IV. Nenúfares carmesí.

2.9K 223 205
                                    

Tras transladar a un inconsciente Shieda a la enfermería, Zed meditaba en su despacho. La luz baja y cierto aroma floral dotaban a la sala de una atmósfera idónea para la relajación del maestro.
Se llevó una pipa a los labios, pese a ser este un hábito poco frecuente, le propiciaba calma. El humo salió denso por su boca.

El tirano, considerándose un hombre inteligente y astuto, siempre había presumido de tener una resolución para cada problema. Por eso mismo, odiaba que cualquier nimiedad se escapase de sus manos, ya que eso implicaría una brecha en su poder.
Por mas que fuese un ser estoico, todo lo acontecido le sacaba de sus casillas. Debía actuar rápidamente. Mañana mismo partiría hacía la fábrica humana, escondida al sur de la región, para recojer el resultado de los últimos experimentos.

Hundiéndose en su señorial sillón, cerró los ojos, tratando de evocar cada escena, para poder así dar con algún cabo suelto. Mas era en vano, solo los análisis posteriores le otorgarían más conocimiento sobre los entresijos de Kayn.

Ese Kayn... no pudo evitar recordarlo cuando aún era un pueril infante deseoso de conocimiento. De algún modo, se identificaba con su alumno, viendo en él la tiranía y maldad de la que también era portador. Eran ambos hombres crueles, movidos únicamente por el frenesí y la sed de sangre. ¿Acaso era él, de cierto modo, quién había sembrado la semilla del caos en el muchacho?. No, Shieda se había descarriado a sí mismo, siempre estuvo marcado por el signo que lleva a la humanidad a sembrar la destrucción.

La mente de Zed evocó un recuerdo lejano, demasiado lejano...
Muchos inviernos antes, postrado en la misma butaca, adivinó una silueta pasar fugazmente por su ventana. Ostigado ante la presencia de un posible intruso, el ninja optó por salir al patio, apresuradamente. El amanecer comenzaba a despuntar, dotando a el paisaje de un color ámbar. El silencio imperaba, casi dogmático. A pocos metros de distancia pudo adivinar una figura desaliñada y salvaje: era su alumno. Este, se inclinaba ante la figura de un ciervo, que yacia en el suelo, ya muerto. Perplejo Zed supo que este había sido víctima del muchacho.
Una punzada de curiosidad le hizo esconderse tras un roble y observar la escena. Kayn no parecía inmutarse. Con una bestialidad inhumana, el moreno arrancó un asta del ciervo. Comenzó a acariciarla, casi con mimo, recorriendo toda su longitud. Acto seguido procedió a clavarla en las entrañas del animal. La hundió y cortó a través de la extensión de su vientre, provocando que el contenido de este se vertiese sobre el suelo; cubriéndolo de sangre y órganos. Lentamente, se tumbó sobre el animal, empapándose de sus fluidos, retozando sobre sus vísceras. Por unos instantes, pareció que Kayn reparaba en la presencia de su maestro, dirigiéndole una mirada demente: el joven estaba fuera de sí. Emitió un aullido desgarrador, que resonó hasta la lejanía.

Este hecho inquieto a Zed hasta que conoció la condición de Shieda, que al parecer era sonámbulo.

La mirada de Kayn aquel lejano día era idéntica a la que había observado en él horas atrás cuando, inducido en un extraño trance, había eyaculado delante de suyo. Sin saber exactamente porqué, recordar todo esto había provocado en Zed una erección.

La repugnancia y el desprecio se habian entremezclado cuando el maestro había contemplado a Shieda en el apogeo de su excitación. Mas, ahora, un cierto morbo se apoderaba del sombrío. Su miembro se alzaba, incontenible, formando un marcado bulto en el pantalón.

Con resignación y una pincelada de lascivia, Zed se dispuso a aliviarse.
Su mano izquierda aprisionó con fuerza su polla, que palpitó al instante.

El maestro comenzó a tejer su oscura fantasía.
En ella, vislumbraba a Kayn en un oscuro cuarto, casi entre tinieblas. El moreno, jadeante, estaba siendo penetrado por una extraña mole, un tumulto de carne y huesos. Aquello parecía estar consumiendo la vida del joven, que jadeaba perdido. Una profunda herida supuraba sangre en su costado. Shieda miraba a su maestro, sus ojos felinos, extasiados de placer, se clavaban en él. Parecía implorarle que le follara.
Zed se apresuró, liberando a su alumno de las garras de esa mole, que ahora agonizaba en el suelo, formando una coagulada alfombra de sangre. Sin mostrar ningún tipo de clemencia, clavó su miembro en el hoyo de Shieda, tratando de llegar hasta sus entrañas. El interior del pelinegro era lo suficientemente apretado y cálido; acogía su niembro con benevolencia. Zed llevó una mano hacía la herida de este, palpándola; era más profunda de lo que parecía. Comenzó a hurgarla y a acrecentar el ritmo de sus embestidas. Aún que desde ese ángulo no podía ver el rostro de Shieda, lo imaginaba desencajado y rojo, con su boca babeante, puesto que ese cerdo era incapaz de retener cualquier fluido.

Mío (Kayn x Zed) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora