Parte final: Apoteosis

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—Quieto donde estas, Trilero —le ordenó la Condesa, su voz convertida en un susurro flamígero—. Ni una llave más si no quieres sufrir mucho.

Trilero asintió despacio, manteniendo su mueca de dolor. La verdad es que el agujero en su mano era bastante impresionante, pero el dolor no era más grave que el de unas rodillas peladas. La Luna aulló y la Condesa, o lo que solía ser la Condesa, hizo lo propio, y ambos monstruos se enzarzaron en una batalla de voluntades y fuego.

Bien, había llegado al final. Tenía todas las piezas, todas las cartas estaban sobre la mesa, y solo Trilero sabía la jugada de cada uno, y su posición en el tapete. O en aquella obra, como se emperraba en llamarlo la Condesa.

El dios de plata le arrojó una esfera de fuego a un par de pasos, un gesto aterrado, una llamada de ayuda, a la que Trilero respondió con una fugaz sonrisa.

El dios, y el gremio, querían que el ciclo continuase. Que aquella costumbre en ruinas se prolongase hasta el último aliento del mundo, lo cual era una maldita estupidez, y no tenía intención de complacerles.

Entre otras cosas, porque no podía. Le faltaban dos llaves para ello.

La Condesa, convertida en una sombra en llamas perseguía por el claro al dios caído. No le prestaban la más mínima atención. Trilero se movió despacio, a gatas, hacia el lado contrario del altar, mirando de reojo al Rey y la Malenterrada.

Hacía solo unos minutos, aquel par parecía tener la sartén por el mango, pero daba la movilidad de la Condesa y el impulso que llevaba, aquello solo había sido teatro. El Rey solo era la carnaza para el descenso del dios; Trilero hubiese apostado a que la Condesa podría haberse desecho de él sin problemas.

Su idea de un mundo sin dios parecía coincidir en el fin con la Condesa, aunque no en los medios. Otra soberana estupidez.

Un destello de plata llamó su atención y vio al dios acercarse a él, al altar, a toda prisa. La Condesa lo atrapó antes de que lo hiciese, lo arrojó al otro lado del claro y lo siguió, y Trilero suspiró aliviado de que en su persecución, no se hubiese dado cuenta de que la había desobedecido.

Aquella bruta y el estúpido del Rey querían provocar el fin del mundo incluso más deprisa que el Gremio. Por eso Mangata debía haber traicionado a su propio padre. Mangata era lista, aquel plan, muy estúpido.

Se permitió un momento de descanso en cuanto llegó al otro lado del altar de piedra, fuera de la vista de los lunáticos y la Luna.

Quedaba el plan del Mago, claro. Un plan para poner rienda a los dioses, para someterlos a la humanidad. Sonaba bien; era tan estúpido como el resto.

¿Posibilidad de acabar con el mundo? ¿La fuerza para controlar la vida, puesta en un aparato? Dios, si Trilero sabía algo de la humanidad, aquello acabaría en un baño de sangre. Lo que quedaba del mundo de los hombres se mataría por controlar el Reloj, por negárselo a sus enemigos.

Además, el plan no podía funcionar, o al menos no como el Mago quería. Para ser tan anciano y versado, tenía un ojo de mierda para las falsificaciones. De las diez llaves que Trilero tenía entre manos, dos eran falsas; la llave marcada del Mago y otra sin marcar, idéntica a sus hermanas. Se notaba en el lustre, en el tacto, pero claro, el Mago no podía tocar las llaves del Sol.

¿Cuándo y quien les había dado gato por liebre? Bueno, sí el tuviese que apostar, apostaría por cierto anciano dios bajo el Tártaro, la otra persona que parecía saber tanto como el Mago sobre los secretos del Escudo. A saber para que querría el a un dios encarcelado. Aunque viendo lo que había hecho con el dios de la piedra, Trilero se podía hacer una idea.

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