Siete: Sobre causas perdidas

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Sin darse cuenta, Diecisiete se había hundido en el vacío negro de sus pensamientos

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Sin darse cuenta, Diecisiete se había hundido en el vacío negro de sus pensamientos. El resto de la conversación entre los biólogos del FEU pasó por sus oídos, de forma superficial.

—Lo siento, Beryl. Debería estar allí, apoyándote.

—Guarda esas energías, tonto.

—Nos vemos pronto.

—Cuídate.

Pero ella no había reído. Aquel idiota había hecho mofa de su situación y la de su hermana, sin saberlo; se había reído de sus nombres y los había llamado inadaptados. Y ella no había entrado en el juego. Eso era interesante.

Después de todos los indicios, no dejaba de pensar que Dieciséis y ella se hubiesen llevado bien, de haberse conocido. Pero allí solo estaba él. Y ni siquiera era capaz de hablar civilizadamente con su hermana en los últimos años.

Debía contenerse. No podía dejarse llevar y perder aquel dinero.

—¡Ahhh! —El grito de Beryl fue tan impresionante, que hizo volar a varios pájaros pequeños que picoteaban en el suelo—. ¡Diecisiete, no te aparezcas así, de la nada! ¡Me asustas!

De frente, se veía muy graciosa. Tenía el rostro lleno de crema contra los mosquitos, igual que los brazos, los hombros por fuera de la musculosa y el cuello. En el escote, tenía los rastros de sus dedos, ya que se había aplicado el producto sin mirar lo que hacía.

De pronto, Diecisiete consideró alargar el brazo para distribuir el sobrante. La idea quedó en su cabeza, rebotando como una pelota de ping pong.

—Oh —balbuceó, apenas pudo reaccionar—. Bueno, debería decir que lo siento, ¿verdad?

—Solo si realmente lo lamentas —respondió ella, reparando en el enchastre sobre su pecho—. De corazón. Si no, no tiene sentido que gastes saliva.

—Entonces no diré nada. Te ves muy bien, así de agitada.

La bióloga dejó de pasarse la mano por el escote de la camiseta y levantó la mirada, sorprendida.

—¿Cómo?

Él se quedó tan extrañado como ella.

«Mierda. ¿En qué momento se me ocurrió eso? No debo distraerme así».

—Me refería a la agitación del susto. No a que...

—Está bien —interrumpió ella, sonrojada—. No lo empeoremos. Pero sigues en cueros. ¿Has estado así todos estos días?

El androide enarcó las cejas, sin entender la finalidad de la pregunta. En realidad, ella debía saber que él habría estado desnudo de la cintura para arriba desde que aquellos matones de la competencia lo habían atacado. Y ella casi lo había dejado sin pantalones, después.

—Sí. ¿Es malo? Hace mucho calor.

Ella pareció darse cuenta, por fin, pero su mente podía haber seguido de largo varios kilómetros. Porque su rostro delató una pena infinita, como si hubiesen estado en pleno invierno y él tiritara en un rincón.

El corazón del minotauro [17 - Dragon Ball]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora