo.

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Desde que Kayn conoció a Rhaast no hubo descanso para la discordia. Justo el día en que el joven obtuvo el darkin, un fuerte vendaval, proviniente del sur, arreció sobre la tierra de Jonia, como una metáfora de lo depararían los tiempos venideros. El pelinegro volcó gran parte de su tiempo en entrenar junto a su arma, el júbilo y el orgullo que le otorgaba la posesión de esta era inconmensurable, como también lo eran el cansancio y las magulladuras que recibía en consecuencia de la labor por domarla. Entre él y el diabólico filo se estableció una relación simbiótica, una promesa: sed y sangre, oniria y desvelo. Rhaast le brindaba valía y poder, mientras que Kayn sucumbía al deseo de este: la muerte rápida, visceral, golosa.

No obstante las tornas habían cambiado. Por completo. Ya no quedaba fortuna en la mano del joven, ni salvación, nisiquiera oportunidad alguna de redimir los actos por los cuales había caído en este siniestro nido de serpientes.
Kayn se resistía a acudir ante su maestro, prolongando su agonía. Temía el momento en el que aquel tirano acabase con él, puesto que sabía que su alma, sumida en la vorágine tormentosa que precede a su extinción, quedaría a la merced de Rhaast, como fuego fatuo.
El moreno palidecía ante la idea de que su arma, aquella que tanto había tratado de controlar, tomase la posesión de su cuerpo.

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Durante días que se antojaron lustros, Kayn se había limitado a seguir el mismo ritual, negándose a llegar al, según creía él, final del angosto camino. Mientras la luz del sol imperaba, el joven se encerraba en sus aposentos, y así permanecía hasta la noche. No había autoridad alguna, salvo Zed, que pudiese reprochar aquella actitud al joven; todos temían a aquel crío endiablado, mas, movido por su manía de compadecerse a si mismo, Kayn pensaba que simplemente nadie se interesaba lo más mínimo por él.
A media noche, cuando ya imperaba el silencio en el templo, el joven recorría los pasillos hasta desembocar en un modesto patio principal, a la intemperie. Se sentaba en un banco de piedra antigua y pensaba, siempre con pesar e incertidumbre, en lo mismo: ¿qué iba a ser de él?
Entonces sentía que todo aquél entorno se convertía en una especie de patíbulo que, esperando su final, permanecía siempre impoluto ante el clamor y el sonido, puesto que tras su muerte el júbilo estallaría, y las bestias, que ahora moraban en las sombras, aullarían.
La ventana del tirano podía verse desde el patio. Pese a las horas intempestivas siempre se adivinaba luz dentro de la estancia, aquello estremecía a Shieda; temía cruzarse con aquella mirada sombría, la cual le infundaba pavor.
¿Por qué Zed no había vuelto a instarle desde aquel día? ¿Acaso pretendía que fuese él quién acudiera a verlo? El muy condenado, siempre astuto, esperaba pacientemente a su presa.

Kayn, harto de esperar, puesto que aquello le provocaba escabrosos temores, decidió tomar cartas en el asunto, escogió un atarceder para hacerlo.

—Zed —llamó Kayn. La puerta de su cuarto se abrió de inmediato, se notaba la impaciencia con la que el tirano había esperado aquel momento.

—Adelante —ordenó el barítono.

—¿Qué debo hacer para que me devuelvas a Rhaast? —preguntó un turbado Shieda.

—¿A qué viene este repentino cambio de opinión? —Zed se dirigió a su butaca y le hizo un amago a Kayn para que se sentase junto a él, en un taburete.

—No tengo forma de negarme y no quiero prolongar más todo esto —dijo el moreno, tomando asiento.

—Entonces asumes que no puedes librarte de mí —le sonrió el maestro.

—Así es. —Ceder. Debía de ceder y acallar sus pensamientos, ocultar todo rastro de recelo. Solo así Zed le revelaría sus pretensiones.

—Como tú mismo dices: hemos prolongado esto en desmesura. No obstante creo que te encuentras inservible —sentenció el tirano.

Mío (Kayn x Zed) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora