11ª Parte: Maligna

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El soldado boqueó una súplica con su último aliento, pero no recibió piedad. No quedaba piedad en Maligna.

Todo aquel que había levantado su mano contra las Nanas, todo aquel que había sostenido un arma fue ejecutado sin piedad, con rápida y eficiente brutalidad. Soldados, hombres, ancianos, muchachos, todos asesinados mientras las mujeres del pueblo lloraban de miedo, aterradas, hacinadas en la inspectoría del pueblo.

Lloraban sin motivo; ninguna iba a morir aquel día. Las mujeres serían libres de decidir, las niñas irían a Fuerte Rosa, donde recibirían instrucción, un hogar, una nueva familia, algo más grande de lo que formar parte que un mísero pueblo de leñadores. También los niños marcharían a Fuerte Rosa, pero su destino no sería tan grande ni tan lleno de libertad.

Annis dirigía el asalto desde la plaza del pueblo, aupada sobre una malograda barricada, comandaba la brutalidad de Fuerte Rosa con una mezcla de repugnancia y decisión. Maligna tenía que ser una fortaleza antes de que terminase el día, no había tiempo para contemplaciones.

Solo hacía un par de horas que la Turma Roja había abandonado los bosques que rodeaban el pueblo, pero había sido tiempo más que suficiente para poner fin a aquel largo asedio, a la guerra sucia y lenta que había alimentado aquellos bosques con sangre. Veinte Nanas nombradas y doscientas Notas habían caído sobre Maligna como un enjambre, arrasando cualquier resistencia en cuestión de minutos, colocando en aquella villa deslucida una fuerza militar como nunca habían visto en el lugar.

Pero las Nanas no dejaban de ser tropas de emboscada, luchadoras rápidas preparadas para escaramuzas y asaltos por sorpresa, no para una guerra abierta. Si las legiones embestían Maligna antes de que hubiesen podido construir sus muros, no habría forma de mantenerla. Por suerte, Maligna tenía toda la madera que necesitasen y más.

Annis terminó de supervisar el envío de cargamentos a las puertas del pueblo y bajó de su estrado, para ir a vigilar las puertas. Maligna tenía unas débiles empalizadas que habían cubierto a sus habitantes de los ataques de las Nanas, pero si aquellos muros tenían que resistir el ímpetu del imperio, había de reforzarlos, cavar fosos, preparar estacas, abrir saeteras.

Llegó a la puerta norte en cuestión de minutos, con la mano en el puño de su garra de bruja, incapaz de quitarse aquella molesta sensación que la carcomía, que la consumía como un ave hambrienta de carroña que hubiese anidado en sus tripas.

—Situación —exigió a Nellie Brazoslargos, la Nana encargada del lugar.

—Vamos a buen ritmo —aseguró Nellie, enjugando el sudor de su frente—. Antes de que anochezca tendremos las estacas y las trincheras. También pensaba derribar un par de casas, encajonar la entrada para convertirla en un pasillo de saeteras.

—Bien. Si hay tiempo, lo primero es la puerta.

—Sí, señora —Nellie se cuadró con rapidez, pero la dureza marcial le duró poco—. ¿Señora? —preguntó con timidez.

—¿Sí?

—No sería... ¿No sería más fácil saquear Maligna y marcharnos?

Annis la Negra clavó una mirada autoritaria en la joven Nana. Nellie había conseguido su ascenso hacía poco. Tenía potencial, le faltaba experiencia.

—Las órdenes son mantener el pueblo, y eso vamos a hacer, Nellie.

—Sí, lo se —musitó la muchacha—. Pero estas empalizadas son débiles, da igual cuanto las mejoremos. Resistirán a la Turma, quizá, pero no soportaran ni un asalto contra las armas de sitio del Emperador. Si las traspasan, estaremos encerradas aquí. Incluso si solo nos ponen sitio, sería difícil para Fuerte Rosa acudir en nuestra ayuda...

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