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Todos me evitaban y parecían no verme

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Todos me evitaban y parecían no verme. Yo tampoco me molestaba en hablarles, a veces porque no quería, a veces porque las palabras no me salían.

De repente llegué a un lugar donde las personas se vestían de negro, lloraban enfrente de hoyos o placas de piedra. Allí me sentía más tranquilo, llegué a un lugar donde mi paz era tan dura como los guijarros que había sentido bajo mis pies.

Me situé en un puesto vacío a un lado de una niña y un hombre con las manos rojas y ensanchadas, no, tenía guantes y eran de algún deporte que no alcanzaba a recordar.

Me senté, apoyé mi cabeza en la lápida y me quedé allí viendo colores, manchas que transcurrían frente a mis ojos como una lluvia de estrellas.

De repente se acercó una pareja, estaban tomados de las manos. La mujer de piel de color crema, rizos dorados y ojos azules dejó un ramo de rosas a los pies de la niña regordeta y pálida que observó aquellas cosas como si tratara de decidir qué hacer, pero no hizo nada, permaneció quieta. La mujer estaba embarazada y parecía la más dolida de los dos.

El hombre tenía una mancha esponjosa sobre su cara, de color blanco, como una nube; su color trasmitía pureza, paz, bondad, inocencia y luz, resplandecía como un sol. La mujer estaba rodeada por una especie de tinta roja.

—Te amamos, Daisy Rose —dijo el hombre.   

Los colores del chico invisibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora