4ª Parte: Hogar, dulce hogar

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No hubo grandes coros, no hubo desfiles, muchedumbres y trompetas. Ninguna banda de colores decoró las calles de Lemuria, ninguna bandera orgullosa ondeó, ni les recibió jolgorio alguno. El desfile triunfal de Mangata y el Curtidor fue en silencio, y para ellos solos, mientras el día a día de la ciudad continuaba ajeno a la victoria que habían conseguido.

Lo cual, desde la perspectiva de Mangata, era un alivio. Odiaba el ruido y las multitudes; la hacían sentirse muda, muda de verdad. Y aunque no pudiese pronunciar ni media palabra, Mangata adoraba hablar.

Llegaron al palacio de Lemuria sin levantar más que alguna mirada curiosa, dirigida al fardo del Curtidor, que entregaron a los guardias en la entrada. El caballero Roncefier había estado callado y tranquilo todo el viaje, casi expectante. Casi como si tuviese un plan. O quizá solo estaba desubicado tras todos los calmantes que el Curtidor le había hecho tragar.

Mientras el lunático discutía con los guardias las condiciones del encarcelamiento, Mangata levantó la vista hacia lo alto del palacio. Quizá palacio no era la palabra para definir aquel templo reformado, pero sí era el centro de Lemuria, y la morada de su rey. Ancho en su base, con tejados circulares y una gran torre en su centro. La gente lo llamaba "la antorcha", Mangata prefería "la polla".

Distinguió un brillo en lo alto de la torre, una llama ardiendo en el gran pebetero y dio dos palmadas para avisar al Curtidor. El rey estaba en casa, llevarían a Roncefier a su presencia.

—¿Ante Justo? —gruñó molesto el lunático—. ¿En serio?

Pero Mangata no le escuchaba. Se echó a hombros la capa que le ofreció una de las nietísimas y cruzó el umbral con paso seguro, la primera vez después de tres años de ausencia.

—Es una alegría volver a verla —la saludó con una sonrisa la mujer, mientras cogía el cuchillo que Mangata le entregaba—. Padre ya sabe de su llegada, les espera en el salón.

Mangata asintió y dio un rápido abrazo a la nietísima; estaba bien volver a estar en casa. Con el Curtidor a la espalda, anduvo junto a ella por el corredor vacío, charlando acerca de la familia y sus tonterías, hasta que llegaron a las puertas abiertas del gran salón. Había una acalorada discusión en marcha, entre la Malenterrada y el Bufón, en la cual el rey no parecía muy dispuesto a tomar partido.

Mangata ignoró los gritos, pasó sin anunciarse y se plantó en mitad de la estancia, donde hizo una profunda reverencia al Rey de la Ceniza. El Rey sonrió divertido ante el gesto, una sonrisa cálida y sincera, aunque melancólica, como todos sus gestos.

—Tres años fuera y vuelves la mar de modosita —se burló con amabilidad—. Quizá debería enviar a mis generales lejos. Quizá así volverían más calmados. —El rey se levantó de su trono y le dio un gran abrazo, cálido y torpe—. Bienvenida a casa, hija mía.

Mangata devolvió el abrazo al rey, antes de llamar su atención sobre el bulto que traía el Curtidor.

—Ah. ¿Y quien es este muchacho? ¿Un noviete que te has echado?

Mangata dio un codazo divertido al señor de los espectros, que rio satisfecho su propia broma. Presentó con un exagerado movimiento de brazo al cautivo, solo para interrumpirse a mitad y darle la palabra al Curtidor. Odiaba los nombres, le eran muy difíciles de pronunciar.

—Es el caballero Roncefier de la Bréche —anunció el Curtidor, rascándose la cabeza, antes de recriminar—. Oye, Comadreja, pensaba que lo traíamos por orden de Justo, digo, del rey.

Mangata sonrió y desechó las criticas con la mano. "Un candidato para la diplomacia con nuestros vecinos" explicó con rapidez y elegancia. "Uno de lo más terrible"

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