7ª Parte: Canciones de trilla

54 11 67
                                    




El extraño caballo se resistía con denuedo, tirando de la brida en un intento por liberarse, pero la mano de la mujer ni siquiera parecía tener que esforzarse para sostenerlo. Era una criatura rara rozando el absurdo, como si alguien hubiese cruzado un caballo con una oveja, hasta sacar un engendro flacucho y lanudo. El ovallo intentó morder la mano de la Penitente, pero ella se limitó a darle un golpe en el morro.

Tenía sus dudas sobre las capacidades de aquella criatura, pero mientras se pareciese en lo más mínimo a un caballo, le serviría. Sujetó a la bestia y prendió fuego a su silla, antes de azuzarla. La caballeja echó a correr entre balidos de terror hasta perderse en la noche, perseguida por el fuego a su espalda. Si había suerte, quizá prendiese fuego a algún arbusto en su huida.

Aquello libraba de un problema a la Penitente. Silbando animada montó en su caballo y siguió el rastro de destrozos hasta el trineo destrozado y la puerta de la guarida de aquellos misteriosos secuestradores. Observó durante unos segundos la entrada a la colina, mientras terminaba de silbar la cancioncilla, antes de desmontar. Todo aquel asunto había logrado despertar su curiosidad.

El halcón bajó poco después de las alturas, asustando a su caballo. Recuperó la forma humana y se acercó a ella con cara de malas pulgas.

—¡Se la han llevado!

—¿Dónde?

—¿Cómo que donde? ¿Por qué no los has detenido? ¿Y qué era ese lunático de la armadura?

—Ni idea —mintió con desenvoltura la condesa—. Me temo que me he perdido un poco, pero ya estoy aquí. Deja que me encargue de esto.

—Más te vale. —El halcón parecía al borde de un ataque de nervios: un escondrijo subterráneo era como una pesadilla para alguien como él—. Sácala de ahí. Hay una entrada desde lo alto de esta colina, junto al pilar. Os esperaré allá, y me encargaré de llevarlos lejos.

—Sabes que esto es pasarse por el forro la mínima, ¿verdad?

El halcón escupió todos los insultos que conocía en una desordenada secuencia que terminaba con maldiciones a toda la familia de la Penitente hasta su tatarabuelo. Sin mediar más despedida, despegó de un aletazo y se perdió en la noche.

En el suelo, la condesa sonrió de buen humor. Chasqueó los dedos a un ritmo conocido y entró en la guarida tarareando una tonada picaresca. Los guardias de la entrada quedaron bastante aturdidos por la aparición de aquella mujer madura, bailando sin prestarles atención al ritmo de su propia música. Cruzaron una mirada de extrañeza y levantaron sus macanas contra ella, todavía dudando. Una muy mala decisión dadas las circunstancias.

La condesa marcó los compases de la estrofa sobre los cuerpos de los pobres desgraciados, les dio un pequeño descanso en la parte instrumental, y remató la faena en el estribillo. Los dejó retorcerse de dolor mientras seguía bailando hacia el montacargas.

Dedicó un rápido vistazo al aparato, antes de subirse a su techo de un par de saltos. Echó mano al sable y tajó las tres cuerdas que lo sostenían de un solo golpe. La caja de madera cayó en picado hasta el fondo del pozo, donde se destrozó entre el clamor de la gente de la ciudad subterránea.

La Penitente, sujeta con una mano a la entrada al primer piso, soltó una risilla al oir los gritos, antes de auparse hacia el túnel.

—¿Dónde metería yo unas mazmorras si fuese un salvaje subterráneo? —se preguntó a sí misma.

Como no tenía una respuesta satisfactoria para su propia pregunta, decidió que su mejor posibilidad pasaba por buscar por aquellos túneles. No creía que hubiesen situado las mazmorras en la ciudad, y por algún lado tenía que empezar.

ClaroscuroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora