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Estaba en mi puesto, creando una canción para el booktrailer de mi manual, iba bien porque golpeaba mis palmas contra los muslos y eso simulaba mediocremente una batería

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Estaba en mi puesto, creando una canción para el booktrailer de mi manual, iba bien porque golpeaba mis palmas contra los muslos y eso simulaba mediocremente una batería. M.D reía y aplaudía con sus manitas, animándome.

Los presentes que me habían dejado ya comenzaban a marchitarse, estropearse, humedecerse o descolorarse. El oso de peluche que me había regalado mi profesora de inglés tenía la cabeza caída de costado como si lo aburriera. Eddie había seguido mi ejemplo y se había apartado de su zona, la última vez que lo había visto al observar los regalos había deducido que llevaba muerto dos semanas.

—O más, tal vez dos meses, tres —había aventurado como si nada fuera certero en el mundo.

Estaba sentado en la hierba que había crecido alrededor de mi lápida, recostando la espalda en la placa de mármol y observando el sol radiante y débil, estaba menos intenso que cuando me habían enterrado. Las personas vivas, que a veces venían a visitar a sus seres queridos, cargaban pesados abrigos, la copa frondosa de los árboles se volvía naranja y fallecían de una manera majestuosa. Sabía que eso tenía que indicarme la estación, era obvio, pero me costaba captarlo, mucho más adivinarlo.

 Regla número nueve: Lo evidente se vuelve inconfundible. Cuando estás muerto te olvidas de cosas importantes como el tiempo y las estaciones, pero puedes recordar cosas completamente inútiles como todos los nombres de las muñecas de tu hermana 

Esa regla era la más desesperante, me volvía loco y me arrancaba de mis casillas, pero había aprendido a aceptarla sin entrar en pánico. Estaba pensando si la norma número nueve no debería ser la primera cuando lo vi llegar.

Por alguna extraña razón recordé su nombre, vino a mi cabeza como esa melodía de comercial que no puedes olvidar, pero para mí era la primera vez que veía su rostro. Mis ojos no lo recordaban, mi cabeza sí. Sus expresiones y rasgos se arremolinaban como si fuera un espejismo creado por el calor del desierto.

Por otro lado, mi cabeza martillaba su nombre como una letanía: Patricio Habana, Patricio Habana, Patricio Habana.

Era él y se acercaba a mí con un ramo de flores.

Los colores del chico invisibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora