2ª Parte: Fiebres del sur

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El camino de La Bréche a Otolde no era demasiado largo, y en solo tres días Roncefier se presentó en la ciudad ébrida, cargado solo con lo imprescindible y acompañado del leal Hans, el hijo mayor de Klaus. El terco capitán se había negado a dejar partir a su señor en solitario y a punto había estado de embarcarse él en el viaje, pero la guarnición de La Bréche le requería, y al final Hans había logrado tranquilizarlo al tomar su lugar.

En cierto modo, Roncefier se alegraba de contar con alguien tan competente y leal como Hans a su lado, pero también en cierto modo, le entristecía que el muchacho debiese acompañarle al macabro sur, quién sabe con qué esperanzas de volver al hogar.

Llegaron al alba, pero la ciudad ya hacía tiempo que estaba encendida. Los hornos de Otolde jamás descansaban y abastecían de armas y armaduras a la mayor parte de Sonnd, al menos a aquella parte que podía pagarlas. El aroma del acero y el humo se mezclaban con el del pan en las calles, y el martilleo constante de las armerías era la música de fondo de la reina del Ebar. Cruzaron el puente de entrada sin demasiados contratiempos y buscaron algún mesón en donde empezar el día con buen pie.

Cruzaron calles y callejas hasta dar con una hostería muy recomendada por el joven Hans, tanto por lo generoso de sus raciones como por el donaire de la hija del dueño, una pizpireta muchacha que gustaba de jugar con picardía con cualquier intento de galán. Mientras Hans disfrutaba de las vistas, Roncefier optó por disfrutar del paisaje mientras llenaba la panza con la primera comida caliente en los últimos días, con toda certeza la última en mucho tiempo.

El Ebar lamía las calles al pie de la hostería, manso en su paso por la ciudad, y la luz de la Luna alumbraba cientos de barcazas que faenaban en el río, surtiendo a la hambrienta ciudad de hierro y carbón.

Pagaron con esplendidez, lo que le consiguió un deseado beso a Hans y otro por sorpresa a su señor, y se encaminaron hacia la colina, cercada por el río, en que la Orden había puesto su cuartel.

La carretera al fuerte de La Guardia estaba incluso más repleta que la ciudad, y en ella vio Roncefier la confirmación a las palabras del duque. Soldados de los cinco pueblos se apelotonaban ante la estructura, demostrando que, si bien Sonnd no tenía ejército, era sin duda una nación armada.

Grandes caballeros acheses esperaban en los pastos al regreso de sus siervos con las insignias y permisos, mientras sus escuderos, armados con el arnés completo, esperaban sobre los caballos en su lugar, estatuas vivas a la fuerza de sus amos. Hans encontró al menos dos primos entre una compañía tiudesa de mandobles, y aquellos les contaron como habían visto pasar aquella misma noche un grupo de albises paintes, con sus pinturas de guerra y sus espadones. Arqueros paintes y ballesteros acheses practicaban el tiro en un campo cercano, ante la mirada de los examinadores de la Orden, e incluso lograron ver a un arcabucero hacer un par de tiros de demostración. Voluntarios cavaterres paseaban por la explanada con sus abrigos acolchados y sus alabardas, los ebridas habían montado un almuerzo al borde del camino y cantaban y bromeaban acerca de los extranjeros, guardias del templo de Cetulia esperaban en silencio y perfecta formación al regreso de su comandante, nobles tiudeses se retorcían los bigotes con impaciencia y gentes de armas de todas las condiciones esperaba, en fin, su momento para acceder a la Orden.

También Roncefier y su leal se pusieron a la cola, sin prisa alguna por acceder al fuerte. El duque le había convocado a Otolde, pero no había convenido un lugar de encuentro. Quizá incluso llegaban temprano, ya que la cita era para dos días más tarde.

Perdido en estos pensamientos, apenas notó el modo en que la marea de gente se abría a su espalda para dejar paso a la condesa de Inquina, hasta que la tuvo encima. La mujer le saludó con una brutal palmada que a punto estuvo de tirar al suelo al caballero, y al noble painte que le precedía.

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