8. Los hombres como tú, sois mis putas

786 92 72
                                    

- ¡Habla!- ordeno en un grito rabioso.

El puñetero árbitro no habla ni a base de golpes. No sé cuántos bofetones le llevo dando, pero sus mejillas enrojecidas e hinchadas me indican que llevo un buen rato.

Me estoy cansando. Y el hecho de que yo me canse y se me agote la paciencia... No. No es bueno en absoluto. Sobre todo porque acabo de ver cómo el sudor está borrando el falso tatuaje de la media luna. No es uno de los hombres de Manuel, y eso solo puede significar otro problema. Uno sin nombre, aún.

Reprimo el primitivo impulso de seguir siendo violenta y, regalándome unos segundos para respirar tranquilamente y no matarlo a golpes antes de que diga una palabra, decido cambiar mi estrategia.

Giro sobre mis talones y peino la estancia con la mirada. Sé que ese cacharro tiene que estar aquí, pero dónde.

Abro los ojos de par en par y tenso los labios en una mueca de victoria, cuando vislumbro el aparato que estaba buscando. Ahí, junto a una caja de herramientas sobre la vieja mesa de madera.

- ¿No quieres hablar conmigo?- pregunto, juguetona, mientras me deslizo suavemente hacia la mesa.

Agarro dos de las tres extremidades del aparato y giro sobre mis talones a la vez que alzo las manos. Se lo muestro con todo mi descaro, y él abre los ojos de manera exagerada, a la vez que encierra un grito de auxilio en el esparadrapo que sella su boca. Finjo un mohín de lástima.

- Son pinzas para arrancar un coche - explico lo que ambos ya sabemos. Me acerco a él, ensanchando mi sonrisa perturbada y excitada por ésta situación en la que, una vez más, me siento poderosa.- Este cacharro, ha conseguido hacer que motores más viejos que tú, hagan ruido - me reclino hacia adelante, hacia él. Le miro fijamente a los ojos y, aprovechando que su miedo no le permite apartar la vista de mí, deslizo por sus piernas las pinzas que sostienen mis manos.

Se pone tenso en cuanto siente el tacto de las pinzas sobre la tela de su pantalón. Tiene miedo, obvio, así que emito un leve siseo tranquilizador, más propio de una madre calmando a su niño llorón, que de esta situación.

-Shh - repito el siseo.- Solo vamos a jugar, pequeño hombre sin nombre - cambio la expresión de mi cara y la sustituyo por otra que parezca un poquito más dulce. Deslizo la lengua por mi labio superior, suave, dulce, sensual, y después me muerdo el labio inferior mientras arqueo una ceja.

Obviamente, no pretendo que este viejo gordo y asqueroso se sienta atraído por mí. Lo que quiero es demostrarle lo mucho que me pone ser como soy. Ser quién soy. Y sobre todo, disfrutar de esa cara de "esta tía es una psicópata" que está poniendo mientras me mira.

Sonrío y emito una leve carcajada al comprobar que, el muy idiota, estaba tan centrado en mi cara, que no se ha dado cuenta de hasta donde he llegado sin que se diese cuenta.

Su cara de horror habla más que su mirada en cuanto siente mi contacto. Deslizo suavemente la pinza que sostengo en la mano izquierda, sobre la tela del pantalón que oculta su miembro.

-Esta... La pondremos por aquí - aprieto el mango de la pinza para que se abra y la hinco en su miembro. No puedo estar segura de si lo he atrapado o no, la verdad. Pero su grito agónico me indica que sí. Que lo he pinzado bien pinzado. Sonrío satisfecha y espero a que se calme un poco. Cuando lo hace, prosigo con lo mío. Deslizo la mano derecha, junto con la otra pinza que sostengo en ella, y me detengo cuando llego a su pecho.- ¿Te parece bien aquí?- repito el movimiento e hinco la pinza en uno de sus pezones.

Coloco la tercera parte del aparato, el arrancador de baterías, sobre sus rodillas.

-¡Umh! ¡Ujumh umh!- lo escucho balbucear contra el esparadrapo que sella su boca.

Norah Fox Donde viven las historias. Descúbrelo ahora