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 La hubiera reconocido hasta con los ojos cerrados, su rostro comenzó a ordenarse en mi mente como nubes que se condensan para trazar imágenes en el cielo o como un espejo empañado que se seca

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 La hubiera reconocido hasta con los ojos cerrados, su rostro comenzó a ordenarse en mi mente como nubes que se condensan para trazar imágenes en el cielo o como un espejo empañado que se seca.

 Tenía una sedosa cabellera azabache, tan ensortijada como los espirales que trazaban las orbitas de los planetas. Su piel era café y opaca, sus ojos eran marrones y penetrantes, de alguna manera te llegaban al alma, decían más de lo que cualquiera hubiera imaginado llegar a saber en toda su vida. Sus pestañas eran espesas y acompañaban aquellas cuencas de significado hacia donde sea que se movieran, eran como la estela de un cometa.

 Alicia era más hermosa que el cielo que jamás podré tener, estaba vestida con unos tejanos manchados con pintura, demasiado holgados, unas zapatillas y una camisa de leñador dos talles más grandes. Algo me dijo que esa era mi ropa. Su cabello parecía que no lo había lavado ni peinado hace días, unas ojeras contornaban sus ojos, pero aun así se veía bella, astral.

—¿Quién es esa? —inquirió Eddie—. ¿Estudia aquí o pide limosna?

—Ali... —susurré sin poder acabar.

Pat tenía los ojos clavados en mí, lo que sin duda se vería demasiado raro, pero al parecer le importaba más captar cada expresión y pensamiento que mi rostro fuera capaz de expresar.

Ella se sentó en frente de Pat.  

Los colores del chico invisibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora