25ª Parte: El fin de la comedia

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Era una tarde cálida de Sol. El aire olía a hierba seca, a tierra y a sudor. Los hombres del clan Inquira practicaban en la explanada. Las pesadas alabardas batían el aire con un ritmo fijo, lento, unísono, que marcaba un compás tranquilo en aquella somnolienta tarde.

La pequeña Belone Inquira, que sería Egisto, Ius y Gemina, que sería Condesa, Penitente, Profeta, Serpiente, Primera, Atalaya, la tuerta, Ofiskias, de Inquina y aún uno más, dormitaba perezosamente en las rodillas de su abuelo, aquella tarde varias vidas antes.

—¿Que es el dios rojo, abuelo? —había preguntado con la inocencia de la niñez, mientras observaba el baile de alabardas con mirada adormilada.

—¿Cuantos años tienes, Belone? —preguntó su abuelo con voz rasposa.

Belone levantó sus manos ante él, con los dedos levantados. Tantos años después, ya no recordaba cuantos dedos había levantado.

—Bueno, entonces supongo que es hora de que sepas que es el dios rojo del Valle. —El abuelo se aclaró la garganta y acomodó a Belone sobre sus rodillas, recostándose un poco—. Sabes que la gente de Nyx cree que la Luna es su dios y que les ayuda ¿verdad? —Belone asintió—. Y la gente de Toprak cree lo mismo del Sol. Cada pueblo cree que uno de los dioses hermanos, el de plata o el de oro, cuidan de ellos y de su felicidad. Pero solo la gente del Valle sabemos la verdad —le confió el abuelo en tono confidencial.

Belone se tumbó sobre el pecho de su abuelo, clavó en su rostro barbudo una mirada atenta y ansiosa.

—Verás, pequeña, al principio de todo, había tres dioses. Un dios de oro, Sol, un dios de plata, Luna, y un dios de cobre, cuyo nombre ya no recuerda nadie. Los tres hermanos no eran muy amigos, y reñían constantemente sobre cuál era más poderoso, y cual debía gobernar el mundo. Y aunque todos eran igual de poderosos, el dios rojo era el más astuto, y poco a poco empezó a ganar la partida a sus hermanos. —Belone se recostó algo más, adormilada, pero su mirada seguía fija en los ojos arrugados del anciano, en sus labios marchitos bajo la dura barba—. Esto, por supuesto, enfadó mucho a sus hermanos, que por una vez se pusieron de acuerdo y decidieron acabar con el rojo. La batalla que tuvieron sacudió el mundo; rompió el suelo, prendió fuego al cielo y dejó cada árbol desnudo, cada río seco y cada monte derruido, pero al final, Sol y Luna lograron matar a su hermano, y despedazaron su cuerpo en miles de trozos, hasta que no quedó nada de él. Pero es muy difícil matar a un dios ¿Sabes, pequeña? Los pedazos del dios cayeron a la tierra y allí prendieron, y de cada pequeña llama, nació una vida. Ese, pequeña Belone, es el origen de la humanidad.

—¿Entonces el dios rojo está muerto? —preguntó la niña con un bostezo.

—Sí, y no —respondió enigmático su abuelo—. El dios desapareció, pero vive todavía en cada persona que existe. Cuando te enfadas, cuando estás feliz, cuando quieres a alguien, ese calor que sientes es el dios dentro de ti, mi niña. Eso es lo magnífico del dios rojo, Belone; siempre estará ahí contigo y siempre estará a tu lado, en el vientre de todas las personas que conozcas. Y ¿sabes?, cuando juntamos fuerzas, somos tan fuertes como el dios que fuimos una vez.

—¿Tan fuertes como el Sol?

—Cuando el Sol mató a su hermano, lo partió en tres mil trozos, pero esas llamas siguieron creciendo, tuvieron pequeñas llamas, como tú, se hicieron más y más —le explicó su abuelo mientras le daba un suave pellizco en la nariz—. Todos junto no somos tan fuertes como el Sol, Belone. Todos juntos, lo somos mucho más.

Sentada en un tocón, más de doscientos años después, la Condesa esbozó una sonrisa melancólica, dulce, un gesto extraño en ella. Hacía siglos de aquella tarde de Sol, pero aquella tarde de Luna en la selva, con la suave brisa nocturna en su piel, el suelo húmedo entre los dedos de sus pies, el rumor del viento en las hojas, tenía algo familiar, antiguo e inmutable. Hasta que llegó Trilero a cargarse la paz.

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