XIII. Mío (Parte II)

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Shieda Kayn despertó en un claro del bosque. Comenzaba a atardecer. Desconcertado, sintió miles de ojos, entre la maleza, posarse sobre él. La brisa era cálida y erizaba el vello de su desnuda piel.

Desconcertado, se incorporó sobre la hierba. A lo lejos divisó lo que le pareció un cervato; mas aquella extraña criatura brillaba dorada. Sintió el deseo de seguirlo y se arrastró hacia él, serpenteando, tratando de no ser visto. Cuando se acercó lo suficiente pudo adivinar que sus astas, ornamentadas por azuritas y zafiros, no parecían de este mundo: era un ser místico.

La figura del ciervo comenzó a distorsionarse, cambiando y dando paso a una silueta humana: era Zed.

El moreno, lejos de inquietarse, permanecía en un estado de serena quietud, como quien danza en un sueño. No sentía rastro alguno de temor, todo aquello le era familiar: aquel espejismo había permanecido siempre sumido en su inconsciente. Aquella entelequia, lejos de ser un presagio mortal, una sinfonía tenebrosa, era bella.

Zed lo vió, posó sus divinos ojos sobre él, llamándolo: "Acércate, mil veces maldito amor". Y Shieda se acercó: era inevitable. El albino, desnudo, era incluso más hermoso de lo que Kayn había soñado jamás. Su delgado cuerpo, desligado de todo lo banal, era un ambicioso soneto a la divinidad. No podía el moreno pensar en que aquel hombre se entregase a las bajas pasiones mundanas. "Ven a mí, Kayn", invocó el tirano. Y el moreno fue.

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—¡Mi obra magna funciona! —exclamó el tirano. Se dirigió a la máquina de muerte y añadió más entrañas, inmundo combustible, a la parte trasera de esta.

—Kayn sonrie —advirtió Rhaast.

—Me parece que a este enfermo le agrada el dolor —dijo Zed—. Ya empieza: ¿comienzas a sentir el poder llegar a ti?

—¡Oh sí! Delicioso —gozó el Darkin.

Aquel artefacto del demonio era ahora un canalizador de poder, que absorbía la vida del moreno, dándosela a Rhaast.
Asi lo habían pactado días atrás Zed y el arma, la cual, encandilada ante la idea, había depositado su confianza en aquel proyecto.

—¿No te aflige? Lo has criado tú —preguntó el Darkin.

—Prefiero disponer de ti —dijo Zed—. Aunque sé que deberé darte libre albedrío.

—No lo olvides: no soy Kayn. No serviré a ninguna orden compuesta por patéticos mortales —advirtió la hoz.

—Mientras sepas corresponder este favor me basta —dijo el albino—. Mira al crío: que fácilmente se ha roto.

—Deplorable —observó Rhaast con desdén.

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—¿Dónde estamos Zed? —preguntó Kayn.

—Eso no importa. —El maestro lo rodeó con sus brazos. Era irresistible: cómo si de un embrujo se tratara, la influencia que tenía el albino sobre Shieda era inmensa.

Debía tratarse de un sueño lúcido, mas Shieda no recordaba cuando había caído dormido. Secretamente, agradeció a Morfeo.

Zed pasó sus delicados dedos entre el cabello de Kayn. Sus labios, en forma de medialuna, tentaban la boca del moreno.

—Es eso lo que quieres, lo has deseado siempre. Te lo daré —dijo el cruel leyéndole la mente—. Fúndete conmigo. —Su cabello brillaba, ondeante. No podía negarse ante sus influjos.

Shieda Kayn besó a Zed como tantas veces había deseado. Su lengua saboreó la dulzura de su maestro. Desbocado, el moreno recorrió cada páramo de aquel perfecto cuerpo con sus manos. Su polla comenzó a despertar y se alzó, como mástil del pecado. El albino se dejó hacer, gimiendo. Su piel se fundía en la del otro y, tras esta, su vapórea alma.

Mío (Kayn x Zed) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora